Juan Onetti - Cuando ya no importe

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Y así había llegado al borde del agua que llamaban arroyo. Cargaba en la espalda una bolsa de trapos. Allí busco entre los yuyos que alimentaba el agua, estuvo eligiendo y apartando hojas y, cuando logro dos puñados de las infalibles, las fue amasando mientras murmuraba plegarias en un idioma que había muerto para los gringos siglos atrás. Con esa pasta vegetal se froto el vientre hinchado sin dejar de hablar con los dioses de la selva. Luego se arrastro hasta la orilla del arroyo y espero sufriendo, despatarrada, segura de su triunfo.

Había olvidado traerse un cuchillo o una navaja que hubiera olvidado cualquiera de los hombres de la casa. Pero tenia allí, junto al arroyo y en abundancia, árboles de yaba con sus hojas ovales y tiesas de bordes filosos como los de un cuchillo gastado.

Así que los tres muchachos rubios, cuando regresaron malhumorados de la obra, no encontraron a Eufrasia ni comida. Recurrieron a restos de lechón asado y a las latas de conservas y estuvieron mas cando, bebiendo agua mineral, mientras la noche se apuraba. Rabiosos, aplastaban insectos alrededor de la lámpara maldiciendo a Eufrasia y a su ausencia, puteando a los peones que habían exigido doble salario, doble miseria, por trabajar en el día de San Cono.

Y al final de la cena de penitencia, luego de cambiar recuerdos y nostalgias, se preguntaban en voz alta y sin respuesta que había sido de mi. Mientras fumaban sus cigarrillos importados, el mas pe-coso dijo en ingles: «I heard some of the darkies talking about going on strike. Yes I'm sure. Someone said strike. There must be a communist infiltration. I think we'd better advise the Enterprise» [1].

– Y a la CIA.

'"' -Y, según el capataz, el San Cono ese solo hace milagros para los ricos. Porque hizo Hover en la ciudad y aquí, en los campos, ni una gota.

Eufrasia volvió a la casa antes que yo regresara. Ya no se apoyaba en su falso bastón, el revoltijo de trapos colgando en la espalda delataba manchas oscuras. Iba muy lenta, siempre con las piernas rígidas y al pasar cerca de la mesa y los hombres, solo dijo «perdón» y se hundió en la oscuridad para tirarse en su catre. Hubo que esperar al almuerzo del día siguiente, presidido ahora por mi, para que ella explicara lagrimeando mientras vigilaba la carne en el asador:

V-Era un machito y se lo llevo el agua. Yo trate de manotear pero el arroyo me pudo. No lloro porque los angelitos van al cielo hasta sin bautizar. Me lo dijo el padre.

20 de septiembre

El trabajo ya concluido y el calor, excesivo para estas fechas, me habían impuesto el habito de madrugar. Cruzaba los cientos de metros que me separaban del extreme de la loma, pisoteando con las botas embarradas el nunca nada mas que recién nacido pasto amarillo.

Miraba distraído el cumplimiento del amanecer, la claridad de la mañana, la vaga, siempre mentirosa insinuación de brisa que simulaba tocarme la cara. Encendía el primer ardiente Gitane de la jornada y miraba el riacho, la lejana mancha negra y tuerta, parecida a un insecto y totalmente inútil. Evoque, laxo, figuras y rostros que había abandonado sin remordimiento. Aquellos ingenieros jóvenes a los que fingí haber ayudado ya estaban de regreso en ciudades remotas a las que llamaban patria y hogar. La represa, construida por indios y mestizos de costillares casi visibles, hambrientos, nunca del todo borrachos, repugnantemente dóciles bajo sus gritos, sus insultos obscenos de acento cómico. Tenia que ser así y así había sido.

Desde la casona blanca llego la voz de la Eufrasia:

– Comida, don Chon.

A veces me llamaba don Chon, otras patroncito.

También, a veces, la niña rubia se acercaba para embarullarme los recuerdos. Pedía cuentos y yo le daba algunas monedas y enormes mentiras.

