Rosa Montero - La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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Muchos pueblos desaparecieron para siempre, los campos cultivados fueron devorados por la maleza, los rebaños murieron de abandono, los caminos se llenaron de asesinos y bandoleros, hubo hambrunas y caos. Y sobre todo hubo una indecible tristeza, el duelo descomunal por lo perdido. Agniola di Tura, un cronista de Siena, ciudad en la que falleció más de la mitad de la población, escribió: «Enterré con mis propias manos a cinco hijos en una sola tumba… No hubo campanas. Ni lágrimas. Esto es el fin del mundo». En aquel tiempo crepuscular y aterrador vivió también John Clyn, un fraile menor que residía en Kilkenny, Irlanda. Clyn vio morir uno tras otro, entre crueles sufrimientos, a todos sus hermanos de congregación. Entonces, en su soledad de momentáneo superviviente, escribió con meticulosidad todo lo sucedido, «para que las cosas memorables no se desvanezcan en el recuerdo de los que vendrán tras nosotros». Y al final de su trabajo dejó espacio en blanco y añadió: «Dejo pergamino con el fin de que esta obra se continúe, si por ventura alguien sobrevive y alguno de la estirpe de Adán burla la pestilencia y prosigue la tarea que he iniciado». Clyn también cayó abatido por la enfermedad, como una mano anónima se encargó de anotar en los márgenes del manuscrito; pero la estirpe de Adán sobrevivió y hoy conocemos lo que fue la Gran Peste, entre otras cosas, gracias al minucioso trabajo de John Clyn. Eso es la escritura: el esfuerzo de trascender la individualidad y la miseria humana, el ansia de unirnos con los demás en un todo, el afán de sobreponernos a la oscuridad, al dolor, al caos y a la muerte. En lo más profundo de las tinieblas, Clyn mantuvo una pequeña chispa de esperanza y por eso se puso a escribir. Nada se pudo hacer para detener la peste; sin embargo, a su humilde manera, ese fraile irlandés consiguió vencerla con sus palabras.

Pero el ejemplo más conmovedor y emocionante que conozco de esta lucha de las palabras contra el horror es la historia de Victor Klemperer, el célebre lingüista alemán, nacido en 1881. Estaba especializado en lenguas románicas y tenía una cátedra en la Universidad de Dresde cuando Hitler llegó al poder. Klemperer, que era judío, fue expulsado de la universidad en 1933, y a partir de entonces empezó a vivir una espantosa agonía bajo el terror nazi. El profesor Klemperer estaba casado con una mujer aria, Eva, que tuvo el inmenso coraje de no repudiarle, como hicieron, quebrantados por el maltrato y las amenazas, la inmensa mayoría de los cónyuges arios casados con hebreos. Eso, la germanidad de la mujer, hizo que los Klemperer no fueran llevados en los primeros momentos a los campos de exterminio. Fueron trasladados a las «casas de judíos», carecían de cartillas de racionamiento, se les obligó a trabajar en horarios aniquiladores en las fábricas esenciales para el régimen, les escupían, pegaban y humillaban, se morían de hambre, pero a pesar de todo sobrevivían, mientras veían cómo, a su alrededor, iban desapareciendo todos los hebreos. Luego, en las postrimerías del régimen, en el último año de la Segunda Guerra, las cosas estaban ya tan mal para los nazis que empezaron a gasear a todos los judíos que quedaban, tuvieran o no familia aria; pero en ese momento fatal los aliados bombardearon Dresde y destrozaron por completo la ciudad. Los Klemperer, que escaparon milagrosamente vivos de entre los escombros de la urbe deshecha, se arrancaron la estrella de David de sus ropas y se hicieron pasar por refugiados de Dresde que lo habían perdido todo, incluso los papeles, con las bombas. Huyeron al campo, como otros supervivientes, y vagaron épica y clandestinamente por el país durante meses, sin dinero, sin posesión alguna, ya bastante mayores (en 1945, Klemperer tenía sesenta y cuatro años), depauperados y debilitados tras tantos años de infierno, hasta que al fin Alemania se rindió y acabó la guerra.

