Rosa Montero - La loca de la casa

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Este libro es una novela, un ensayo, una autobiografía. La loca de la casa es la obra más personal de Rosa Montero, un recorrido por los entresijos de la fantasía, de la creación artística y de los recuerdos más secretos. Es un cofre de mago del que emergen objetos inesperados y asombrosos. La autora emprende un viaje al interior en un juego narrativo lleno de sorpresas. En él se mezclan literatura y vida en un cóctel afrodisíaco de biografías ajenas y autobiografía novelada.

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Desde el primer momento de su publicación, A sangre fría fue un éxito tremendo. Capote estaba en lo mejor de la vida, había escrito un libro maravilloso, la gente se lo quitaba de las manos, el dinero le entraba a espuertas, se había convertido en ese chico riquísimo y famosísimo que siempre quiso ser. ¿Y qué le sucedió entonces? Pues que se fue a pique con todas las banderas desplegadas. Vivió diecinueve años más tras la aparición de A sangre fría, pero durante ese tiempo sólo publicó el puñadito de cuentos de Música para camaleones. A todo el mundo le decía que estaba trabajando en una novela monumental titulada Plegarias atendidas, la novela perfecta que le convertiría en el nuevo Proust, pero a su muerte sólo se encontraron tres capítulos y desde luego no eran dignos ni de Proust ni del propio Capote. En esos años finales de bloqueo y angustia, Truman se convirtió en un alcohólico y se tragó todas las pastillas del mundo. Estaba drogado, embrutecido, enloquecido, desesperado. Murió a los cincuenta y nueve años, tan deteriorado como un octogenario mal cuidado. Poco antes del final, declaró: «Miles de veces me he preguntado, ¿por qué me ha pasado esto? ¿Qué es lo que he hecho mal? Y creo que alcancé la fama demasiado joven. Apreté demasiado, demasiado pronto. Me gustaría que alguien escribiera lo que de verdad significa ser una celebridad (…) para lo único que sirve es para que te acepten un cheque en un pueblo. Los famosos se convierten a veces en tortugas vueltas boca arriba. Todo el mundo achucha a la tortuga: los medios de comunicación, pretendidos amantes, todo el mundo, y ella no puede defenderse. Le cuesta un enorme esfuerzo darle la vuelta a su ser» (todo esto lo recoge Gerard Clarke en su estupenda biografía sobre Capote).

Y sí, seguro que la fama tuvo su parte de culpa en el destrozo de Capote, así como el supremo egocentrismo con que despachó a Dick y Perry. Pero además hubo un tercer motivo por el que Truman se rompió, y es que, tras el enorme éxito de público y de ventas de A sangre fría, los críticos, esas raras criaturas a menudo tan envidiosas, tan equivocadas y tan esnobs, decidieron que algo que triunfaba tanto no podía ser bueno ni digno de sus gustos exquisitos, y por consiguiente no le dieron a Capote ni el National Book Award ni el Pulitzer, los dos premios más prestigiosos del año. De hecho, luego se supo que uno de los jurados del National, Said Maloff, crítico de Newsweek y una de esas boas constrictor a las que se refería Walser, convenció a los demás jurados de que el galardón debía ir a un libro menos «comercial» que A sangre fría. Sin embargo, un par de años más tarde no tuvieron ningún problema en otorgar ambos premios a Norman Mailer por Los ejércitos de la noche, un libro mediocre que imita de algún modo el tratamiento realista de A sangre fría.

No cabe duda de que el trato que Capote recibió por parte de la crítica oficial fue estúpido e injusto, pero, por otra parte, Truman dejó que ese suceso miserable le afectara demasiado. Esto es, se metió en ese pozo sin fondo de la vanidad que nunca se sacia, del requerimiento interminable, y no le fue suficiente el éxito monumental que había logrado su libro. Capote quería más. Lo quería todo. Y querer todo es lo mismo que no querer nada; es algo tan grande que no puede abarcarse. «Cuando vi que no me daban aquellos premios, me dije: voy a escribir un libro que os va a dejar a todos avergonzados de vosotros mismos. Vais a ver lo que un escritor verdaderamente, verdaderamente dotado, puede hacer si se lo propone», explicó años después Capote. Y ahí está definido todo su infierno. La vanidad del escritor no es en realidad sino un vertiginoso agujero de inseguridad; y si uno se mete en ese abismo, no deja de descender hasta que llega al centro de la Tierra. Si caes en el pozo, da igual que dos millones de lectores te digan que les ha encantado tu novela: basta con que un crítico cretino de la Hoja Parroquial de Valdebollullo escriba que tu libro es horroroso para que te sientas angustiadísimo. Yo no sé de dónde sale esa fragilidad idiota, esa necesidad constante de una mirada que te acepte, pero es semejante a la ceguera del enamorado que se siente solo, desgraciado y poco querido cuando el objeto de su amor no le hace caso, aunque tenga a su alrededor otras veinte mujeres que estén rendidamente enamoradas de él: pero a ésas ni las tiene en consideración, ésas no cuentan. Sea como fuere, Capote, para conseguir el amor imposible de la crítica esquiva, decidió hacer un libro maravilloso que les dejara pasmados, con lo cual se equivocó doblemente: primero, porque puso el listón tan alto que todo lo que escribiera tendría que parecerle insuficiente; y segundo, porque intentó escribir lo que suponía que los críticos querrían leer, en vez de fiarse de su daimon. Y ya sabemos que es la mejor manera de perderse.

