Rosa Montero - La loca de la casa

Здесь есть возможность читать онлайн «Rosa Montero - La loca de la casa» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La loca de la casa: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La loca de la casa»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

La loca de la casa — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La loca de la casa», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Tuve mucha suerte. Tan sólo estuve detenida un par de días y no me atizaron ni un bofetón, cosa que, en aquellos rudos tiempos del franquismo, era algo extraordinario. Supongo que mi profesión de periodista en activo, que verificaron enseguida, debió de contener su furia represora; eso y mi condición evidente de pringada, de persona que no tenía relación con nada verdaderamente subversivo. Tuve que pagar una pequeña fianza y se abrió un proceso que nunca llegó a nada, porque fue sobreseído o archivado o lo que fuere en una de las amnistías del posfranquismo. A la mañana siguiente de mi detención, mi hermana Martina vino a comisaría y trajo el carnet de identidad y las llaves del coche. M. había llamado a casa (a la casa familiar, que es la que figuraba en el DNI, y en la que aún seguía viviendo mi hermana; esa casa remota que ahora he visitado y que oculta las antiguas baldosas bajo el parquet) y le había llevado mis pertenencias.

– ¿Qué pasó? ¿Por qué te fuiste así del apartamento de ese tío, tan corriendo y dejándotelo todo? -me preguntó Martina adustamente.

Jamás habíamos compartido confidencias de novios ni en realidad de nada. Vivíamos como ensordecidas desde el gran silencio.

Yo me encogí de hombros. Me sentía humillada por la noche con M., por mi propia actitud, por haber sido detenida tan estúpidamente. No quería ni acordarme de mis torpezas.

– Bah. En realidad no pasó nada. Sólo que es un machista y un gilipollas. No quiero volver a saber de él.

Hay que tener mucho cuidado con la formulación de los deseos, porque a lo peor se cumplen. En efecto, no volví a saber de M., por lo menos durante un par de semanas. Luego un día abrí el diario Pueblo y, en la sección de frivolidades veraniegas, me encontré con una fotonoticia que decía: La novia española de M. Y allí estaba retratado él, en una mala instantánea pillada por sorpresa a la salida de algún local, con un brazo por encima de los hombros de Martina.

De mi hermana.

Aquel día me fui a comer a casa de mis padres, pero Martina no estaba. Demoré mi marcha por la tarde por ver si llegaba, pero nunca llegó; de manera que regresé de nuevo al día siguiente a la hora del almuerzo, para pasmo y delicia de mi madre. Martina estaba allí, ojerosa y menos cuidadosamente arreglada que de costumbre (siempre ha sido más clásica vistiendo), pero muy guapa. Irradiaba esa mágica exuberancia que proporciona el buen sexo. En cuanto que la vi empecé a sufrir. Y qué sufrimiento tan violento. No estaba preparada para sentir algo así. Fue como enfermar de un virus. Fue la peste bubónica.

En aquella ocasión no conseguí hablar con ella prácticamente de nada. Y tampoco al día siguiente, ni al otro. Cogí la costumbre, o más bien la angustiosa necesidad, de ir a comer todos los días a la casa familiar. Martina unas veces estaba y otras no. Cuando estaba, nunca nos decíamos nada, nunca le mencionábamos. A mí me bastaba con verla para sentir la más refinada de las torturas, y aun ese tormento era mejor que nada. El deseo, ya se sabe, es triangular. Lo dice Huizinga en El otoño de la Edad Media, refiriéndose a los caballeros que rescatan damas apuradas: «Incluso si el enemigo es un cándido dragón, siempre resuena en el fondo el deseo sexual». Yo amé desesperadamente a M. a través de mi hermana. Ella era la hacedora y por lo tanto hizo; yo le puse y le pongo palabras a la nada.

Cuando la veía, me parecía olerle. La imaginaba lamiendo su pecho mullido. Mordisqueando su cuello delicioso. Para entonces mi idea sobre M. había cambiado por completo. Ahora estaba convencida de que era un hombre encantador, un tipo reservado y sensible, como había dicho Pilar. Era yo la que lo había echado todo por la borda. La que se había puesto paranoica y estúpida.

Un día, al llegar al edificio de mis padres, coincidí con mi hermana. Estaba saliendo de un vehículo grande conducido por un tipo desconocido; sin duda era un coche de producción y habían ido hasta allí para dejar a Martina antes de marcharse al rodaje. M. se asomó por la ventanilla de atrás y saludó a mi hermana con la mano; luego, sus ojos se cruzaron casualmente con los míos. Su media sonrisa se borró; frunció el ceño y enrojeció; cuando el coche arrancó, aún nos estábamos mirando. Sus ojos eran como una quemadura. Como el fósforo ardiente de una cerilla que se hubiera pegado a la carne y la taladrara. Entré consternada en el portal detrás de mi hermana, que me estaba esperando en el ascensor. Subimos en la vieja y cochambrosa caja de madera. Yo debía de estar obviamente tan mal que, cuando nos detuvimos en el séptimo piso, Martina me puso una mano en el brazo y murmuró:

– Tú dijiste que era un gilipollas y que no querías saber nada de él.

