Rosa Montero - La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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Esto es una consecuencia de la obligatoriedad del éxito comercial, que se ha convertido en un requerimiento casi frenético. Se diría que hoy la única medida del valor de un libro es la cantidad de copias que vende, una apreciación a todas luces absurda, porque hay obras horrendas que se venden a mansalva y libros estupendos que apenas si circulan (lo cual no quiere decir, naturalmente, que los libros buenos sean por definición los que no se venden y los libros malos los que sí: ésa es otra mentecatez del mismo calibre que estuvo de moda hace algunos años). Hoy todo te empuja, te tienta, te pincha y te apremia para que vendas y vendas y vendas, porque si no, no existes. Y así, autores y editores mienten en el número de copias vendidas, y tus amigos, parientes y enemigos leen las listas de best-sellers con la avidez de quien lee una novela de crímenes. ¡Pero si incluso tu madre te telefonea para decirte, muy compungida: «Hija, has bajado tres puestos en la lista»! Lo cual hace que, cuando por fin desapareces de la maldita lista, sientas un alivio melancólico semejante al que experimentas cuando te arañan por primera vez la chapa de un coche nuevo.

Releo lo que acabo de escribir y me avergüenzo: ¿y entonces qué deben de sentir aquellos escritores buenísimos que jamás han llegado a estar en una lista de best-sellers? ¿Y qué deben de sentir los escritores malísimos que tampoco han estado, y que sin duda sufren exactamente igual que si fueran buenos? En nuestros mejores momentos, cuando la inseguridad no nos come demasiado los pies, todos nos creemos maravillosos. Hace muchos años entrevisté a Erich Segal, el autor de Love Story, aquella novelita de amores y lágrimas que fue superventas en todo el mundo. Segal acababa de escribir un nuevo libro, La clase, una novela gordísima y, desde mi punto de vista, también horrorosa, con la que él aspiraba a ganar el reconocimiento de la crítica sesuda (porque, naturalmente, el éxito comercial no le bastaba); y recuerdo que Segal, que me cayó bien y me pareció un buen tipo, empezó a leerme párrafos de su propia novela, emocionado hasta las lágrimas con lo que él mismo decía, aunque los fragmentos eran de una vulgaridad espeluznante. Cielos, pensé, incomodísima: no cabe duda de que este hombre es sincero, no cabe duda de que cree que lo que lee es hermoso, ¿no puede suceder que a mí me pase lo mismo y que en mi delirio crea ser una escritora?

«Descubrí, no sin pena, que cualquier mentecato era capaz de escribir», dijo Rudyard Kipling, refiriéndose a sus comienzos en la narrativa. Y Goethe incluye una anotación divertidísima en su autobiografía Poesía y verdad, mientras narra la época de su infancia: «Los niños celebrábamos encuentros dominicales en los que cada uno de nosotros tenía que componer sus propios versos. Y en estos encuentros me sucedió algo singular que me tuvo intranquilo durante mucho tiempo. No importa cómo fueran, el caso es que siempre me veía obligado a considerar que mis propios poemas eran los mejores, sólo que pronto me di cuenta de que mis competidores, que generaban engendros muy sosos, se hallaban en el mismo caso y no se estimaban peores que yo. Y lo que aún me pareció más sospechoso: un buen muchacho al que yo, por cierto, le caía bien, aun siendo completamente incapaz de realizar semejantes trabajos y haciéndose componer sus rimas por el preceptor, no sólo consideraba que sus versos eran los mejores de todos, sino que estaba completamente convencido de que los había escrito él en persona (…) Dado que podía ver claramente ante mí semejante error y desvarío, un día empezó a preocuparme si yo mismo no me hallaría también en el mismo caso; si aquellos poemas no serían realmente mejores que los míos y si no podía ser que yo les pareciera a aquellos muchachos, con razón, tan enajenado como ellos me parecían a mí. Esta cuestión me inquietó en gran medida y durante mucho tiempo, y es que me resultaba completamente imposible hallar una manifestación externa de la verdad». Ya digo, siempre cabe la duda sobre si lo que haces tiene algún sentido. De ahí proviene en gran medida nuestra fragilidad.

