Juan Onetti - Cuando ya no importe
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Cuando le agradecí con una sonrisa de buena digestión algo que no se que era y que podría llamarse, con ironía cruel, tournedos aux fines herbes, sonrisa que ella me devolvió con su perfecta dentadura postiza y unas llamitas esperanzadas en los ojos, tuve un pequeño susto por la situación, por ella y por mi mismo.
La cara de la mujer seguía siendo inadmisible pero las nalgas podían competir ventajosamente con las de cualquier muchacha africana. Por lo menos, en aquella media tarde entibiada y lluviosa, yo empezaba a sentirlo así. Y solo había tornado un buche de aquella cana que la mujer adobaba con hojas de coca que debían agregarse al primer hervor, como me fue explicado.
27 de noviembre
No puedo saber por que" este recuerdo, esta imagen, que nada parecía anunciarme, se mantiene imborrable después de tantos anos. Puedo pensarla hasta en sus detalles mas triviales.
Estaba durmiendo mi siesta hasta que el calor y un mal sueno me despertaron. Me levante tratando en vano de sujetar la cola del sueno y salí a la resolana. Entonces lo vi. Estaba quieto como una estatua, toda la figura tostada. Tendría unos ocho o nueve anos, desnudo el tórax escuálido, el pantaloncito sujeto al hombro con una sola tira de trapo. Cuando me extrañe al descubrir que su brazo izquierdo sostenía contra la cadera un perrito del mismo color bronce que el, me mostró una sonrisa que proponía amistad y era blanquísima.
– Perdóneme, señor, que le haya entrado a las casas sin permiso.
Trate de devolverle la sonrisa y anduve unos pasos para ponerle una mano protectora encima del pelo endurecido por la mugre y toque al perro con un dedo.
El dejo en el suelo al animal que se apresuro a olisquearme los pies descalzos. Entonces el muchacho se puso a recitar:
– Aquí ando vendiendo perros de pura raza y su precio es a voluntad.
– Conozco esa raza -le dije-. No me acuerdo si se llama cinco o siete leches.
– Perdone, señor. Los hermanitos si pero este no. Lo que pasa es que la madre es una perra muy paseandera. Le juro que este no, señor. Si no me cree tírele del cuero del cogote y va a ver.
Lo hice y puse cara de satisfecho. Cuando mi voluntad se concrete en un billete, el muchacho se asombro.
– ,;Todo?-pregunto.
Esperaba monedas; retrocedió unos metros sin darme la espalda, luego se volvió y se puso a correr.
Cuando Eufrasia hacia la comida al aire libre, y esto a través de un numero incontable de meses se había hecho frecuente, me sobraban perros vagabundos con los costillares casi visibles.
Aquel perrito, perro perrazo, tenia un exceso de fidelidad. Me resultaba imposible apartarlo de mi. Dormía en mi cama hasta en noches calurosas y me acompañaba en el jeep cuando iba de visita al pueblo. Todas mis negativas, mis falsos gritos y amenazas morían en su mirada cariñosa.
Nunca logre que Eufrasia lo tolerara. La mujer me auguraba pestes numerosas por mis aproximaciones físicas con la bestia que se portaba con la mujer mostrando una indiferencia tan insolente que parecía no verla ni escucharla. El perro causo muchas discusiones con Eufrasia aplacadas con caña paraguaya, pero nunca en la cama. Tal vez la mas apasionada fue la provocada por la ceremonia oral del bautizo. En recuerdo de un perro muy querido y nunca visto decidí llamarlo Trajano.
Cuando lo supo, Eufrasia comento entre risas:
– El patroncito esta de broma. Nombres de perros son Fido, Capitán, Lobo, Pelin.
Recuerdo que aquella mañana, al afeitarme había descubierto muchas canas en mis sienes y esto me puso malhumorado y triste. Le dije a Eufrasia con grosería: *
– El perro es mío y lo nombro yo. Se llama Trajano.
Pero día tras día mi resolución se fue gastan-do y el perro acabo por obedecer a la sonora silaba de Tra y se hizo tan amigo mío que a veces su cariño era un estorbo, tal como me sucedió con alguna mujer de mi pasado.
