Rosa Montero - La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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Recordemos que las mujeres vivíamos en un vertiginoso abismo de desigualdad hasta hace muy poco. No se nos dejó ni siquiera estudiar en la universidad hasta bien entrado el siglo XX; no se nos ha dejado votar hasta hace unos setenta años (en Francia, en 1944, por ejemplo); durante muchísimo tiempo, en fin, no podíamos trabajar, ni viajar solas, ni tener autonomía legal. Venimos del infierno, de un horror muy cercano que parece habérsenos olvidado; y estoy hablando tan sólo del mundo occidental, que es el que ha evolucionado; en las dos terceras partes del planeta, la mujer sigue siendo un ser carente de derechos.

Con semejante panorama es natural que hubiera muy pocas escritoras. Ya se sabe que, según las modernas teorías, es bastante probable que muchas de las obras anónimas sean el producto literario de una mujer, que no podía dar a conocer su autoría; por otra parte, un buen número de escritoras se ampararon en seudónimos masculinos para poder trabajar y publicar. Como George Eliot, o George Sand, o nuestra Fernán Caballero, o la misma Isak Dinesen; o usaron el nombre de sus maridos, convirtiéndose así en sus sufridas negras literarias, como en el caso de los primeros libros de Colette, firmados por Willy, o toda la obra de nuestra María Lejárraga, publicada bajo el nombre de Martínez Sierra, el inútil cónyuge, que se hizo pasar durante todo el siglo XX (la superchería se ha descubierto hace muy poco) por un autor teatral de gran éxito. Siendo como eran excepcionales en su entorno, la mayoría de ellas intentaban escribir como hombrecitos. En sus obras medio periodísticas, George Sand, por ejemplo, llegaba a hablar de sí misma como si fuera varón, en una especie de travestismo narrativo, porque no había modelos expresivos femeninos que pudiera utilizar. Si se hubiera puesto a sí misma como mujer, el texto hubiera resultado demasiado chirriante, demasiado chocante para los lectores, se hubiera salido de la convención narrativa del momento. Esto es importante: durante muchos años, al no tener modelos literarios, culturales y artísticos femeninos, la mujer creadora tendió a mimetizar la mirada masculina.

Esa mirada, por otra parte, es también la nuestra en gran medida. Es evidente que mujeres y hombres de una misma época y una misma cultura compartimos infinidad de cosas, que tenemos mitos y fantasmas comunes. Sin embargo, las mujeres poseemos un pequeño núcleo de vivencias específicas por el hecho de ser mujeres, de la misma manera que los hombres poseen su rincón especial. Por ejemplo: los varones se han pasado milenios construyendo literariamente unos modelos de mujer que en realidad no se corresponden con cómo somos nosotras, sino con cómo nos ven ellos, a través de las diversas fantasías de su subconsciente: la mujer como peligro (la vampiresa que chupa la energía y la vida del hombre), la mujer tierra-maga-madre, la mujer niña-guapa-tonta estilo Marilyn… No hay nada que objetar a todo esto, porque esos prototipos existen de verdad dentro de la cabeza de los hombres y sacarlos a la luz enriquece la descripción del mundo y el entendimiento de lo que todos somos.

Pues bien, ahora a las mujeres nos toca hacer lo propio. Entre todas estamos también sacando al exterior nuestras imágenes míticas de los hombres. Ellos nos ven así, pero nosotras, ¿cómo les vemos en nuestro subconsciente? ¿Y qué forma artística se les puede dar a esos sentimientos? Y éste no es el único tema específicamente femenino. Citaré otro asunto que está emergiendo ahora de las profundidades de la mente de las mujeres: ¿cómo nos sentimos de verdad, en lo más hondo, frente a la maternidad y la no maternidad? ¿Qué mitos, qué sueños y qué miedos se ocultan ahí, y cómo podemos expresarlos? Sólo un ejemplo más: la menstruación. Resulta que las mujeres sangramos de modo aparatoso y a veces con dolor todos los meses, y resulta que esa función corporal, tan espectacular y vociferante, está directamente relacionada con la vida y con la muerte, con el paso del tiempo, con el misterio más impenetrable de la existencia. Pero esa realidad cotidiana, tan cargada de ingredientes simbólicos (por eso los pueblos llamados primitivos suelen rodear la menstruación de complejísimos ritos), es sin embargo silenciada y olímpicamente ignorada en nuestra cultura. Si los hombres tuvieran el mes, la literatura universal estaría llena de metáforas de la sangre. Pues bien, son esas metáforas las que las escritoras tenemos que crear y poner en circulación en el torrente general de la literatura. Ahora que, por primera vez en la historia, puede haber tantas escritoras como escritores; ahora que ya no somos excepciones, ahora que nuestra participación en la vida literaria se ha normalizado, disponemos de una total libertad creativa para nombrar el mundo. Y hay unas pequeñas zonas de la realidad que sólo nosotras podemos nombrar.