Pero el éxito y el fracaso no son las únicas causas que acaban o silencian o entontecen a un narrador. El poder, lo hemos visto antes, también corrompe fácilmente a los escritores. Tengo la sensación de que uno no puede escribir bien si convierte su vida en una mentira; hay autores que en su existencia han sido unos verdaderos miserables y que sin embargo han producido obras maravillosas, pero probablemente no se mentían a sí mismos: debían de ser malvados, pero consecuentes; o sea, es posible que la mentira sea el verdadero antídoto de la creación. Aunque a lo mejor es al revés: a lo mejor lo que sucede es que tu vida se va al garete porque conviertes tu obra en una mentira.

Sin duda aún hay muchas otras razones para que un novelista enmudezca. Enrique Vila-Matas investiga el tema en un libro fascinante, Bartleby y compañía, en el que divide a los autores entre escritores del sí y escritores del no; y estos últimos terminan sumidos en el silencio. ¿Por qué dejan de escribir los muchos autores que dejan de escribir? «Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias», se excusaba Juan Rulfo cuando le preguntaban por qué no publicaba ningún libro más. Y debía de tener razón: se le murió o se le calló aquel que susurraba ficciones dentro de su cabeza. Todos los narradores llevamos a un tío Celerino en nuestro interior: y ojalá no se nos muera jamás.

Pero es el argentino César Aira quien, en su lúcido librito Cumpleaños, ha hecho la reflexión que me parece más atinada sobre por qué un escritor es atacado de pronto por el desánimo, el bloqueo, el desaliento, la seca (como decía Donoso), la mudez definitiva o pasajera. Convengamos primero, para entender el análisis de Aira, que novelar consiste en gran medida en vestir narrativamente lo que cuentas, en inventar mundos tangibles. El Premio Nobel Naipaul se lo explicó muy bien a Paul Theroux cuando le dijo: «Escribir es como practicar la prestidigitación. Si te limitas a mencionar una silla, evocas un concepto vago. Si dices que está manchada de azafrán, de pronto la silla aparece, se vuelve visible». Pues bien, Aira llevaba escribiendo un par de décadas cuando, cerca ya de los cincuenta, empezó a sentir esa desgana creativa que tanto se parece a una enfermedad física. Y explica en Cumpleaños: «A la larga me di cuenta de dónde estaba el problema: en lo que se ha llamado la invención de los rasgos circunstanciales, es decir, los datos precisos del lugar, la hora, los personajes, la ropa, los gestos, la puesta en escena propiamente dicha. Empezó a parecerme ridículo, infantil, ese detallismo de la fantasía, esas informaciones de cosas que en realidad no existen. Y sin rasgos circunstanciales no hay novela, o la hay abstracta y desencarnada y no vale la pena».

Exacto, eso es. Releo las líneas de Aira y sé que ha rozado algo sustancial. El detallismo imaginario, dice, empezó a parecerle ridículo e infantil. O lo que es lo mismo, Aira había crecido por encima del juego narrativo, como quien crece por encima de los caballitos de una feria: pero, cómo, ¿con veinte años y aún quieres subirte al tiovivo? Vaya cosa ridícula. El envejecimiento es un proceso orgánico bastante lamentable que apenas si tiene un par de cosas buenas (una, que, si te esfuerzas, aprendes algunas cosas; y dos, que es la mejor prueba de que no te has muerto todavía) y otras muchas malísimas, como, por ejemplo, que tus neuronas se destruyen a mansalva, que tus células se deterioran y se oxidan, que la gravedad tira de tu cuerpo hacia la tierra-tumba debilitando los músculos y desplomando las carnes. Pues bien, a todas estas pesadumbres, y otras que no cito, puede que también se sume un empacho abrumador de realidad, la pérdida progresiva de nuestra capacidad de fantasía, el anquilosamiento de la imaginación. O lo que es lo mismo, el fallecimiento definitivo del niño que llevamos en nuestro interior. Uno se hace viejo por fuera, pero también por dentro; y debe de ser por esto por lo que los lectores, a medida que crecen, van dejando mayoritariamente de ser lectores de novelas y derivan hacia otros géneros más instalados en el realismo notarial, la biografía, la historia, el ensayo. Este agostamiento senil de la imaginación (de la creatividad) puede sucedernos a todos los humanos, pero si eres novelista estás doblemente fastidiado, porque entonces te quedas sin trabajo. Entonces la loca de la casa, harta de tus desprecios de viejo bobo, se marcha con el tío Celerino a buscar cerebros más elásticos. Para escribir, en fin, conviene seguir siendo niño en alguna parte de ti mismo. Conviene no crecer demasiado. Quién sabe, a lo mejor por eso admiro tanto a los enanos.

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