Pasaron lentamente cuatro años y durante todo ese tiempo estuve ideando y construyendo la siguiente novela, La hija del caníbal. Terminé al fin la obra, entregué el original, corregí galeradas, presenté el libro y empecé con la promoción, y a los dos o tres meses de la publicación un buen día, para mi total pasmo, me di cuenta de que lo había vuelto a hacer. De que había vuelto a meter un enano. Lucía, la protagonista de la novela, es una mentirosa compulsiva. Empieza el libro describiéndose a sí misma como una mujer guapa y alta con los ojos grises; pero un par de capítulos más adelante dice que ha mentido, que no es una belleza, sino del montón; que no tiene los ojos grises, sino amarronados y de lo más comunes; y que no es exactamente alta, sino más bien baja; bueno, muy bajita. Tan extremadamente baja, en realidad, que tiene que vestirse en el departamento de niños de los grandes almacenes. Me había pasado cuatro años construyendo ese personaje sin advertir que, una vez más, los enanos se habían encaramado al papel protagonista. Esto puede dar una idea de la impetuosidad de los fantasmas, de su carácter tiránico e indomable. Hacen lo que quieren. Te mangonean.
En mi siguiente y por ahora última novela, El corazón del tártaro, y amedrentada por el empeño liliputiense, decidí mencionar un enano conscientemente, para ver si de ese modo conjuraba su aparición subrepticia. Y así, al final de la novela cité a Perry, uno de los asesinos reales de A sangre fría, el maravilloso libro de Truman Capote. Perry, que había sufrido un accidente en su adolescencia, tenía las piernas muy cortitas: cuando se sentaba, le colgaban en el aire sin rozar el suelo. Era una especie de enano, en realidad un sucedáneo traumático de la enanez.
Y de nuevo estuve largos años escribiendo el libro, de nuevo corregí galeradas, de nuevo pasé por la barahúnda de publicarlo. Llevaba un mes de promoción cuando acudí a un programa de radio. «Ya he encontrado tu enano en este libro», me espetó la periodista Consuelo Berlanga, con la que había hablado sobre el tema de los fantasmas en la novela anterior. «Sí, claro», contesté; «he mencionado a Perry de manera consciente y a propósito». Y entonces la lúcida Consuelo me dejó turulata: «¿De qué Perry me hablas? Tu enana es Martillo». Y tenía razón; Martillo es un personaje secundario, una adolescente suburbial diminuta y enteca que parece una niña, pero que no lo es; que vive en la ilegalidad como si fuera adulta, pero que aún no ha crecido. Es una enana perfecta y yo tampoco había sido consciente de su naturaleza.
En otoño de 2000, acudí a la ciudad alemana de Colonia para participar en un festival literario. Una noche estaba en mi habitación estrecha y limpia (todos los hoteles económicos de Alemania tienen unas habitaciones tan estrechas y tan limpias como celdas de monje), tumbada vestida sobre la cama y haciendo aburridamente zapping en la televisión, porque no comprendo palabra de alemán y todos los canales eran germanos, cuando me sucedió algo extraordinario. En la segunda cadena estaban poniendo un documental; era un buen documental, eso resultaba evidente por la impecable factura de su imagen. Trataba, o eso me pareció entender, de los circos en Alemania durante los años treinta, bajo el nazismo. Maravillosas filmaciones en blanco y negro y abundante material fotográfico mostraban el ambiente circense, con mujeres barbudas, gigantes cabezones, enanos vestidos de payasos; seres muy alejados del terrible ideal físico de la raza aria y por consiguiente todos ellos, presumiblemente, carne de matadero para Hitler.
Y de pronto la vi.
Me vi.