Y lo estamos haciendo. Es un proceso natural, acumulativo, automático. Todos los escritores intentamos definir, describir, ordenar con palabras nuestro espacio; y a medida que el entorno en el que vives cambia, el relato difiere. Por ejemplo, para poder construir por primera vez un arquetipo cultural de lo que es la vida en alta mar, de lo que es perderse en el océano y luchar contra la enormidad y las inclemencias, tienes que haberlo conocido. Melville fue marinero; se enroló en un par de barcos balleneros, uno de ellos tan atroz que desertó. Por eso supo contarlo. Por eso pudo inventarse a Moby Dick. Ahora bien: cuando generaciones y generaciones de escritores han conseguido dar forma pública y literaria a un tema, cuando lo han logrado convertir en un mito expresivo, esa realidad ya pasa a ser material común de todos los humanos. Porque leer es una forma de vivir. Quiero decir que yo, que detesto embarcarme, que nunca he estado en alta mar y me mareo incluso en el vaporetto de Venecia, podría sin embargo escribir una narración que incluyera ingredientes marinos, porque conozco lo que es eso gracias a mis lecturas; y no hablo de la jerga técnica, de saber qué es un obenque o dónde está la jarcia mayor, sino de lo profundo, del sentimiento que lo oceánico despierta en el corazón de los humanos. De la misma manera, a medida que las mujeres novelistas vayamos completando esa descripción de un mundo que antes sólo existía en nuestro interior, lo iremos convirtiendo en patrimonio de todos; y los varones también podrán utilizar las metáforas sangrientas como si fueran suyas, o intentarán adaptarse a nuestros modelos de hombre, como muchas mujeres intentan parecerse a los modelos de mujer que ellos han inventado. Así de poderosa es la imaginación.

En cuanto a la otra pregunta repetitiva y tediosa, «¿qué prefieres ser, periodista o escritora?», debo decir que, de entrada, está mal planteada. Hay muchos tipos de periodismo: de dirección y de edición, de televisión, de radio… Y ésos son trabajos muy distintos a lo que yo hago. El periodismo al que me dedico, que es el escrito, de plumilla, de articulista y reportera, es un género literario como cualquier otro, equiparable a la poesía, a la ficción, al drama, al ensayo. Y puede alcanzar cotas de excelencia literaria tan altas como un libro de poemas o una novela, como lo demuestra A sangre fría, de Truman Capote, esa obra monumental que en realidad no es ni más ni menos que un reportaje. Por otra parte, es muy raro el escritor que cultiva un solo género; lo habitual es que se sea, por ejemplo, poeta y ensayista, narrador y dramaturgo… Yo me considero una escritora que cultiva la ficción, el ensayo y el periodismo. No sé por qué parece sorprender a la gente que compagines periodismo y narrativa, cuando es algo de lo más común. Si repasamos la lista de los escritores de los dos últimos siglos, por lo menos la mitad, y probablemente más, han sido periodistas. Y no me refiero ya a Hemingway y García Márquez, que son los nombres tópicos que siempre se citan, sino a Balzac, George Eliot, Oscar Wilde, Dostoievski, Graham Greene, Dumas, Rudyard Kipling, Clarín, Mark Twain, Italo Calvino, Goethe, Naipaul y muchísimos más, tantos que no acabaríamos nunca de nombrarlos.

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