Rosa Montero - La loca de la casa
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De hecho esta pregunta sólo puede haber sido formulada en el siglo XX, más aún, en la segunda mitad del siglo XX, porque antes las fronteras entre lo periodístico y lo narrativo eran sumamente borrosas. Los escritores realistas y naturalistas del siglo XIX documentaban sus novelas con la misma meticulosidad que el periodista de hoy se documenta para un reportaje. Dickens se presentó en varios internados ingleses, haciéndose pasar por el tutor de un posible pupilo, para enterarse de las condiciones de vida de esas instituciones y poder describirlas en Nicholas Nickleby; y Zola se hizo un viaje a Lourdes en el sórdido tren de enfermos (y tomó notas de todo, desde el nombre y los síntomas de las enfermedades hasta la rutina ferroviaria de la peregrinación) y lo describió punto por punto en una novela. En aquella época, la gente leía los libros de ficción como quien lee un periódico, convencida de que estaban llenos de verdades literales, o sea, de ese tipo de verdades que podrían ser autentificadas por un notario. Fue la llegada de la sociedad de la información y de la imagen, fue la irrupción de la fotografía, el cine, los documentales y sobre todo la televisión, lo que cambió el sentido de lo narrativo y estableció unas fronteras más o menos precisas entre el periodismo y la ficción, convirtiéndolos en dos géneros literarios diferenciados.
Todos los géneros poseen sus normas y, en principio, habría que atenerse a esas reglas para hacerlos bien. No puedes escribir una obra de teatro como si fuera un ensayo, porque probablemente sería aburridísima; y no debes escribir un ensayo como si fuera poesía, porque es muy posible que le falte rigor. Del mismo modo, no puedes escribir una novela como si fuera periodismo, o harás una mala novela, ni periodismo como si fuera ficción, porque harás mal periodismo. Luego, claro, todos estos límites pueden ser ignorados y traspasados cientos de veces, porque además hoy la literatura está viviendo un tiempo especialmente mestizo en el que predomina la confusión de géneros: este mismo libro que estoy escribiendo es un ejemplo de ello. Pero para poder romper los moldes hay que conocerlos previamente, de la misma manera que, para poder hacer cubismo, antes había que saber pintar de modo convencional (Picasso dixit).
Y así, hay que tener muy claro que el periodismo y la narrativa son géneros muy distintos e incluso antitéticos. Por ejemplo, en periodismo la claridad es un valor: cuanto menos confusa y menos equívoca sea una pieza periodística, mejor será. Y en novela, en cambio, lo que vale es la ambigüedad. Quizá podríamos decir, para resumir la diferencia fundamental, que en periodismo hablas de lo que sabes y en narrativa de lo que no sabes que sabes. Personalmente, en fin, yo me siento sobre todo novelista. Empecé escribiendo ficciones, unos cuentos horrorosos de ratitas que hablaban, a los cinco años de edad; y, si me hice periodista, fue por tener una profesión que no se alejara demasiado de mi pasión de narradora. Puedo imaginarme fácilmente sin ser periodista, pero no me concibo sin las novelas. Si se me acabara ese tumulto de ensueños narrativos, ¿cómo me las iba a arreglar para seguir levantándome de la cama todos los días?
Catorce
A los dieciocho años de edad, viviendo todavía en casa de mis padres, una noche conocí la oscuridad. Fue después de cenar; yo estaba todavía sentada a la mesa, que ya había sido despejada; sola en el cuarto, contemplaba aburridamente la televisión. Y entonces, sin ningún aviso previo, sucedió. La realidad se alejó de mí, o más bien yo me salí de la realidad. Empecé a ver la habitación como algo ajeno a mí, físicamente distante, inalcanzable, como si estuviera contemplando el mundo con un catalejo (eso, luego me enteré, se llama el efecto túnel). De repente yo estaba fuera de las cosas, me había caído de la vida. Inmediatamente sentí, como es natural, un terror pánico. Creo que jamás había experimentado tanto miedo en mi vida. Me castañeteaban los dientes y las rodillas me temblaban de tal modo que apenas si podía ponerme en pie. No entendía nada, no sabía qué me pasaba, sólo podía pensar que estaba loca y eso acrecentaba mi horror. Y además era incapaz de explicar lo que me sucedía: cómo, diciendo qué, a quién, si los demás se habían quedado todos lejos, muy lejos, al otro lado del túnel de mi mirada. Era una situación que rompía todas las convenciones expresivas, una pesadilla diurna e inefable. Yo, que siempre había vivido en un nido de palabras, me había quedado atrapada en el silencio.