No contesté.

– Tienes un incendio en la cabeza y por eso quemas las cosas -añadió mi hermana con cierta aspereza.

Seguí callada. No podía articular palabra. Ahora era mi hermana la que hablaba y yo la que había caído en el silencio.

En cualquier caso, no nos dijimos más. Dejé de ir a comer a casa de mis padres y me dediqué a sufrir intensamente todas y cada una de las horas del día. Estaba obsesionada. Yo aún no era consciente de ello, pero M. tenía la Marca, esto es, reunía todos los ingredientes fatales que hacen que un hombre me aprisione, como el cepo aprisiona al zorro itinerante. Tengo la teoría de que el deseo sexual y pasional se construye en algún momento muy temprano de la existencia y sobre unas pautas más o menos estables. Es como lo que contaba Konrad Lorenz, el padre de la etología, sobre sus patitos. Cuando el pequeño pato sale del cascarón, toma por su madre al primer ser vivo que ve cerca. Eso se llama imprimación: ese primer ser vivo se imprime con el contenido emocional del concepto madre, y así permanecerá identificado para siempre, engarzado al corazón del pato hijo (Lorenz se aprovechaba de esta circunstancia para que camadas enteras de minúsculos patos le siguieran por todas partes, transidos de amor filial por él).

Pues bien, yo creo que en el deseo y la pasión sucede algo semejante. En algún instante remoto de nuestra conciencia se produce la imprimación del objeto amoroso, con características a veces físicas, a veces psíquicas, a veces de ambas clases: te gustan gordos, te gustan flacos, de tu propio sexo o del sexo contrario… Cada cual tiene un diseño secreto del amor, una fórmula enganchada al corazón. Son cosas sutiles: por lo general resulta dificilísimo reconocer la pauta, porque tus amores pueden ser aparentemente muy distintos. Yo empecé a descubrir mi fórmula hará unos diez años. Ahora ya sé cómo funciona; les veo la Marca y me disparo.

Los hombres que me gustan o, por mejor decir, los hombres que me pierden, reúnen todos ellos, que yo sepa, tres condiciones concretas. En primer lugar, son guapos: me avergüenza reconocerlo, pero es así. Segundo, son inteligentes: si el más guapo del mundo dice una necedad se convierte en un pedazo de carne sin sustancia. Y ahora viene el ingrediente fundamental, el tercer elemento que cierra el ciclo de la seducción como quien cierra un candado: son individuos con una patología emocional que les impide mostrar sus sentimientos. Esto es, son los tipos duros, fríos, reservados, ariscos, en quienes creo adivinar un interior de formidable ternura que no consigue encontrar la vía de salida. Yo siempre sueño con rescatarlos de ellos mismos, con liberar ese torrente de afecto clausurado. Pero eso nunca se logra. Y lo que es aún peor: sospecho que, si algún día uno de esos chicos duros llegara a transmutarse en un individuo afable y cariñoso, lo más probable es que dejara de gustarme. La Marca es así: una tirana.

Para mi desgracia, y aunque yo no lo supiera por entonces, M. poseía la Marca. Era guapo; parecía inteligente (al menos, no decía tonterías, y el que no nos entendiéramos ayudaba bastante) y sin duda era un tipo emocionalmente acorazado. Caí presa de él, o de la imagen de él, o del invento que yo me había hecho sobre él, como la mosca que se queda pegada en un merengue. Durante dos o tres meses, su ausencia me obsesionó. No podía escribir, no podía leer, sólo pensaba en él y en que lo había perdido. No fue un dolor amoroso: fue una enfermedad. Evité a Martina durante el resto del año: no volvimos a vernos hasta Navidades. Luego me enteré de que mi hermana había estado con M., supongo que felizmente (nunca lo hemos hablado: he aquí otro silencio), hasta que él acabó el rodaje y se marchó a su país. Entonces se separaron con toda tranquilidad y cada cual siguió con su vida. Martina se dedicó a cimentar su carrera, echarse un novio, casarse, tener hijos, montar un hogar que siempre parece acogedor. Para eso es una hacedora. Que yo sepa, nunca se volvieron a encontrar. Pero la verdad es que no sé nada.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La loca de la casa»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La loca de la casa» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La loca de la casa»

Обсуждение, отзывы о книге «La loca de la casa» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x