Rosa Montero - La loca de la casa
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La novela es un artefacto temporal, como la misma vida. Ésta es otra de las características que unen la narrativa a la ciudad: ya se sabe que el concepto moderno del tiempo nació más o menos en el siglo XII con los primeros núcleos urbanos. La novela es una red para cazar el tiempo, como las redes que llevaba Nabokov para cazar mariposas; aunque, por desgracia, tanto los lepidópteros como los fragmentos de temporalidad mueren enseguida cuando son atrapados.
Algunos autores son verdaderamente geniales a la hora de capturar el frágil aleteo de lo temporal. Recuerdo, por ejemplo, esa obra maestra que es Espejo roto, de Mercé Rodoreda. La novela abarca sesenta o setenta años de la vida de una familia de la burguesía catalana; en el primer tercio del libro, uno de los personajes, todavía joven e inocente, contempla la calle a través de una ventana y advierte, de pasada, una pequeña imperfección en el cristal, una burbuja que deforma el vidrio, la mancha de azafrán que hace que esa ventana adquiera realidad. Muchos años y muchas páginas más tarde, el mismo personaje, tan envejecido como envilecido, vuelve a contemplar el mundo a través de otra ventana. Pero hete aquí que ese cristal también tiene una tara, también muestra una pequeña burbuja, que al protagonista le recuerda algo, aunque no sabe qué. ¿Dónde había visto él con anterioridad algo semejante? Se estruja la cabeza pero no consigue atraparlo, aunque la pompa de aire le inquieta y le estremece, le rememora paraísos perdidos, promesas traicionadas, felicidades rotas. Es un mensajero del pasado y viene cargado de dolor y de melancolía. Y lo más grande, lo más maravilloso, el truco admirable de esa delicada prestidigitadora que fue Rodoreda, es que el lector siente lo mismo que su personaje; también él rememora vagamente otra burbuja cristalina aparecida con anterioridad en la novela y, aunque no recuerda cuándo ni por qué, siente que estaba relacionada con un tiempo de dicha que ahora ha terminado. En consecuencia, también el lector experimenta la nostalgia infinita, la amarga tristeza de la pérdida.
Todos los escritores ambicionamos atrapar el tiempo, remansarlo siquiera unos momentos en una pequeña presa de castor construida con palabras; a veces te parece estar a punto de lograrlo; a veces el tiempo forma a tu alrededor un remolino y te permite contemplar un ancho y vertiginoso paisaje a través de los años. Recuerdo que sentí algo parecido, por ejemplo, leyendo Ermitaño en París, ese libro autobiográfico de Italo Calvino. Como ya he dicho, el volumen incluye el diario que Calvino escribió en 1959, a los treinta y dos años, durante su primer viaje a Estados Unidos. El viaje formaba parte de un programa cultural norteamericano titulado Young Creative Writers que se encargaba de llevar a Estados Unidos a los «jóvenes escritores creativos» de Europa. Los otros agraciados con la beca aquel año habían sido Claude Ollier, francés, treinta y siete años, representante del insoportable nouveau roman; Fernando Arrabal, español, veintisiete años, «bajito, con cara de niño, flequillo y barba en forma de collar», y Hugo Claus, belga flamenco, treinta y dos años. Además, había otro autor invitado, Günter Grass, alemán, treinta y dos años, pero no pasó el reconocimiento médico porque tenía tuberculosis y en aquel entonces no podía entrar nadie en Estados Unidos con el bacilo de Koch.
En su diario, Calvino describe a sus compañeros, a los que nadie o casi nadie conocía en esa época. De Ollier apenas dice nada, lo cual no me extraña. De Arrabal (me asombra comprobar que este hombre ha sido joven) anota que «es extremadamente agresivo, bromista de manera obsesiva y lúgubre y no se cansa de bombardearme a preguntas sobre cómo es posible que me interese la política y también sobre qué puede hacer con las mujeres». Y de Hugo Claus dice que «empezó a publicar a los diecinueve y desde entonces ha escrito una cantidad enorme de cosas, y para la nueva generación es el más famoso escritor, dramaturgo y poeta del área lingüística flamenco-holandesa. Él mismo dice que muchas de esas cosas no valen nada, pero es cualquier cosa menos estúpido y antipático, un hombretón rubio con una bellísima mujer actriz de revista».