La sensación aguda de ajenidad se pasó en unos minutos, pero dejó el mundo cubierto por un fino velo de irrealidad, como si la esencia de las cosas se hubiera debilitado; y yo me quedé asustadísima, muerta de miedo de que el miedo volviera. Volvió, por supuesto: en los meses siguientes tuve algunas crisis más, sola en mitad de la calle, o en una clase de la universidad, o mientras estaba con amigos… Dejé de ir al cine y a sitios públicos grandes y ruidosos, porque fomentaban la sensación de extrañamiento. Y seguía sin poder hablarlo con nadie. En mi época y mi clase social, ni se me ocurrió ir a un psicólogo, y por supuesto no tomé ningún medicamento. Mi madre, que me veía fatal, me recomendó que dejara de tomar café, cosa que hice. Fue un consejo sensato, después de todo, aunque no sirviera de gran cosa. Poco a poco, con el tiempo, regresé a la normalidad. Entretanto había decidido estudiar la especialidad de Psicología en la universidad, para intentar entender lo que me había sucedido. Esto es algo muy habitual: yo diría que la inmensa mayoría de los psiquiatras y psicólogos que hay en el mundo son individuos que han tenido problemas mentales. Lo cual no me parece necesariamente negativo, porque esa experiencia puede darles una mayor sensibilidad para su trabajo. Lo malo es que muchos de ellos se hacen psiquiatras o psicólogos no para desentrañar qué les sucede, sino para amurallarse contra sus miedos, en el pueril convencimiento de que, al ser los sanadores, no pueden ser al mismo tiempo los enfermos.
De modo que estudié Psicología y, en efecto, llegué a entender lo que me había pasado. Había tenido un ataque de angustia, el desorden psíquico más habitual; ahora lo suelen llamar eufemísticamente estrés y es una verdadera vulgaridad por lo mucho que abunda. Saber que era algo muy común me ayudó mucho; volví a tener una época de crisis en torno a los veintidós años y otra más, la última, en torno a los treinta, pero ambas fueron bastante menos agudas que la primera. Terminé perdiendo el miedo al miedo y aceptando que la vida posee un porcentaje de negrura con el que hay que aprender a convivir. Hoy he llegado a considerar aquellas crisis como un verdadero privilegio, porque fueron una especie de excursión extramuros, un pequeño viaje de turismo por el lado salvaje de la conciencia. Mis angustias me permitieron atisbar la oscuridad; y sólo si has estado ahí, aunque sea tan superficial y brevemente como yo lo estuve, puedes entender lo que supone vivir en el otro lado. En ese lugar aterrador al que no llegan los otros, exiliado de la realidad común, encerrado en el silencio y en ti mismo. Mis angustias, en fin, me hicieron más sabia.
Los llamados locos son aquellos individuos que residen de modo permanente en el lado sombrío: no consiguen insertarse en la realidad y carecen de palabras para expresarse, o bien sus palabras interiores no coinciden con el discurso colectivo, como si hablaran un lenguaje alienígena que ni siquiera puede traducirse. La esencia de la locura es la soledad. Una soledad psíquica absoluta que produce un sufrimiento insoportable. Una soledad tan superlativa que no cabe dentro de la palabra soledad y que no puede ser imaginada si no se ha conocido. Es como estar en el interior de una tumba enterrado vivo. «Cuando, según se cuenta, el zar Pedro I pronunciaba contra algún enemigo de su poderosa nobleza la sentencia: Yo te hago loco, el poder de la palabra y la palabra del poder, en este caso, acababan convirtiéndole en tal, pues, al tratarle todos los demás como demente, el desgraciado vivía la realidad de la sinrazón y perdía toda cordura», explicó Carmen Iglesias en el ya mencionado discurso de ingreso en la Academia. Y es un ejemplo perfecto. La locura es vivir en el vacío de los demás, en un orden que nadie comparte.
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