Rosa Montero - La loca de la casa
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Hay otro cuento-emblema, otro cuento-metáfora que me gusta muchísimo sobre la capacidad salvadora de la imaginación; me lo recomendó leer Clara Sánchez, cosa que aún le agradezco. Trata de la pintura y no de la narrativa, pero en el fondo es lo mismo. Es un relato de Marguerite Yourcenar titulado «Cómo se salvó Wang-Fô» y está inspirado en una antigua leyenda china. El pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han. El viejo maestro era un artista excepcional; había enseñado a Ling a ver la auténtica realidad, la belleza del mundo. Porque todo arte es la búsqueda de esa belleza capaz de agrandar la condición humana.
Un día Wang y Ling llegaron a la ciudad imperial y fueron detenidos por los guardias, que les condujeron ante el emperador. El Hijo del Cielo era joven y bello, pero estaba lleno de una cólera fría. Explicó a Wang-Fô que había pasado su infancia encerrado dentro del palacio y que, durante diez años, sólo había conocido la realidad exterior a través de los cuadros del pintor. «A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo; subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos (…) Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el emperador. El único imperio donde vale la pena reinar es aquel en donde tú penetras».
Por este desengaño, por este amargo descubrimiento de un universo que, sin la ayuda del arte y la belleza, resulta caótico e insensato, el emperador decidió sacar los ojos y cortar las manos de Wang-Fô. Al escuchar la condena, el fiel Ling intentó defender a su maestro, pero fue interceptado por los guardias y degollado al instante. En cuanto a Wang-Fô, el Hijo del Cielo le ordenó que, antes de ser cegado y mutilado, terminase un cuadro inacabado suyo que había en palacio. Trajeron la pintura al salón del trono: era un bello paisaje de la época de juventud del artista.
El anciano maestro tomó los pinceles y empezó a retocar el lago que aparecía en primer término. Y muy pronto comenzó a humedecerse el pavimento de jade del salón. Ahora el maestro dibujaba una barca, y a lo lejos se escuchó un batir de remos. En la barca venía Ling, perfectamente vivo y con su cabeza bien pegada al cuello. La estancia del trono se había llenado de agua: «Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del emperador flotaba como un loto». Ling llegó al borde de la pintura; dejó los remos, saludó a su maestro y le ayudó a subir a la embarcación. Y ambos se alejaron dulcemente, desapareciendo para siempre «en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar».
Sólo una historia más, otra leyenda bellísima. La cuenta Italo Calvino en su libro de ensayos literarios Seis propuestas para el próximo mile nio. Calvino la sacó de un cuaderno de apuntes del escritor romántico francés Barbey d'Aurevilly, quien a su vez la sacó de un libro sobre la magia; la cultura es siempre así, capa tras capa de citas sobre citas, de ideas que provocan otras ideas, chisporroteantes carambolas de palabras a través del tiempo y del espacio. El cuento dice lo siguiente: el emperador Carlomagno, siendo ya muy anciano, se enamoró de una muchacha alemana y empezó a chochear de manera penosa. Estaba tan arrebatado de pasión por la joven que descuidaba los asuntos de Estado y se ponía en ridículo, con el consiguiente escándalo en la corte. De pronto, la muchacha falleció, cosa que llenó de alivio a los nobles. Pero la situación no hizo sino empeorar: Carlomagno ordenó que embalsamaran el cadáver y que lo llevaran a su aposento, y no se separaba de su muerta ni un instante. El arzobispo Turpín, espantado ante el macabro espectáculo, sospechó que la obsesión de su señor tenía un origen mágico y examinó el cuerpo de la chica; debajo de la helada lengua encontró, en efecto, un anillo con una piedra preciosa. El arzobispo sacó la joya del cadáver y, en cuanto que lo hizo, Carlomagno ordenó enterrar a la muchacha y perdió todo interés en ella; en cambio, experimentó una fulminante pasión por el arzobispo, que era quien ahora poseía el anillo. Entonces el atribulado y acosado Turpín decidió arrojar la sortija encantada al lago Constanza. Y el emperador se enamoró del lago y pasó el resto de su vida junto a la orilla.