Y en este cuaderno de memorias el perro Tra es inexcusable: porque me acompaño hasta el final, porque jugaba conmigo cuando se produjo en mi 'vida una dicha muy grande, como también una melancolía que conserve hasta hoy.
3 de enero
Cuando Eufrasia se llevo a Elvirita -El padrino la quiere estudiante- me privo no solo de la niña, sino de disfrutar de ese encanto que se llama infancia y que va desapareciendo, según yo la siento, a partir de los tres anos. Comienzan a escasear las sorpresas, tan abundantes cuando se avanza tanteando, palpando con dedos tímidos y todavía inocentes el mundo, sus asperezas y sus blanduras acogedoras.
Flotando ignorante en la dicha de la infancia, Elvirita derrochaba raros privilegios. Mucho tiempo paso y puedo ver la vieja carretilla sin rueda, gris de madera y polvo. Junto a ella la niña invitando con la pregunta que ordenaba:
– ¿Dale que esto es un tutu?
Yo aceptaba sin palabras y sentado sobre el mueble en ruinas viajaba inmóvil, confiado en la pe-ricia de ella, manejadora del gran automóvil de lujo, dándome la espalda, gritando incomprensibles voces de mando.
También puedo verla una noche de calor y luna llena sentada a mi lado en la vereda de ladrillos frente a la casona. Algo le habría dicho Eufrasia sobre el hombrecito que en la luna cargaba eterna-mente un haz de leña. Le dije que no era cierto, que a la luna solo iban las niñas buenas. Entonces no ella, sino la infancia apunto con un dedo sucio al enorme disco y dijo:
– Yo no voy. La luna esta lejos y siempre, lejos hace mucho frío.
Y además, infancia me estuvo dando un día y otro las pequeñas alegrías de las palabras mal pronunciadas. Recuerdos desvaídos por los años y la lejanía. Tal vez enfriados, como dijo la niña.
10 de octubre
Estaba muy lejano el tiempo en que, padre y maestro cariñoso, la sentaba en mis rodillas para enseñarle el alfabeto.
Con fingido desinterés hice a Eufrasia una pregunta distraída y ella me explico en su lenguaje personal que la chica esta con sus padrinos, el es un militar retirado (aquí imagine al viejo baboso) y la tienen como a una hija, tiene amiguitas y esta grande que no la va a conocer, no es que aquí gracias a Dios haya faltado nunca la comida pero los padrinos le dan comida compensada o no se bien como la llaman.
Imagine a la muchacha gorda, obesa, perdiendo por los mofletes el encanto de la inocencia. Divide su recuerdo y mantuve la tarea auto impuesta de anotar los largos pasos que iba dando hacia la civilización mi franja de tierra sanmariana. Ante todo la desaparición de la llamada barranca Yaco, progreso que me permitió reanudar mis visitas al Chámame ya que mi jeep, misteriosamente inútil, ahora funcionaba de manera perfecta, también misteriosamente.
Ya no existía el puentecito de madera y barandas de soga que cruzaba el no para unir. ambas Santamarías. Ahora yo veía blanquear la superficie de una lengua de cemento -hasta se hacia sostener por tres arcos- que soportaba el paso de grandes camiones siempre que lo hicieran bien distanciados y en fila india. Y por sobre todo yo tenía, otra vez en mi vida, la primavera con su inquietud, con la imposición de hacer proyectos y con muchas noches castas en las que Eufrasia me reiteraba la jarra de lata y yo bebía y fumaba sentado aruera en un sillón hecho para un trasero mayor, contemplando el lento viaje de la luna sobre las copas renegridas del bosque.
Pero debajo de cada primavera están acumuladas, inconcretas, otras, de recuerdo ya envejecido que han depositado para siempre su gota de dulzor o amargura en la memoria. Gotas que reviven e impregnan sutiles la primavera recién nacida. Y si, el pasado es inmodificable.
Un atardecer me fui llenando de ganas de visitar Santamaría Vieja y el Chamame con la esperanza de encontrar alguna puta no repugnante, no demasiado estragada y con el carnet de salud al día. Además podía cumplir con el pedido de la loca mujer-hija y visitar al medico que siempre velaba hasta la madrugada.
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