Rosa Montero - La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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Se echó a reír.

– De ti, Rosa, de ti… ¿De quién, si no?…

No le dije de quién. No nombré mi fantasma. Pero debí de enviarle un mensaje mental, porque M. preguntó:

– ¿Qué ha sido de tu hermana?

– Ah, está muy bien. Posee una empresa propia de informática, se casó, tiene tres hijos…

M. sonrió:

– ¿Sigue fumando porros?

Una especie de calambre me recorrió la mandíbula, haciéndome rechinar los dientes. No sabía qué decir y opté por una respuesta poco comprometedora.

– No. Ya hace mucho que lo ha dejado.

M. suspiró:

– Sí, claro, a estas alturas ya todos hemos dejado casi todo.

Ahora bien: que yo supiera, mi hermana, siempre tan ordenada, tan racional, tan hacedora y tan pulcra, nunca había fumado porros, de manera que M. tenía que estar refiriéndose a mí. Pero, por otra parte, ¿acaso conocía o conozco yo de verdad a mi hermana? ¿Y si existe otra Martina que no tiene nada que ver con la que yo percibo, y si en su juventud se pasaba la vida colocada? ¿A quién se refería M., en realidad? ¿En quién estaba pensando, a quién estaba viendo cuando me miraba? No quise seguir preguntándome, y desde luego no quise preguntarle nada a él. Los minutos pasaban, teníamos que irnos y los dos sabíamos que no íbamos a hacer nada para volver a vernos. Ambos teníamos pareja en nuestros respectivos países y en cualquier caso la historia había sido demasiado hermosa como para fastidiarla con la cotidianeidad. O con dudas de identidad. O con preguntas. Otra de las cosas que una aprende con la edad es a tomar las cosas como vienen. E incluso a dar las gracias.

Diecinueve

También podría decir que escribo para soportar la angustia de las noches. En el desasosiego febril de los insomnios, mientras das vueltas y vueltas en la cama, necesitas algo en lo que pensar para que las tinieblas no se llenen de amenazas. Y piensas en tus libros, en el texto que estás redactando, en los personajes que se van desarrollando dentro de ti. La escritora y académica Ana María Matute siempre dice que, por las noches, imagina formidables aventuras hasta que cae dormida. Una de sus correrías preferidas es cabalgar por la estepa convertida en cosaco. Y así, en la cama, mientras la oscuridad la ronda con pisada sigilosa, ella galopa y galopa, siempre joven, en un tumulto de vida y de fiereza.

Qué extraordinario estado, la indefensión nocturna. No sucede siempre, pero en ocasiones, al acostarte, el miedo cae sobre ti como un depredador. Entonces las dimensiones de las cosas se descoyuntan; problemas que durante el día apenas si son pequeños incordios crecen como sombras expresionistas hasta adquirir un tamaño sofocante y descomunal. Cuando Martin Amis escribió su novela La información se refería a eso: a esa voz que te susurra por las noches que vas a morirte, un mensaje que uno nunca escucha durante el día pero que en la duermevela te ensordece. Cabría preguntarse, sin embargo, dónde se encuentra la verdad, en dónde estás más cerca de lo real, si en las angustias nocturnas o en la relativa narcosis de los días.

En el desamparo de las noches, en fin, cuando me agobia el recuerdo de los Mengele que torturan niños, o el espanto modesto y egoísta de mi propia muerte, que ya es bastante espantosa por sí sola, recurro a la loca de la casa e intento enhebrar palabras bellas e inventarme otras vidas. Aunque a veces pienso que no me las invento, que esas otras vidas están ahí y que simplemente me deslizo dentro de ellas. A estas alturas de la historia todos nos sabemos seres múltiples. Basta con pensar en nuestros sueños, por no abandonar la cama en la que he empezado este capítulo, para intuir que tenemos otras existencias, además de la que marca nuestra biografía oficial. Ya dije que muchos de mis sueños están relacionados entre sí; que en el otro lado tengo un hermano, una casa, unas costumbres determinadas y constantes. Por añadidura, cuando sufro una pesadilla a menudo soy consciente de que estoy soñando, esto es, de que tengo una vida en otra parte que podría salvarme de ese apuro. Y entonces en mi sueño he ideado el estupendo truco de llamarme a mí misma por teléfono, para despertarme con el ruido del timbre. He empleado este recurso numerosas veces (busco una cabina, un móvil, lo que sea, y marco mi número, y oigo el tuut-tuut pausado y repetitivo), aunque, para mi frustración y desconcierto, nunca he conseguido mi objetivo: todavía no he hallado la manera de que, efectivamente, mi llamada del otro lado conecte con Telefónica o Vodafone, mis servidores de telefonía de la vida de acá. Lo que quiero decir con todo esto es que mi yo dormido sabe que existe un yo despierto, de la misma manera que mi yo diurno conoce la existencia de ese yo soñado.

