Juan Onetti - Cuando ya no importe

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– Yo tengo dos dioses y los dos son únicos y verdaderos. Así que se anulan. Denme, si tienen, achuritas de chancho y un buen trago de cana.

Comía cerdo, saboreaba cana y aquella tarde aconsejo:

– Vaya pronto, don, que es un cajón muy grande y pesado. Verdadera tentación, créame. Usted ya debe saber, a esta altura, con que bueyes aramos.

La gran caja era la respuesta a mis pedidos. Pero Eufrasia y la niña quedaron boquiabiertas y como paralizadas por esperanzas distintas, la curiosidad y la avidez. Tan distintas, porque Virita solo esperaba sorpresas y la medio india valores.

La caja no era tan grande como la habían soñado. Con cuerdas y alambres pudo ser traída desde la ciudad hasta la casona en mi jeep y tuve que atravesar la espesura mental de un terceto de burócratas ávidos de pesos y explicando que todas las demoras y las imbéciles, reiteradas preguntas, se hacían por obediencia debida. Pague dócil, pasivo, esquivando curiosidades, hasta que pude adueñarme del tesoro ignorado que contenía la caja de madera y que sospeche inferior a los sueños y ansiedades de la triple espera. Tal vez también el cartero y su bicicleta quisieran enterarse.

Aunque reducida en la esperanza, la caja había atravesado medio mundo cargada de sorpresas e incomprensiones. El cartero de los bigotes tristes ayudo con un fierro y un martillo a destaparla. Adentro había un tocadiscos ultimo modelo, una caja mas pequeña cargada de discos que llegaron sin quebrarse. Además, y sobre todo para mi, dos docenas de libros editados en Francés y con las muy conocidas cubiertas amarillas y un álbum con reproducciones de cuadros famosos.

A la luz de la lámpara Aladino la noche se prolongo en alegrías, desdenes y explicaciones elementales.

– Por que no habrá mandado alimentos -dijo Eufrasia- o tan siquiera una radio, que todo el mundo tiene.

La niña repetía una pregunta que variaba entre por que y para que. Finalmente, luego de darle una buena propina al cartero, me anule llevándome un libro a mi camastro de hojas y acomodando a mi la-do la lámpara que me permitiría lastimarme los ojos hasta el amanecer. Releía viejos libros como si estuviera logrando unirme de verdad a los autores y el placer se mezclaba con la tristeza de sentirme ausente, tal vez para siempre, del mundo de verdad, del mundo que yo había conocido y donde en la adolescencia fui formando con días y noches mi personalidad. Tal vez cuando se insinuaba el amanecer ardiente, llegue hasta apretarme la mandíbula para no llorar. Pensaba que cada ciudad, cada etapa de la vida hacen un mundo y me era impuesto comparar este mundo del no de Santamaría de los hombres analfabetos y el ambiente del Chamame, antro donde cada tanto iba a elegir a mi puta. Siempre que el tiempo lo permitiera. Mi cerebro tenia un recurso llamado Diaz Grey pero al cual ahora me era imposible recurrir. Me iba angustiando la atenuada sospecha de que el resto de mi vida pudiera transcurrir frente al rió y la represa, junto a dos hembras de edades muy distintas y semianimales. Pero la autocompasión y la nostalgia, exageradas sin quererlo, no eran útiles para el consuelo.

Los anos pasados en Francia, a pesar de hambres, fríos y lluvias, habían sido un estar en el mundo. Aquí, a pocos kilometres de un pueblo que aspiraba a ser ciudad, me sentía como testigo del nacimiento de la vida terrestre. Los insectos de formas extrañas y siempre voraces de sangre, los aullidos de animales todavía desconocidos que llegaban desde el bosque me confirmaban que no estaba verdaderamente habitando un mundo real.

Todavía puedo recordar, como si la hubiera visto alguna vez, aquella caja de cigarrillos. La habían hecho de madera cara y delgada, de inexcusable color habano. La tapa, de cerámica coloreada, reproducía fielmente la escena que adornaba la tabaquera de Pirron que le fue hurtada en un convento donde le dieron amparo en una noche tempestuosa.