Resulta muy curioso encontrarse con estas apariciones juveniles de personas a las que luego has tratado, tantos años más tarde. Con el tiempo, Arrabal se ha ido haciendo más pequeñito y más barbudo y ha establecido relaciones con la Virgen; en cuanto a Hugo Claus, sigue siendo un figurón, un perpetuo candidato al Premio Nobel. Le conocí hace algunos años, compartí una comida y algún acto literario con él, y ahora es un simpático y enérgico septuagenario de pelo blanco que sospecho que ha debido de coleccionar varias mujeres bellas. Pero lo más fascinante es que, durante la travesía en barco que les llevaba a Estados Unidos, se produjo el lanzamiento del primer sputnik; y Calvino cuenta de pasada que, a las cuatro horas del suceso, Hugo Claus ya había escrito una poesía sobre el satélite «que inmediatamente salió en primera plana en un diario belga». Pues bien, esa pequeña referencia fue para mí como la magdalena proustiana o la burbuja vítrea de Mercé Rodoreda: inmediatamente centré el periodo temporal y me introduje a mí misma en la memoria ajena. Porque uno de los más bellos recuerdos de mi infancia está datado entonces, en las Navidades de 1959. Yo tenía ocho años y aún estaba convaleciente de la tuberculosis, pero aquel día salí a la calle, envuelta en una bufanda y bien abrigada, porque era Nochebuena y cenábamos en casa de mi abuela. Subía por Reina Victoria de la mano de mi madre, con mi padre al lado y mi hermana Martina, cuando de repente nos detuvimos y nos pusimos a contemplar el cielo. Es decir, toda la calle se detuvo y miró para arriba. Era noche cerrada, una noche escarchada, quieta y cristalina, y el cielo estaba abarrotado de estrellas. De pronto, la mano de un hombre se levantó y un dedo señaló, y luego se levantaron otras manos, tal vez la de mi padre, tal vez incluso la mía; y todos los dedos señalaban lo mismo, una estrella más brillante que atravesaba el cielo, una estrellita redonda que corría y corría, sólo que no se trataba de una estrella sino de un satélite artificial, de algo maravilloso y monumental que los humanos habíamos hecho; y en ese mismo momento, mientras yo me derretía de embeleso contemplando esa magia y soñaba con viajar algún día en un sputnik, el joven Hugo Claus, al que luego de viejo conocería, escribía un poema sobre la estrella errante, y el joven Calvino, que ya ha muerto, escribía sobre el poema que Claus escribía, y el joven Günter Grass, tuberculoso como yo y deprimido por haber perdido su beca, seguramente contemplaba el satélite con ojos admirados, sin saber aún que algún día haría una gran novela sobre un enano (justamente un enano), y que ganaría el Nobel, y que llegaría por lo menos a los setenta y cinco años, que es la edad que ahora tiene, mientras escribo esto. Pero aquella noche de 1959 yo lo ignoraba todo, aquella noche simplemente miraba absorta el cielo junto con mis padres y mi hermana y otros dos millones de madrileños; y las estrellas derramaban sobre nosotros una luz probablemente fantasmal, la luz de estrellas muertas hace trillones de años y que aún nos llegaba palpitando a través del negro y frío espacio; esa misma luz que quizá seguirá pasando por aquí dentro de mucho tiempo, cuando nuestro Sol se haya apagado y la Tierra no sea sino un yerto pedrusco. Y esa luz impasible e imposible, que a su vez algún día también se extinguirá, llevará prendido, como un soplo, el reflejo infinitamente inapreciable de mi mirada.
Dieciocho
Cuando empecé a idear este libro, pensaba que iba a ser una especie de ensayo sobre la literatura, sobre la narrativa, sobre el oficio del novelista. Proyectaba redactar, en fin, una más de esas numerosas obras tautológicas que consisten en escribir sobre la escritura. Luego, como los libros tienen cada uno su propia vida, sus necesidades y sus caprichos, la cosa se fue convirtiendo en algo distinto, o más bien se añadió otro tema al proyecto original: no sólo iba a tratar de la literatura, sino también de la imaginación. Y de hecho esta segunda rama se hizo tan poderosa que, de repente, se apoderó del título del libro. La génesis del título de una obra es un proceso de lo más enigmático. Si todo marcha bien, el título aparece un día a medio camino del desarrollo del texto; se manifiesta de golpe dentro de tu cabeza, deslumbrante, como la lengua de fuego del Espíritu Santo, y te aclara e ilumina lo que estás haciendo. Te dice cosas sobre tu libro que antes ignorabas. Yo me enteré de que estaba escribiendo sobre la imaginación cuando cayó sobre mí la frase de Santa Teresa.
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