Era una liliputiense perfecta, rubia, muy coqueta, una indudable estrella del espectáculo, porque hablaban mucho de ella y porque aparecía en infinidad de fotos y de películas, con su melena lisa y atildada, su corona o diadema en la cabeza, sus pulcros trajecitos de ecuyere circense, el cuerpo de satén bien ajustado, la faldita corta y atiesada a los lados, como un tutu de bailarina. Tenía un tipo muy bien proporcionado, fino, como de niña, y una cara de rasgos regulares. Hubiera podido pasar por una cría de no ser porque tenía algo definitivamente dislocado en el semblante, la edad sin edad del liliputiense, esa inquietante expresión de vieja en el rostro pueril, la sonrisa siempre demasiado tensa, los ojos desencajados bajo sus cejas negras de falsa rubia. Tenía un aspecto muy triste con su disfraz de fiesta. Daba un poco de angustia. Daba un poco de miedo.
Y esa enana era yo. El reconocimiento fue instantáneo, un rayo de luz que me quemó los ojos. Tengo una foto de mis cuatro o cinco años en la que soy exactamente igual que la liliputiense alemana. Fue una breve época en la que a mi madre (a quien quiero muchísimo, pese a ello) le dio por aclararme el pelo y dejarme rubia; de manera que yo llevaba la misma melena que la enana, también atirantada hacia atrás o con diadema, y con las mismas pupilas negras y cejas retintas. Asimismo vestía trajecitos cortos de cancán y vuelos, semejantes en todo a los de ella. Pero lo más espectacular es la expresión, esa sonrisa forzada algo siniestra, esa cara de vieja agazapada tras el rostro infantil, esos ojos sombríos. No soy yo, soy ella.
Siempre me espantó esa foto mía. «¡Pero si estás muy mona!», dice mi madre (y por eso la quiero tanto, entre otras razones: por ese ciego amor inquebrantable). Pero yo no entendía a la extraña cría del retrato, no la reconocía, no la podía asumir. Supongo que en la negrura de mi mirada asomaba ya, sin que nadie lo supiera, la enfermedad: padecí tuberculosis de los cinco a los nueve años. Pero no era eso lo que me angustiaba de la instantánea, era algo más, algo indefinible, como el vago eco de un dolor que sabes que has sufrido y que no consigues recordar. Sin embargo, ahora que sé que es una enana, me he reconciliado totalmente con la niña de la foto. Incluso la he puesto, enmarcada, encima de mi mesa de despacho, aquí delante. He intentado localizar el documental infructuosamente: quería sacar una instantánea de ella, de la otra, para ponerla junto a la mía; y hacerme traducir el programa, por si dicen qué fue de esa conmovedora liliputiense en el infierno nazi; si acabó en la cámara de gas como tantas otras criaturas «no perfectas», o si la utilizaron para sus espantosos experimentos médicos, una posibilidad aún más aterradora que por desgracia entra de lleno en lo posible. Quién sabe qué tragedia ha vivido, hemos vivido. Después de todo, resulta que la frase de Monterroso posee un significado literal: «Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a simple vista». Es verdad. Tiene razón. A mí me sucedió justamente eso en un hotel de Colonia.
¿Por qué se pierde un escritor? ¿Qué sucede para que un novelista maravilloso se hunda para siempre en el silencio como quien se hunde en un pantano? O algo aún peor, más inquietante: ¿a qué se debe el hecho de que un buen narrador comience de repente a redactar obras espantosas?
Muchos, sin duda, se rompen el espinazo con el fracaso. El oficio literario es de lo más paradójico: es verdad que escribes en primer lugar para ti mismo, para el lector que llevas dentro, o porque no lo puedes remediar, porque eres incapaz de soportar la vida sin entretenerla con fantasías; pero, al mismo tiempo, necesitas de manera indispensable que te lean; y no un solo lector, por muy exquisito e inteligente que éste sea, por mucho que confíes en su criterio, sino más personas, muchas más, a decir verdad muchísimas más, una nutrida horda, porque nuestra hambruna de lectores es una avidez profunda que nunca se sacia, una exigencia sin límites que roza la locura y que siempre me ha parecido de lo más curiosa. A saber de dónde saldrá esa necesidad absoluta que nos convierte a todos los escritores en eternos indigentes de la mirada ajena.
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