Rosa Montero - La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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Una vez aclarado esto, debo confesar que yo me considero una raposa al cien por cien, desde la trufa de mi negro hocico hasta mis patitas andariegas. Camino y camino de novela en novela descubriendo paisajes inesperados. E intento no conformarme, no repetirme. Lo que hace que cada libro sea más difícil de escribir que el anterior. No sé si aguantaré en esa frontera por mucho tiempo: es un lugar incómodo y los humanos, incluidos los de espíritu zorruno, somos unos bichos bastante débiles. Por eso, si pienso hoy qué me gustaría que pusieran en mi necrología, creo que me bastaría con que pudieran decir: «Nunca se contentó con lo que sabía».

Trece

Supongo que no tengo más remedio que hablar del enojoso tema de las mujeres.

Llevo treinta años haciendo entrevistas a los demás, como periodista, y veinticinco años siendo entrevistada como escritora. En este tiempo ha habido dos preguntas que me han planteado hasta la saciedad, hasta la desesperación, hasta la ira. No exagero: quizá me las hayan formulado unas mil veces, en toda Latinoamérica, en Estados Unidos, en España y en el resto de Europa; en los medios de comunicación o durante los coloquios de los actos públicos. Por eso, cada vez que alguien vuelve a plantearme una de esas cuestiones, veo rojo y me entran unas atrabiliarias ganas de rugir y bufar. Esas dos fatídicas preguntas son: ¿Existe una literatura de mujeres? y ¿Qué prefieres ser, periodista o escritora? Y supongo que, dada la pertinaz curiosidad que estos temas suscitan, debo hacer un esfuerzo y volver a contestarlos en este libro.

En el transcurso de un simpósium internacional sobre la literatura de mujeres, celebrado en la Universidad de Lima en 1999, dije por vez primera en público una frase que luego he visto repetir a otros convertida en un tópico colectivo. Que se me perdone la jactancia (ay, la vanidad) de reclamar la autoría de la frase, pero quizá sea la única ocasión en la que un pensamiento mío adquiera vida propia y pase a formar parte de los dichos anónimos de una sociedad. Y lo que dije fue: Cuando una mujer escribe una novela protagonizada por una mujer, todo el mundo considera que está hablando sobre mujeres; mientras que cuando un hombre escribe una novela protagonizada por un hombre, todo el mundo considera que está hablando del género humano.

No tengo ningún interés, absolutamente ninguno, en escribir sobre las mujeres. Quiero escribir sobre el género humano, pero da la casualidad de que el cincuenta y uno por ciento de la Humanidad es de sexo femenino; y, como yo pertenezco a ese grupo, la mayoría de mis protagonistas absolutos son mujeres, del mismo modo que los novelistas varones utilizan por lo general personajes principales masculinos. Y ya va siendo hora de que los lectores hombres se identifiquen con las protagonistas mujeres, de la misma manera que nosotras nos hemos identificado durante siglos con los protagonistas masculinos, que eran nuestros únicos modelos literarios; porque esa permeabilidad, esa flexibilidad de la mirada, nos hará a todos más sabios y más libres.

Pero tendré que remontarme hasta el principio, hasta el muy tedioso abecé del tema, y volver a contar una vez más las mismas obviedades. Para empezar por la primera: no, no existe una literatura de mujeres. Uno puede hacer la prueba de leerle a otra persona fragmentos de novelas, y estoy segura de que el oyente no atinará con el sexo de los autores más allá del mero acierto estadístico. Una novela es todo lo que el escritor es: sus sueños, sus lecturas, su edad, su lengua, su apariencia física, sus enfermedades, sus padres, su clase social, su trabajo… y también su género sexual, sin duda alguna. Pero eso, el sexo, no es más que un ingrediente entre muchos otros. Por ejemplo, en el mundo occidental de hoy el hecho de ser mujer o ser hombre impone menos diferencias de mirada que el hecho de provenir de un medio urbano o de un medio rural. Por lo tanto, ¿por qué se habla de literatura de mujeres y no de literatura de autores nacidos en el campo, o de literatura de autores con minusvalías físicas, pongamos por caso, que seguro que te dan una percepción de la realidad radicalmente distinta? Lo más probable es que yo tenga mucho más que ver con un autor español, varón, de mi misma edad y nacido en una gran ciudad, que con una escritora negra, sudafricana y de ochenta años que haya vivido el apartheid. Porque las cosas que nos separan son muchas más que las que nos unen.

