Rosa Montero - La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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– Ya se le pasará y entonces se lo contaremos. Ahora también está cabreado conmigo por haberle dicho que eras de fiar -me contó Pilar con su temple habitual en una nueva llamada, tras explicarme el fracaso de su gestión.

Pero no se le pasó, porque la cosa fue cada día a peor. El lunes, el vespertino Pueblo salió con un reportaje de dos páginas y una llamada en primera contando que, tras su tormentoso divorcio con la diva de Hollywood, el famoso actor M. había intentado suicidarse en un hotel madrileño y se encontraba gravísimo. Era pleno verano, los medios de comunicación atravesaban una tediosa sequía de noticias y se lanzaron sobre el bulo con fruición. Los lectores que tengan suficiente edad quizá recuerden aquel mísero escándalo estival, aquella breve vorágine de sórdidos cotilleos, y puedan identificar quién era, quién es, M. La historia se reprodujo en la prensa internacional e incluso vinieron a Madrid algunos reporteros extranjeros. La productora dio un comunicado oficial en el que se explicaba que el actor había sufrido una lipotimia y se había herido levemente en una ceja, pero, como M. no apareció por el rodaje durante una semana (el tiempo que tardó en curarse), y como además se negó en redondo a recibir a ningún periodista, durante su ausencia los paparazzi se lo pasaron en grande inventando patrañas. Se dijo que había muerto; que estaba perfectamente pero que había abandonado el rodaje para volar a Los Ángeles y darle una paliza a su ex esposa; que no quería darle una paliza sino, por el contrario, rogarle de rodillas que volviera con él; que era un drogadicto y habían tenido que internarle en una clínica; que le había dado una depresión y habían tenido que internarle en una clínica; que era un alcohólico y se había destrozado la cara al caerse en mitad de una borrachera; que la productora española le iba a demandar por daños y perjuicios porque la película no se podría terminar… Ni que decir tiene que todo esto no ayudó a que nuestras inexistentes relaciones mejoraran. Al cabo de siete días, M. volvió al rodaje y el escándalo se desvaneció a la misma velocidad a la que se había montado. Pero él jamás me perdonó. No quiso saber nada más de mí.

Yo estaba en el infierno.

Si hay algo verdaderamente insoportable para una persona que tiende a la disociación es que otra persona se haga pasar por ella, o que le acusen de haber hecho algo que no ha hecho. A mí me han ocurrido las dos cosas y las dos producen una inmensa zozobra. Pero, además, con M. la angustia se había multiplicado hasta el paroxismo porque, de súbito, como siempre suceden estas desgracias, me había descubierto fatalmente enamorada de él. Aunque tal vez fuera al revés, tal vez el enamoramiento se hubiera multiplicado hasta el paroxismo por el acicate de la angustia: ya se sabe que la pasión engorda con la imposibilidad y con el equívoco. Más aún, la pasión es puro equívoco. Ya lo decía Platón: «Amar es dar lo que no se tiene a quien no es». O sea, un lastimoso lío de identidades confusas, un perpetuo error de apreciación. Y así, M. se equivocaba al creer que yo me había portado como una sinvergüenza y yo me equivocaba al pensar que M. era el hombre de mis sueños. Un ser maravilloso al que yo había perdido para siempre por la mala suerte, por mi nerviosismo y por mi torpeza.

