Rosa Montero - La loca de la casa
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Me imagino que, cuando estas mujeres escogen con estupendo olfato a escritores de mérito, para pegarse a ellos y empezar a regarles y podarles con el fin de que les crezcan bien hermosos, lo que tienen en mente es un proyecto mucho más romántico y rosado. Me imagino que lo que desea la típica esposa de escritor es convertirse en su musa y alumbrar desde dentro, como un faro, páginas sublimes que deberían redactarse pensando en ella. Sólo que luego la realidad, como sucede siempre, hace que la vida vaya por otro lado y, en vez de ser su musa, la esposa del escritor se convierte en su madre, su enfermera, su secretaria, su criada, su chófer, su ayudante, su agente, su relaciones públicas y quién sabe cuántas cosas más, todas ellas bastante pedestres y rutinarias, pero en realidad mucho más importantes.
Y es que no creo en la existencia de las musas. En primer lugar pienso que el bisbiseo de la creatividad, el susurro del daimon y de los brownies, siempre te lo ganas a base de esfuerzo (como decía Picasso, que la inspiración te pille trabajando); y además estoy convencida de que los musos y musas más efectivos no son los amados reales, sino las ilusiones pasionales. Es decir, la pura fabulación. Cuanto más lejana, más frustrada, más imposible, más irreal, más inventada sea la relación sentimental, más posibilidades tiene de servir de acicate literario. Lo imaginario aviva la imaginación, en fin, mientras que la realidad pura y dura, el ruido inmediato de la propia vida, es una pésima influencia literaria.
Diecisiete
La novela, ya se sabe, es un género fundamentalmente urbano. Las ciudades son verborreicas, están llenas de explicaciones, de instrucciones administrativas, de narraciones, mientras que en el campo impera el silencio; por eso me parece que el laconismo sustancial de la poesía está más relacionado con el medio rural, y de ahí que la lírica haya entrado en crisis en la sociedad occidental, cada vez más ciudadana.
La novela, al igual que la ciudad, posee un afán innato de orden y estructura. El urbanizador diseña cuadrículas de calles rectas, pone nombres y placas, dibuja planos y clava señales en las esquinas, esforzándose por controlar la realidad; y el narrador intenta atisbar el dibujo final del laberinto y ordenar el caos, dando a las historias una apariencia más o menos inteligible, con su comienzo y su final, con sus causas y sus consecuencias, aunque todos sepamos que en realidad la vida es incomprensible, absurda y ciega. Es cierto que la novela ha cambiado muchísimo: es un género vivo y por consiguiente en perpetua evolución. Hoy no tiene sentido escribir uno de esos formidables novelones del XIX: son demasiado firmes, demasiado convencionales para la sensibilidad actual. El siglo XX demolió la certidumbre de lo real; científicos y filósofos, desde Freud a Einstein, desde Heisenberg a Husserl, nos explicaron que no nos podíamos fiar de lo que veíamos o sentíamos y que ni siquiera eran seguros los pilares elementales de nuestra percepción, como el tiempo, el espacio o el propio yo. Para que la novela funcione hoy en día, para que nos la creamos, tiene que reflejar esa incertidumbre y esa discontinuidad, y por consiguiente la novela actual propone un orden menos férreo que la del XIX. Pero aun así, sigue ordenando el mundo; sigue acotando entre sus páginas la realidad, los personajes, los destinos. Sigue haciendo aprehensible la enormidad confusa, de la misma manera que el plano de una ciudad pretende domesticar la superficie de las cosas. Esa cualidad de flor de asfalto que tiene la narrativa es lo que la ha convertido en el género literario preferido de la época contemporánea, por más que cada dos días surja alguien proclamando sesudamente la muerte de la novela (qué pelmazos).
