Rosa Montero - La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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O ese otro caso, auténtico y terrible, de un mendigo de la ciudad de Nueva York al que recogieron de la calle los servicios asistenciales ya no recuerdo bien por qué, porque se desmayó de frío, o porque sufrió un leve atropello sin consecuencias. Sea como fuere, le sometieron a un somero análisis y consideraron que estaba loco como un cencerro: no hablaba, no daba signos de reconocer nada de lo que le decían, bramaba y se agitaba furiosamente… Un juez dictaminó que podía ser un peligro para sí mismo y para los demás y ordenó su ingreso en un psiquiátrico. Pasó diez años encerrado en un manicomio hasta que alguien descubrió que no era loco, sino mudo, analfabeto y rumano, un inmigrante ilegal recién llegado al país cuando fue detenido. No entendía lo que le decían y no podía expresarse, y su furia era la angustia del que se sabe incomprendido.

Pero las dos historias más atroces que conozco, las dos verídicas, están protagonizadas respectivamente por un niño y una chimpancé. El primero se llamaba Hurbinek y era un crío que murió en Auschwitz cuando tenía tres años de edad. Estaba solo, sin padre, sin madre. Tenía las piernas deformadas y paralizadas, había pasado por las sádicas manos de Mengele y no sabía decir ninguna palabra, aunque no era mudo. Quizá no hablara porque nadie le enseñó. Quizá le mantuvieron atado y martirizado en los laboratorios durante meses o años (el doctor Mengele estaba llevando a cabo una meticulosa investigación sobre el dolor y experimentaba con los niños judíos). Probablemente Hurbinek había nacido en el campo de concentración. Es decir, toda su vida, su corta vida, la pasó en el infierno. Y ni siquiera pudo contar qué le había sucedido, lo que le habían hecho. Esta historia espantosa fue recogida por Primo Levi en La tregua, pero yo me he enterado de ella en El comprador de aniversarios, la demoledora novela de Adolfo García Ortega.

En cuanto a la chimpancé, se llamaba Lucy y no recuerdo bien de dónde era, pongamos que de Kenia. Había sido adoptada por una pareja de biólogos ingleses, que la recogieron de bebé, la criaron dentro de su casa como si fuera humana y le enseñaron el lenguaje de los sordomudos, lo cual, por otra parte, no es nada extraordinario, porque muchos primates han aprendido a entender y usar este código gestual. Pasaron así bastantes años, quizá quince o veinte, y los biólogos se jubilaron y tuvieron que regresar a Londres. Les era imposible llevar consigo a Lucy, de modo que la depositaron en un zoo. Nuevamente pasaron muchos años; y al cabo del tiempo, un profesor de niños discapacitados que estaba pasando sus vacaciones en África fue a visitar el parque zoológico y se encontró con un chimpancé que, aferrado a los barrotes de su jaula, hacía gestos absurdos y frenéticos a todo aquel que se le acercara. El profesor, curioso, también se aproximó; y se quedó paralizado al comprobar que entendía lo que el animal estaba diciendo. Era Lucy, que, en el lenguaje de los sordomudos, le pedía desesperadamente a todo el mundo: «Sacadme de aquí, sacadme de aquí, sacadme de aquí…».

«¿Qué lengua oye el sordomudo?», se pregunta brillante e inquietantemente Barbara Tuchman (Un espejo lejano). «Lo traumático no es siempre lo que hace ruido, sino lo que queda mudo», dice Carmen García Mallo, amiga y además psicoanalista: «Y desde el silencio hace ruidos».

