Rosa Montero - La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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A mí me encantan ambos autores, pero si un día un efrit bondadoso me concediera el don del genio literario, escogería mil veces antes escribir como Conrad que como Tolstoi, probablemente porque me siento mucho más cerca de su manera de contemplar el mundo. Yo también soy una amnésica perdida; de lo que se deduce, supongo, que yo también estoy huyendo de mi infancia. Sea por esta razón, o porque simplemente tengo deterioradas las neuronas, lo cierto es que mi memoria es catastrófica, hasta el punto de que llego a asustarme de mis olvidos. Libros leídos, personas y situaciones que he conocido, películas vistas, datos que algún día aprendí, todo se confunde y se enreda por ahí dentro. De hecho, cuando transcurre cierto tiempo, pongamos veinte años, de algo que recuerdo, a veces me resulta difícil distinguir si lo he vivido, o lo he soñado, o lo he imaginado, o tal vez lo he escrito (lo cual indica, por otra parte, la fuerza de la fantasía: la vida imaginaria también es vida).

En Matar a Victor Hugo, el primer volumen de sus memorias, el periodista y poeta Iván Tubau cuenta que la muerte de Franco le pilló en el festival de cine de Benalmádena. El también periodista Juan Ignacio Francia aporreó la puerta de su habitación a las seis y media de la mañana; venía a comunicarle el fallecimiento del general y a reclamar la botella de champán que los amigos habían metido en la nevera de Tubau en previsión del acontecimiento. En el libro, Francia le dice al somnoliento Iván:

– Vamos a la playa a celebrarlo. Con Rosa Montero, que ya está lista. Y los dos sevillanos. Quedamos en recogerles en su apartamento, un poco más abajo en la ladera, ¿no? En tu dos caballos o en el Mehari de Rosa. Yo creo que cinco cabremos mejor en el Mehari.

Y Tubau continúa diciendo: «Nos fuimos a la playa los cinco en el Mehari de Rosa, nos fumamos unos porros, bebimos el champán, nos hicimos fotos con la cámara de uno de los sevillanos. Nunca volvimos a verlos. Ni vimos las fotos. Tal vez sea mejor así, pero a veces me pica la curiosidad. Creo que en una de las fotos Rosa y yo, o Ignacio y yo -en cualquiera de las hipótesis yo, mea culpa- levantamos el índice y el corazón haciendo la V de la victoria. Todavía me abochorno cada vez que lo pienso».

Estoy segura de que Iván Tubau está en lo cierto cuando cuenta todo esto (sin duda este hombre pertenece al género memorioso, qué tío), pero cuando lo leí me quedé horrorizada, porque yo no recordaba absolutamente nada. Sé que en el momento de la muerte de Franco yo estaba cubriendo el festival de Benalmádena para la revista Fotogramas; sé que el festival se interrumpió por duelo oficial un par de días; me acuerdo perfectamente de Juan Ignacio e Iván, dos tipos estupendos a los que por entonces veía bastante, y guardo incluso la vaga memoria de una feliz comida al sol con los amigos, en la terraza de algún chiringuito, devorando pescaditos fritos y disfrutando de una sensación de libertad y alivio, de emocionada y burbujeante expectativa. Pero de aquel viaje a la playa no queda el menor rastro en mi cabeza; no tengo ni idea de quiénes podían ser esos dos sevillanos ni era consciente de que me hubieran hecho fotos ese día. Y, sin embargo, y para mayor escalofrío, era una fecha única, una ocasión histórica. Estoy segura de que, mientras brindaba con champán junto al plácido mar, me decía a mí misma: «Esto no voy a olvidarlo jamás». Así se van perdiendo los días y la vida, en el despeñadero de la desmemoria. La muerte no sólo te espera al final del camino, sino que también te come por detrás.