En su biografía sobre Philip K. Dick, Emmanuel Carrère cuenta que el famoso escritor de ciencia ficción entró un día en su cuarto de baño y empezó a manotear distraídamente en la oscuridad buscando el cordón de la luz que había a la derecha, junto al marco de la puerta. Tanteó un buen rato sin lograr encontrarlo y al final sus dedos cayeron casualmente sobre un interruptor; y entonces Dick se dio cuenta de que en el cuarto de baño nunca había habido un cordón para encender la bombilla, sino una simple llave adosada a la pared. Peor aún; nunca en su vida, en ninguna de sus casas anteriores, ni en los lugares de trabajo, ni en el primer hogar de la más remota infancia, había tenido Dick un cordón de luz semejante. Y, sin embargo, su cuerpo y su mente guardaban una memoria, una rutina ciega y repetitiva, absolutamente doméstica y cercana, de ese cordón inexistente. Como es natural, Philip, muy dado de por sí a la divagación esquizoide, quedó muy impresionado con el suceso. Terminó escribiendo una novela, Tiempo desarticulado, sobre un escritor de ciencia ficción que no encuentra el cordón de la luz en su cuarto de baño, cosa que acaba pudiéndose explicar por un complejísimo argumento de vidas paralelas y realidades virtuales.

Yo nunca he experimentado algo tan inquietante, pero soy capaz de reconocerlo y entenderlo. De hecho, la mayoría de las personas deben de sentirse identificadas con este tipo de vivencias escurridizas, o de otro modo no tendrían tanto éxito las obras que abundan en la multiplicidad de lo real, desde las novelas del propio K. Dick hasta películas tan populares como Matrix. La vida no es más que un enredo de engañosas sombras platónicas, un ensueño calderoniano, una placa resbaladiza de un hielo muy frágil. Todos hemos experimentado extraños déjà-vus, y sabemos que nuestra existencia depende de azares menudísimos. ¿Y si mi madre no hubiera perdido aquel día su autobús habitual y no se hubiera encontrado con mi padre? Tal vez llevemos dentro otras posibilidades de ser; tal vez incluso las desarrollemos de algún modo, inventando y deformando el pasado una y mil veces. Tal vez cada uno de los acontecimientos de nuestra existencia se haya podido dar de diez maneras distintas. Parafraseando a Paul Éluard, hay otras vidas, pero están en la nuestra.

Al jugar con los «y si», el novelista experimenta con esas vidas potenciales. Imagínate que un día te levantas y descubres que tu mano derecha, por ejemplo, está atravesada por una enorme cicatriz que la noche anterior no tenías. Te frotas los ojos con incredulidad, acercas la nariz al dorso de tu mano para escudriñar el costurón, no entiendes nada. Es una cicatriz antigua, un zurcido mediocre que el tiempo ha oscurecido. Asustada, vas a la cocina con la mano extendida en el aire, por delante de ti, como si se tratara de un animal peligroso. Allí te encuentras con tu pareja, o con tu hermana, o con tu madre, que quizá esté cocinando una paella y manchando de azafrán alguna silla. Se sorprenden al verte entrar con la mano expuesta, como si la llevaras en procesión. Tú aludes a la cicatriz con expresión atónita; ellos, sin darle mayor importancia al asunto, comentan: «Sí, claro, tu cicatriz, es de cuando tuviste aquel accidente tan horrible con la moto, ¿por qué lo dices?». Pero tú no te acuerdas de haber sufrido ningún accidente, y ni siquiera tienes o has tenido moto nunca jamás, y, lo que es peor, ayer te acostaste con la mano entera. «Qué rara estás, ¿te pasa algo?», te dice tu madre, o tu hermana, o tu pareja, al verte tan desconcertada y tan absorta. Y tú no sabes cómo explicarles que los raros son ellos. Lo raro es la vida. Si a M. le hubieran dicho a los treinta años que iba a tener una cicatriz descomunal partiéndole el pecho, ¿no le hubiera parecido tan fantasmagórica e irreal como el imaginario costurón de mi mano?

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