22 de octubre.

Aunque el álbum tenia como titulo Pintura de Francia grabado en grandes letras doradas, casi insolentes, encontré la reproducción de un cuadro de Picasso. Se llamaba La cortesana con el collar de gemas y recordé de inmediato cuanto me había deleitado y hecho sufrir aquella mujer durante unos meses que vague por Buenos Aires como marinero sin patrón.

Recordé aquellos días, aquellas tardes -me-nos los lunes- en que el museo estaba abierto. Allí se exponía una colección de pinturas que mostraban el gusto exquisito y seguro de quien había ido comprando los cuadros. Ahora los herederos la ponían a la venta y la Cortesana amenazaba irse en el lote, como sucedió.

Tuve lastima y simpatía por aquel muchacho, bien vestido con pobreza y mal alimentado pero compensado por aquel amor absurdo, por la fijación de sus ambiciones. Pero el ser perdido que una vez, en un tiempo, fue parte y principio de mi mismo había sido mas joven, con distancia de anos, así que todo buen sentimiento estaba manchado por la envidia. Echado en el camastro, mirando la cara sensual y ordinaria de la mujer con su gran sombrero emplumado, imaginaba estar a espaldas del muchacho extraviado, tolerado por los guardianes, los ojos clavados con reflexión y éxtasis en la pintura tan ajena.

La claridad, nunca el sol, apoyándose con alegría en las piedras del collar. Un día antipático, frió y ventoso, cuando los estudiantes festejaban la primavera ausente en calles y plazas, entre al museo y fui sorprendido por el caos. Los caballetes habían cambiado de sitio, de las paredes colgaban otros cuadros y mi amor ya no estaba. La injuria al pie de la lamina en la que se leía Memorial Reagan Museum. Texas era aumentada por un cartel: Exposición de pin tores argentinos postmodernos.

Deje el recuerdo y con un sentimiento de posesión y crueldad clave a la Cortesana contra un simulacro de tabique hecho de tablas. Sabia que al poco tiempo el verano eterno y sus manchas de sol iban a amarillear a la mujer, la iban a torcer e hinchar como el cuerpo de una embarazada.

Elvirita arrastraba y torturaba los restos de un camioncito de juguete, sentada en el polvo. Me espiaba y simulaba volver a su tarea. No consiguió respuesta cuando pregunto:

– ¿Esa es tu novia? -y luego-: ¿Para ser señora hay que ponerse un sombrero así?

Y una tarde sin Eufrasia, llena de nubes blancas, con amago increado de tormenta, estaba leyendo un viaje que hizo mi amigo Bárdame (era uno de mis amigos, nunca vistos, los que imponían talento con palabras, frases, a veces libros enteros) cuando Elvirita pregunto:

– ¿Que haces?

– Leo -respondí sin mirarla.

– ¿Que cosa? ¿Que es leer?

– Palabras.

– ¿Están todas en el libro que lees?

– Todas.

– Las que dice la mama y yo también -pregunto la chica.

– Todas. Todas las palabras se hacen con letras.

– ¿Que son?

Le mostré una pagina del libra y señalé con el cigarrillo sin encender.

4 de noviembre.

Llegaron las lluvias. Hace días que llueve sin viento y las rayas brillantes parecen agujas de metal finas para siempre, impuestas con odio para aumentar depre, mufa, haina, cafard.

Bien se que siempre se esta rodeado de campo, siembras y cosechas, sobre todo viñas, y habrá miles de personas alegrándose con el agua bendita que puede salvar lo que plantaron con fatiga, recogerán con fatiga para esperar el fatigoso chalaneo con los compradores que se habrán descolgado desde las ciudades para estafar y mentir promesas. Claro que los enviados no son mas que eso. Atrás están los empresarios, las multinacionales invisibles y seguras de que el chalaneo les resultara ventajoso.

Pero mi mal humor no se contagia de las alegrías pasajeras de los destripaterrones. Algo le pasa a mi vista y leer me resulta molesto. Lluvia y nada de libros y el olor grasiento de las comidas que prepara Eufrasia (A que esta muy rico, verda patroncito) y además apestan las inevitables tortas fritas.

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