Con esa obsesión por ordenar, en fin, tan propia del ser humano en general y de lo narrativo en particular, a casi todo el mundo parece habérsele ocurrido alguna vez una manera de clasificar a los escritores. Los profesores de Literatura y demás eruditos universitarios han inventado montones de etiquetas, en general, con perdón, aburridísimas. Pero a los escritores también nos pirra hacer nuestras clasificaciones, que seguramente son más arbitrarias pero que suelen ser más entretenidas. Por ejemplo, Italo Calvino divide a los autores entre escritores de la llama y del cristal. Los primeros construyen su obra desde las emociones; los segundos, desde la racionalidad. El húngaro Stephen Vizinczey dice que hay dos clases básicas de literatura: «Una ayuda a comprender, la otra ayuda a olvidar; la primera ayuda a ser una persona y un ciudadano libre, la otra ayuda a la gente a manipular a los demás. Una es como la astronomía, otra como la astrología» (este párrafo me recuerda aquella frase que Kafka dijo con veinte años: «Si el libro que leemos no nos despierta, como un puño que golpeara el cráneo, ¿para qué lo leemos?»).
De nuevo Calvino, que era muy prolífico en estas cosas: los escritores pueden dividirse entre aquellos que usan la levedad de la palabra y aquellos que usan el peso de la palabra (Cervantes pertenecería al sector liviano). Ya he citado la estupenda comparación zoológica de Isaiah Berlin, que divide a los autores entre zorros y erizos, entre itinerantes y enroscados sobre sí mismos. Juan José Millás propone otra ingeniosa clasificación animal y dice que los escritores pueden ser insectos o mamíferos. Para ser exactos, son las obras las que entran en estas categorías, y aunque los autores pertenezcan mayoritariamente a uno u otro registro, también pueden escribir ocasionalmente un libro del otro tipo; como, por ejemplo, Tolstoi, que era todo él un grandísimo elefante, pero que redactó La muerte de Iván Ilich, un pequeño y hermoso libro-insecto. Y a estas alturas supongo que ya va quedando claro a qué se refiere Millás con sus órdenes animales; son mamíferas aquellas novelas enormes, pesadas, potentes, con errores evolutivos que no sirven para nada (colas atrofiadas, absurdas muelas del juicio y cosas así) pero en conjunto grandiosas y magníficas; mientras que los insectos son aquellas creaciones exactas, perfectas, menudas, engañosamente sencillas, esenciales, en donde no sobra ni falta nunca nada. Y ofrece dos ejemplos: La metamorfosis de Kafka, que es evidentemente un escarabajo, y el Ulises de Joyce, que Millás elige como mamífero emblemático y que para mí es más bien un reptil, un cocodrilo rastrero que apenas si consigue levantarse sobre sus cuatro patas, porque es una novela que sólo me interesa, y no demasiado, como artefacto modernista.
Existen cientos de clasificaciones más, tantas que sería imposible enumerarlas todas. Yo también me he inventado mis propias categorías; una de ellas, por ejemplo, es la que divide a los escritores entre memoriosos y amnésicos. Los primeros son aquellos que están haciendo un constante alarde de su memoria; probablemente son seres nostálgicos de su pasado, es decir, de su infancia, que es el pasado primordial y originario; sea como fuere, los memoriosos comparten un estilo literario más bien descriptivo, reminiscente, lleno de muebles, objetos y escenarios cargados de significado para el autor y dibujados hasta el más mínimo detalle, porque se refieren a cosas reales pétreamente instaladas en el recuerdo: sillas taraceadas, jarrones venecianos, meriendas veraniegas en apacibles parques.
Los autores amnésicos, en cambio, no quieren o no pueden recordar; seguramente huyen de su propia infancia y su memoria es como una pizarra mal borrada, llena de chafarrinones incomprensibles; en sus libros hay pocas descripciones detallistas y suelen tener un estilo más seco, más cortante. Se concentran más en lo atmosférico, en las sensaciones, en la acción y la reacción, en lo metafórico y emblemático. Un autor obviamente memorioso es el gran Tolstoi (es un escritor tan monumental que puede servir como ejemplo de muchas cosas); un autor amnésico es el maravilloso Conrad de El corazón de las tinieblas, una novela que, pese a reproducir casi punto por punto una experiencia real del escritor, no tiene nada que ver con lo rememorativo y lo autobiográfico: cuando Conrad habla de la selva no está describiendo la selva del Congo Belga, sino La Selva como categoría absoluta, y ni siquiera eso, porque esa jungla enigmática y horriblemente ubérrima representa la oscuridad del mundo, la irracionalidad, el mal fascinante, la locura.
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