Ella me escuchaba con ojos desconfiados y una sonrisa inquieta que se asomaba y se iba.

Tenaz, nunca del todo satisfecha, la niña interrumpía las invenciones con preguntas que provocaban mentiras mayores, respuestas que no convencían.

Cuando, meses después de la primera reunión, Elvira, la niña, comenzó su turno de mentiras propias, quede asustado y desde entonces la pensé de manera distinta. Porque la riqueza de las fantasías infantiles me desbordaba e iba convirtiendo en persona a la niña mugrienta y descalza que parloteaba a mi lado.

28 de septiembre

Era inevitable que los mejores amigos del hombre se acercaran desde ignotos rancheríos para intentar ser alimentados a cambio de lamer manos y mover la cola.

El primero se asomo con miedo y curiosidad por una esquina de la casa. Tema color canela y por lo tanto, en exceso de originalidad, los otros tres hombres lo bautizaron Canela o El Canela.

Este primero recordó su infancia, la época en que era cachorro y todos sus destrozos provocaban gracia, simpatía y a veces hasta cariño, dependiendo de la idiosincrasia de los distintos amos. De modo que al principio, una vez admitido con indiferencia, comenzó a corretear persiguiendo mariposas que no había, ladrando a pájaros que huían y regresaban. Luego, cansado por anos y penurias, miraba con ojos de perro a la mal hecha mesa de tablones donde -lo sabíamos de el principio de sus acrobacias- había comida, cuatro hombres comiendo algo. Su olfato no descubría nada especialmente tentador; pero acepto un hueso descarnado que le tiraron con desgana y desprecio, como se da limosna a un mendigo molesto, casi insolente.

Este perro desapareció como los demás y nunca volví a verlo.

30 de septiembre

La primavera se insinuaba, para retroceder con vergüenza luego de dos o tres noches sin estrellas y abundantes truenos que buscaban ser temibles antes de su previsible renuncia. El débil sol del invierno se mantenía entibiado, soportable. El no, siempre manso, continuaba atesorando temblores y brisas.

En la casona próxima al agua habitábamos solamente Eufrasia, yo y la chiquilina, Elvira, a la que su madre llamaba Vira, Virita o criatura de mierda según los humores que traía al regresar de sus visitas a la ciudad. Según le hubiera ido porque ella, increíblemente, conservaba clientes y era fértil en variaciones.

Como consecuencia de la fallida imposición del verano, nos quedó una llovizna de hilos muy delgados, permanente en noches y días y que parecía impregnada por los olores de la selva nunca invadida.

A veces dedicaba mis días, tórax desnudo, a recitar viejos cuentos a Elvirita que, sentada en mis rodillas o medio dormida en la pequeña cama, corregía con puñetazos amistosos toda modificación a la leyenda ya escuchada, ya sabida.

Después de la siesta, costumbre ineludible y feliz ignorada hasta mis veinticinco anos de edad y descubierta con placer en el bochorno san mariano, aceptaba los mates con hierba y yuyos que me cebaba la Eufrasia.

Y, en uno de mis viajes a Santamaría, el doctor Díaz Grey me dijo: «Amigo, ya sólo le esta faltando un pingo rosillo o tubiano o pangare o como sea que los llamen, para convertirse en el gringo que se salvo de la selva pero se trago el folclore». A todo yo sonreía sin dar respuesta. La represa aguantaba así como yo soportaba la vida inmóvil a la-que una entrevista y luego una carta me tenían condenado.

Mas de una noche, bajo el mosquitero sospeche que mi destine estaba unido al de la represa, embalse o presa.

La llovizna persistía para todos y era fácil imaginar un vasto mundo lloviznando sin pausas. Y, atravesando la terca cortina de agua, llego una tarde a la casona el cartero. Había venido pedaleando la bicicleta. Habib era gordo y calvo, renuente a la jubilación. Solo ofrecía un papelito estrujado, sucio de firmas y sellos.

Ante las ofertas y simpatía, Habib mostró los largos dientes amarillos bajo el bigote triste y repitió su vieja broma.

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