Calvino cuenta esta leyenda como ejemplo de una historia bien narrada, breve, sustancial y directa. Pero a mí lo que de verdad me gusta del relato es que es un símbolo perfecto de la necesidad de trascendencia de los humanos, de esa ansia por salirnos de nosotros y fundirnos con lo absoluto: un afán imposible pero espléndido que basta para justificar una vida. Incluso la gran vida de un gran emperador. Nuestra imaginación, ese talismán secreto que se oculta, qué casualidad, bajo la lengua, inviste de belleza lo que toca. Soñamos, escribimos y creamos para eso, para intentar rozar la hermosura del mundo, que es tan inabarcable como el lago Constanza. Me imagino al anciano Carlomagno sentado en una ladera, junto a la orilla, envuelto en su viejo manto imperial para protegerse del húmedo aliento de las aguas y sumido en la melancólica contemplación de su lago-ballena. Así pasamos todos la vida, añorando aquello que es más grande que nosotros, el polvo de estrellas que un día fuimos.
Dieciséis
Por cierto que, si hablamos de mujeres, no podemos dejar de mencionar a las esposas de los escritores, una añeja institución literaria que afortunadamente está en franco proceso de extinción; y digo afortunadamente no porque tenga nada en contra de dichas esposas, sino porque su existencia es la consecuencia de un mundo machista y arbitrario en el que las mujeres, en vez de ser algo por sí mismas, tienen que conformarse con ser una especie de apéndice de sus parejas. O lo que es lo mismo: en vez de vivir para su propio deseo, viven para el deseo de los demás. En Occidente, ese esquema sexista está evolucionando a gran velocidad, y hoy hay muchas más mujeres escritoras que mujeres de escritores, un cambio radical que, curiosamente, no ha dado origen al espécimen esposo de escritora. Los cónyuges de las autoras, salvo raras excepciones que probablemente pertenezcan más al reino de lo fabuloso, van a su mera bola y pasan bastante de colaborar en el empeño creativo de sus mujeres (cuando no compiten directamente contra ellas por el tiempo que invierten en el tonto hobby literario). Una actitud que, después de todo, tal vez no esté tan mal y contribuya al equilibrio de la pareja, pero que a veces resulta un poco desoladora y fatigosa. Quiero decir que en más de una ocasión me hubiera gustado tener una esposa.
Por otra parte, no todas las mujeres que están emparejadas con un literato pertenecen, ni mucho menos, a esta antigua categoría. La esposa del escritor es aquella señora usualmente capaz y bien dotada que ha decidido empeñar toda su inquietud artística y su ambición (que suelen ser muy grandes) en el enaltecimiento de su marido. Su propia gloria, como la de un satélite, dependerá del reflejo de la luz del varón, y por consiguiente se afanan en poner al marido incandescente. La esposa del escritor, en fin, es una criatura formidable capaz de desplegar múltiples talentos. Tan pronto pasa en limpio los textos de su marido (enrevesados, caóticos, ilegibles para todos menos para ella), antaño a mano, luego a máquina, ahora en ordenador, un trabajo siempre tedioso y abnegado, como negocia astuta y férreamente los intereses de su hombre con editores, agentes o banqueros. Se ocupa de las finanzas literarias, de reclamar pagos, renovar contratos, ordenar las ediciones, vigilar las traducciones, organiza los viajes, acompaña al marido en sus desplazamientos haciendo las veces de un manager on road. Se encarga de las relaciones públicas, atiende a la prensa, maneja a los académicos que proponen conferencias y a los estudiantes que pretenden escribir tesis. Envía fotos, libros dedicados, currículos, cartas, textos para la solapa de los libros, faxes, e-mails, contesta al teléfono, bloquea y regula el acceso al escritor, rodeándole de una burbuja protectora, para que el Gran Hombre pueda dedicar todo su tiempo y su energía a crear la Gran Obra. Además, lee una y otra vez todos los días, de manera ferviente e incansable, todas las versiones sucesivas de todos los textos del Gran Hombre, comentándolos convenientemente, ofreciendo su apoyo, su admiración, su entusiasmo, en ocasiones incluso algún buen consejo literario. Y, por añadidura, se preocupa de todo lo demás, a saber, de la intendencia y el gobierno de la casa, de que el Gran Hombre coma bien y duerma bien y no sea molestado mientras escribe; de los niños, si los hubiere, y de las mascotas de los niños. Algunas incluso le compran la ropa a su marido. De sólo intentar enumerar sus tareas me siento extenuada.
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