En fin, como dice la famosa frase, «quienes se acuerdan de los años setenta es que no los han vivido». Creo que yo los viví bastante a fondo y quizá por eso los recuerdo tan mal. Aparte de esto, en ocasiones también recurro a una teoría personal probablemente peregrina pero consoladora: pienso que tal vez la imaginación compita contra la memoria para apoderarse del territorio cerebral. Puede que uno no tenga cabeza suficiente para ser al mismo tiempo memorioso y fantasioso. La loca de la casa, inquilina hacendosa, limpia los salones de recuerdos para estar más ancha.

Hace poco se me despertó un frenesí rememorativo. De pronto sentí la imperiosa necesidad de volver a ver la casa de mi infancia, ese piso modesto y alquilado en el que viví con mi familia desde los cinco años hasta los veintiuno, edad a la que me emancipé. Poco después, mis padres y Martina se mudaron. Otra gente llegó y vivió allí; yo no había vuelto a ver la casa en veinticinco años. Pero ahora necesitaba regresar; aunque el lugar estuviera muy cambiado, las paredes seguirían existiendo, así como el estrecho patio que yo contemplaba por la ventana de mi cuarto; y tal vez algún pedacito de mi antiguo yo flotara todavía por allí como el ectoplasma de un fantasma. De manera que escribí una carta dirigida a los «actuales inquilinos», porque lo ignoraba todo sobre los ocupantes; y explicaba que había vivido allí y que por favor me dejaran visitarles. Pocos días después recibí por e-mail la respuesta generosa y amable de los dueños del piso, José Ramón y Esperanza, y concerté una cita para acercarme a verles. Yo no sé qué esperaba encontrar: tal vez mi memoria perdida de redomada amnésica, tal vez mi ignorancia infantil o el oscuro silencio de la familia. Quedamos a mediodía; el portal estaba igual, incluso con las mismas cenefas pintadas en las paredes, pero el ascensor era nuevo: ya en mis tiempos era un cacharro viejo y a menudo roto. Subí en la pequeña caja del elevador, metálica y de color verde quirófano, y en efecto me sentí como si estuviera entrando en un hospital y me fueran a practicar alguna intervención menor: extirpar una reminiscencia, suturar un recuerdo. El piso, un séptimo y último, conservaba la estructura original, pero como es natural no tenía nada que ver con la casa de mi infancia. El suelo, antes de baldosas, era parquet; las viejas ventanas de madera habían sido sustituidas por marcos metálicos. El baño y la cocina eran bonitos y modernos, cuando en mi niñez habían sido tétricos y oscuros. Era una casa luminosa y feliz, la casa de otros, la vida de otros, el pasado de otros. José Ramón y Esperanza, una pareja de mi edad con dos hijas veinteañeras, fueron afectuosos, comprensivos, encantadores. Esperanza, con fina intuición, llegó a decir: «Deberíamos dejarla sola». Es verdad que yo les sentía como intrusos; esa casa era mía, porque era la casa de mi niñez. Daba igual que yo sólo hubiera vivido allí durante dieciséis años y ellos durante veinticinco; o que ellos la hubieran comprado y reformado, mientras que nosotros sólo la alquilamos. Cualquier consideración racional me parecía absurda: esa casa era MÍA. Y, al mismo tiempo, ¿qué le habían hecho estos advenedizos, dónde estaba mi viejo hogar, dónde estaba yo, qué nos había ocurrido? Intenté volver a meterme en mis antiguos ojos de niña para ver el mundo desde allí, pero no pude. El pasado no existe, por mucho que diga Marcel Proust. A punto ya de irme, después de haberme tomado unas cervezas con ellos y de haber charlado en esa sala ajena, Esperanza me dijo que, por debajo del parquet, se mantenían intactas las viejas baldosas. ¡El suelo original, con su cenefa geométrica bordeando las paredes! Ese dibujo había formado parte de muchos de mis juegos infantiles, había aparecido en una escena de mi novela Te trataré como a una reina y había sido el origen de otro libro, Temblor. Quedé impresionada e inmediatamente mi imaginación me escenificó una fantasía: yo regresando de noche de modo subrepticio y arrancando las tablas de madera hasta sacar a la luz lo único que quedaba de mi niñez: unas feas losetas de terrazo barato. Y esa ensoñación fue un verdadero alivio.

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