Además, escribir ficción es sacar a la luz un fragmento muy profundo de tu inconsciente. Las novelas son los sueños de la Humanidad, sueños diurnos que el novelista percibe con los ojos abiertos. Quiero decir que ambas cosas, los sueños y las novelas, surgen del mismo estrato de la conciencia. En ocasiones, los autores incluso han soñado literalmente sus creaciones. Es el celebérrimo caso de Mary Shelley y su hermoso y conmovedor monstruo de Frankenstein, que apareció entero dentro de su cabeza en el transcurso de una noche alucinada. Y Anthony Burgess se levantó una mañana y encontró en la pared de su comedor «los siguientes versos garrapateados con lápiz de labios: Que sus carbónicas gnosis se erijan orgullosas / Y guíen a la, grey entera hacia su luz (Let his carbon gnoses be up right / And walk all followers to his light). La letra era mía y el lápiz de labios de mi mujer». A finales del siglo XVIII, Coleridge escribió el famoso y larguísimo poema Kubla Khan después de haber soñado sus centenares de versos en una especie de siesta… Y luego está Stevenson, que soñó enterito El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde en una noche de fiebre y enfermedad; se levantó de la cama, escribió como un loco furioso la novela en tres días, la arrojó a la lumbre y en otros tres días la volvió a escribir en su forma definitiva. La ensayista Sadie Plant, en su apasionante libro Escrito con drogas, sostiene que muchos de estos supuestos sueños creativos eran en realidad delirios inducidos por diferentes sustancias alucinógenas o estimulantes; y, de hecho, asegura que Stevenson sacó su Doctor Jekyll y Mr. Hyde no de un sueño más o menos inquieto pero natural, sino de una dosis masiva de cocaína. Sea como fuere, la propia Sadie Plant recoge un texto que publicó Stevenson en 1888 titulado Un capítulo sobre sueños, en el que el escritor reflexionaba sobre la importancia de la vida onírica y hablaba de los brownies o duendecillos, unos personajes que, según Stevenson, soñaban las novelas por él y se las soplaban al oído, a menudo manteniendo al propio autor en la ignorancia de hacia dónde se dirigía la historia. Estos duendecillos son como el daimon de Kipling, y es verdad que todos los narradores, al margen de nuestro mayor o menor talento, tenemos en algún momento esa sensación, la inquietante percepción, casi la certidumbre, de que la novela te la está inventando otro, te la está dictando otra, porque tú no sabías que sabías lo que estás escribiendo.

Y ese otro o esa otra es tu imagen reflejada en el espejo de Alicia, es el revés de ti mismo, es tu otra dimensión. Estoy convencida de que por las noches, cuando nos dormimos y empezamos a soñar, entramos en realidad en otra vida, en una existencia paralela que guarda su propia memoria, su continuidad, su causalidad enrevesada. Por ejemplo, yo sé que en el mundo de mis noches y mis sueños tengo un hermano varón que se llama Pascual, aunque en esta vida real no tenga más hermana que Martina. Ese otro yo onírico está mucho más relacionado con el subconsciente que nosotros; y cuanto más descienda nuestro otro yo a esos estratos del ser adonde ya no llegan las palabras, a esos abismos volcánicos en donde hierve el magma primitivo de las imágenes, más se acercará a los miedos y los deseos colectivos; porque en el fondo de nosotros, muy en el fondo, todos somos iguales. Por eso Stevenson, que tenía una relación muy fluida con sus brownies, pudo soñar su Doctor Jekyll y Mr. Hyde, una historia que hoy todo el mundo conoce aunque en la actualidad casi nadie haya leído la novela. ¿Y por qué ha sido tan importante ese relato, por qué ha pasado a formar parte de la cultura popular, de la representación convencional del mundo? Pues porque, con su libro, Stevenson describió lo que todos intuíamos pero no podíamos saber porque no teníamos palabras para nombrarlo: que los humanos somos muchos dentro de nosotros, que estamos disociados; que, como dice Henri Michaux en una frase formidable, «el yo es un movimiento en el gentío». Eso es lo que hace el novelista verdaderamente dotado: pesca imágenes del subconsciente colectivo y las saca a la luz, para que entendamos un poco mejor el oscuro misterio de nuestras vidas. «De lo que no se puede hablar, hay que callar», dijo Wittgenstein en su celebérrima frase del Tractatus. No, de lo que no se puede hablar hay que imaginar, hay que soñar, hay que hilvanar los cuentos sustanciales con los que nos contamos a nosotros mismos. Desde el principio de los tiempos, el mito ha sido la mejor manera de combatir el silencio.

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