Intenté por todos los medios explicarle mi versión o que alguien se la explicara, pero ni mis cartas (traducidas al inglés por un profesional) ni mis intermediarios lograron llegar a él. Durante varias semanas me abrasé de desesperación por el malentendido. No podía soportar la idea de que Él, precisamente Él, El Hombre De Mi Vida, pensara de mí, por un simple error, las cosas más horrendas. No me aguantaba a mí misma. Me quería morir. De hecho, enfermé: me pasé no sé cuántos días vomitando. Luego, cuando el rodaje se acabó y M. se marchó de España, tuve que resignarme a lo inevitable de la catástrofe; a partir de entonces, la desesperación por el equívoco dio paso a una desesperada pena pura. El dolor del desamor me golpeó como la ola gigante de un maremoto. Me perseguía su recuerdo. Me abrumaban sus ojos, tan verdes, tan punzantes; y rememoraba una y otra vez todos los (pocos) besos que nos habíamos dado, cada una de las caricias y de los roces. Todo ese esplendor, ese cuerpo duro y cálido, esa piel turbadora, ese embriagador olor a hombre, todo ese banquete de la carne había estado a mi alcance, en la punta de mi corazón y de mis dedos; mi deseo rugía, la frustración me ahogaba. Como aún era muy joven, estaba convencida de que nunca jamás encontraría a ningún hombre que me gustara tanto. Los demás varones de la Tierra desaparecieron para mis ojos: tres mil millones de seres que se borraron de golpe. Era un sufrimiento tan obsesivo que, por las mañanas, cuando me despertaba, el primer pensamiento que me asaltaba era la imagen de M. y la desolada certidumbre de haberlo perdido. Dolía tanto que tuve que esforzarme en no pensar en él. Ni veía sus películas ni hablaba de M. con nadie. Sobrellevaba mi pena como si estuviera atravesando un campo minado: cuando pensaba en otra cosa, la vida proseguía con normalidad, casi feliz. Pero de cuando en cuando algo me recordaba a M., esto es, pisaba sin querer una de las minas: y el estallido me dejaba con las tripas fuera durante cierto tiempo.

Pero la vida es tan tenaz que, pasados unos meses, incluso esa pena inagotable se agotó. Los tres mil millones de varones terrícolas volvieron a materializarse sobre el planeta y me enamoré y desenamoré de algunos de ellos unas cuantas veces. Durante varios años, el recuerdo de M. me siguió produciendo una especie de desagradable pellizco en la memoria. Luego llegó un momento en el que no volví a pensar más en él; y, si por casualidad su nombre o su imagen caían ante mis ojos (en una vieja película, en una noticia), la estrambótica historia de aquel encuentro me parecía un sainete, algo que me habían contado, no algo que de verdad me hubiera ocurrido.

Hace cuatro o cinco años tuve que viajar a una ciudad europea a presentar una de mis novelas, cuya traducción acababa de ser publicada en ese país. En el acto, me dijeron, intervendría mi editor y un conocido crítico literario; luego hablaría yo y, como cierre, una actriz leería algunos fragmentos de la traducción. Para mi sorpresa, cuando llegué al local en donde se iba a celebrar el evento me encontré con M.; de hecho, casi me di de bruces con él en la puerta. No me reconoció y yo estuve a punto de no reconocerle. Habían pasado dos décadas largas desde los sucesos de Madrid y fueron unos tiempos bastante duros para M. Su carrera había ido declinando de modo imparable, de una mala película a otra peor, hasta desaparecer por completo de las pantallas. Por lo visto había tenido graves problemas de depresión, de drogas y de alcohol: es decir, se había convertido en todo lo que los reporteros sensacionalistas inventaron para él en aquel verano venenoso. Todas esas ruinas interiores, más la saña del tiempo, habían destrozado su formidable físico. Estaba medio calvo, con la piel cenicienta y blandamente descolgada sobre los pómulos y un triste pellejillo a modo de papada. Se le veía enclenque; había perdido esos mullidos músculos que antes le hacían parecer atlético y una pequeña barriga, redonda y vergonzante, asomaba por encima del cinturón. Un cinturón, por cierto, todo despellejado, porque sus ropas estaban viejas y descuidadas. Su horrible chaqueta de pata de gallo, totalmente fuera de moda, lucía algún lamparón arcaico y reseco en la solapa. Parecía un anciano y, sin embargo, sólo me lleva nueve años. Lo que quiere decir que, en aquellos momentos, apenas si debía de tener cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco. Me lo presentaron brevemente y M., con expresión ausente, paseó por mi cara unos ojos que parecían incapaces de fijar la mirada, unos ojos desenfocados, enrojecidos, lacrimosos, la tumba de aquellos extraordinarios ojos verdes perdidos para siempre en el pasado.

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