Me considero feminista o, por mejor decir, antisexista, porque la palabra feminista tiene un contenido semántico equívoco: parece oponerse al machismo y sugerir, por tanto, una supremacía de la mujer sobre el hombre, cuando el grueso de las corrientes feministas no sólo no aspiran a eso, sino que reivindican justamente lo contrario: que nadie resulte supeditado a nadie en razón de su sexo, que el hecho de haber nacido hombres o mujeres no nos encierre en un estereotipo. Pero mi preferencia por el término antisexista no quiere decir que reniegue de la palabra feminista, que puede ser poco precisa, pero está llena de historia y resume siglos y siglos de esfuerzos de miles de mujeres y hombres que lucharon por cambiar una situación social aberrante. Hoy todos somos herederos de esta palabra: hizo que el mundo se moviera y me siento orgullosa de seguir utilizándola.

Ahora bien, el hecho de considerarte feminista no implica que tus novelas lo sean. Detesto la narrativa utilitaria y militante, las novelas feministas, ecologistas, pacifistas o cualquier otro ista que pensarse pueda, porque escribir para dar un mensaje traiciona la función primordial de la narrativa, su sentido esencial, que es el de la búsqueda del sentido. Se escribe, pues, para aprender, para saber; y una no puede emprender ese viaje de conocimiento llevando previamente las respuestas consigo. Más de un buen autor se ha echado a perder por su afán doctrinario; aunque a veces, en algunos casos especiales, se da la circunstancia de que el propio talento salva al escritor de la ceguera de sus prejuicios. Como le sucedió, por ejemplo, a Tolstoi, que era un hombre extremadamente retrógrado y machista. De hecho, se planteó escribir Ana Karenina a modo de ejemplo moral de cómo la modernidad destruía la sociedad tradicional rusa; pretendía explicar que el progreso era tan inmoral y disolvente que las mujeres ¡incluso cometían adulterio! La novela partió de este prejuicio arcaico, pero luego el poderoso don narrativo de Tolstoi, su daimon, sus brownies, le sacaron del encierro de su ideología y le hicieron rendirse a la verdad de las mentiras literarias. De ahí que en su novela terminara emergiendo lo contrario de lo que pretendía: la hipocresía social, la victimación de Ana, la injusticia del sexismo.

Por lo demás, ningún daimon parece estar dispuesto a salvar de sus prejuicios a los críticos, académicos, enciclopedistas y demás personajes de la cultura oficial. Quiero decir que, si bien en el mundo occidental la situación ha mejorado muchísimo, la cultura oficial sigue siendo machista. En los simpósiums suele seguirse citando a las escritoras como un capítulo aparte, un parrafito anejo a la conferencia principal («Y, en cuanto a la literatura de mujeres…»); apenas si aparecemos en las antologías, en los sesudos artículos universitarios, en los resúmenes de fin de año o década o siglo que suelen hacer de cuando en cuando los medios de comunicación. No estamos suficientemente representadas en las academias o en las enciclopedias, ni se nos suelen encargar las ponencias serias en los encuentros internacionales. Los críticos son a menudo tremendamente paternalistas y muestran una inquietante tendencia a confundir la vida de la escritora con su obra (cosa que no les pasa con los novelistas varones), a ver en todas las novelas de mujeres una literatura contemplativa y sin acción (aunque sea el thriller más trepidante) y, desde luego, como decíamos al principio, a pensar que aquello que escribe una mujer trata tan sólo de mujeres y es, por consiguiente, material humano y literario de segunda. Por fortuna también esa retrógrada cultura oficial se va feminizando; cada día hay más eruditas, críticas y profesoras universitarias, y eso está cambiando la situación; pero algunas de estas profesionales se empeñan en hacer reseñas, antologías y estudios literarios desaforadamente feministas, es decir, ideologizados hasta el dogmatismo y, desde mi punto de vista, casi tan sexistas y contraproducentes como el prejuicio machista. Aunque parten desde la orilla contraria, también ellas piensan que lo que escribe una mujer trata tan sólo de mujeres.

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