Dos años más tarde, Klemperer publicó un libro maravilloso titulado LTI, La lengua del Tercer Reich (en España está editado por Minúscula), que, por un lado, es una reflexión lingüística sobre cómo el totalitarismo de Hitler deformó el lenguaje y, por otro, es una especie de diario autobiográfico de los años pasados bajo el nazismo. Y es una obra que deslumbra, que golpea la cabeza y el corazón, como si Klemperer hubiera sido capaz de rozar esa zona de cegadora luz de la sabiduría total, de la belleza absoluta, del entendimiento. Porque, sin el entendimiento de nosotros mismos y de los demás, sin esa empatía que nos une a los otros, no puede existir ninguna sabiduría, ninguna belleza.

Para mí la hambruna de conocimientos tiene mucho que ver con el amor a la vida y a los seres vivos; y Klemperer quería saber, quería intentar explicarse lo inexplicable. Aunque su libro está publicado en una fecha tan temprana como 1947, el texto maravilla por su falta de violencia vengativa, por su compasión y su generosidad, por su dolorido amor por lo humano, pese a todo. Y en ese todo están incluidos sufrimientos indecibles que Klemperer va dejando caer sin alharacas, sin victimismos, en un sobrio, depurado relato sobre la escalada de represión contra los judíos. Les echaron de los trabajos; les impidieron conducir, adquirir ropa nueva, escuchar la radio y comprar o pedir prestado cualquier tipo de libro o de periódico… Incluso se llegó a prohibir que los judíos tuvieran animales domésticos, con el argumento de que los contagiaban de impureza; de modo que un buen día requisaron todos sus perros, sus gatos, sus peces y sus pajaritos y los mataron. Estas cosas sucedieron aun antes de empezar la Segunda Guerra.

No sé bien por qué me espantan de tal modo estas medidas, cuando conozco de sobra que los nazis acabaron con seis millones de hebreos y convirtieron a los niños en pastillas de jabón. Pero es en estos detalles en donde puede entreverse la extrema perversidad del régimen, el corazón más negro de la maldad. Pues la prohibición de adquirir libros y diarios, ¿no es particularmente brutal? ¿No afecta a nuestra capacidad de pensamiento, a nuestros sueños, a la libertad interior, ese último fortín de lo digno y de lo humano? Y la matanza de mascotas, una nadería dentro de la matanza general, ¿no es una tortura de un refinamiento enloquecedor por lo que tiene de absolutamente gratuito? Incluso Klemperer, siempre tan contenido en su expresión, habla de la especial crueldad de esta medida (él perdió a su gato). Los verdugos sabían lo que hacían; no sólo querían exterminar físicamente a los judíos, antes pretendían robarles el alma. De ahí las humillaciones constantes, los escupitajos, los golpes que tuvieron que soportar Klemperer y su mujer durante años. Para asesinar en masa, primero hace falta despojar en masa a las víctimas de su condición humana, como quien le quita la piel a una naranja.

Por eso me aterrorizan especialmente esas delirantes orgías de deshumanización a las que se entregan los regímenes totalitarios. En el espléndido libro autobiográfico Cisnes salvajes, de Jung Cheng, que refleja la vida de tres generaciones de mujeres chinas desde la época imperial hasta Mao, Cheng habla de ejecuciones, apaleamientos y torturas; pero lo que más me impresionó es un pasaje en el que cuenta que, cuando su madre fue detenida como sospechosa antirrevolucionaria, en los duros interrogatorios, que duraron meses, jamás pudo estar sola ni un segundo.

Sus carceleras llegaban a dormir en la misma cama con ella, de manera que la víctima ni siquiera podía permitirse llorar de madrugada, porque esa debilidad hubiera sido considerada burguesa y una prueba inequívoca de su culpa. Me imagino que, para no llorar, la madre de Cheng tendría que intentar no pensar. Entumecerse por dentro. Eso es lo que perseguían los maoístas: asfixiar incluso esa pequeña libertad, el minúsculo latido de un pensamiento propio sepultado en el interior de la cabeza.

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