Martina y yo teníamos ocho años cuando un día mi hermana desapareció. Salvo en los primeros meses de mi tuberculosis, que nos separaron, normalmente siempre estábamos juntas; jugábamos juntas, nos peleábamos juntas, dormíamos la siesta juntas, a regañadientes, en las largas tardes de verano. Un anochecer de agosto estábamos en el bulevar de Reina Victoria, nuestra calle, entreteniéndonos en recoger chapas de botellas. Debía de ser un domingo, porque nuestro padre estaba con nosotras. Se había sentado en una mesa del chiringuito a tomarse una cerveza y leer el periódico. De pronto, a mí se me antojó tomar un helado. No sé si ya tenía el dinero, no sé si papá me lo dio; sea como fuere, me concedió permiso para comprarlo. Martina no quería helado. Tampoco quería acompañarme. Estábamos enfadadas, me acuerdo muy bien. Siempre nos enfadábamos por cualquier cosa. De manera que caminé por el bulevar polvoriento, entre los grandes árboles torturados por la sed, hasta el puesto de los polos, que estaba en el otro extremo del paseo, a unos doscientos metros, y me compré un corte de nata y fresa. Lo recuerdo todo con precisión y con un extraño distanciamiento, como si fuera una película vista veinte veces. Y regresé despacio, dando milimétricos lametones al helado (los cortes había que chuparlos con mucho método para que el perímetro disminuyera de forma equilibrada) y disfrutando del momento. No sé cuánto tardaría en todo esto: quizá diez minutos. Cuando volví al chiringuito, Martina no estaba. No me preocupó, ni siquiera me sorprendió. Pensé que la muy tonta se había escondido para hacerme rabiar; de manera que ni siquiera miré a mi alrededor para ver dónde andaba, porque no quería que ella me pillara buscándola. Me senté en la mesa junto a mi padre y terminé de zamparme el helado lentamente. Muy lentamente. Debieron de pasar otros diez minutos. Y Martina seguía sin aparecer. Empecé a otear el bulevar hacia arriba y hacia abajo, a ver si la encontraba. Las farolas se encendieron y con la llegada de la luz eléctrica la noche cayó de sopetón sobre nosotros. Papá dobló el periódico, levantó la cabeza y me miró:

– Vámonos a casa. ¿Dónde está tu hermana?

– No sé.

– ¿Cómo que no sabes?

Y esa pregunta abrió un abismo dentro de mi cabeza. De golpe comprendí que me había equivocado; que mi hermana no se estaba escondiendo, sino que había desaparecido; que estaba pasando algo muy grave; que yo era en parte culpable de lo que sucedía por no haber avisado a tiempo a mi padre. Me eché a llorar, horrorizada. En una milésima de segundo, todo mi mundo estable, doméstico y seguro se había convertido en una pesadilla.

– ¡Creí que quería hacerme rabiar! -farfullé entre lágrimas.

A partir de ese momento, la nitidez de mis recuerdos se emborrona. Sé que mi padre la buscó frenéticamente por el bulevar, por la avenida; sé que gritamos su nombre y que preguntamos a los otros parroquianos del chiringuito. Nadie la había visto. Entonces mi padre me agarró de la mano, muy enfadado, y dijo:

– Tiene que estar en casa.

Pero yo sabía que eso no era posible, porque no nos dejaban cruzar la calle solas. Subimos en el ascensor sin decir palabra; entramos en casa. El pasillo oscuro y silencioso. La cocina, donde mi madre preparaba la cena. Martina no estaba. Siéntate, le dijo mi padre a mi madre. Ella, extrañada, sacó una de las sillas que estaban arrimadas a la mesa y se dejó caer; y entonces mi padre le contó. Supongo que hubo gritos, supongo que hubo lágrimas; yo sólo recuerdo que la silla de madera sin barnizar estaba manchada de azafrán allí donde mi madre, que tenía las manos sucias de cocinar, la había agarrado. Esa mancha anaranjada con forma de mariposa ocupaba toda mi visión, toda mi cabeza. Supongo que no quería o no podía pensar nada más.

Lo que vino después apenas si es en mi memoria una bruma confusa. Me apartaron de la zona candente, como siempre hacen los adultos con los niños en los momentos de crisis; me enviaron a Cuatro Caminos, con los abuelos. Pero la lejanía del conflicto no alivia a los niños, antes al contrario, porque los niños poseen todavía una rica y florida imaginación, y el miedo imaginario suele ser siempre peor que el peligro o el dolor real. Pasaron tres días de agonía y susurros, eso sí lo recuerdo: una casa en penumbra y los abuelos hablando muy bajito, para que yo no oyera. Hasta que una mañana vino mi abuela y me dijo:

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