Juan Onetti - Cuando ya no importe
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El dios de segunda organice una guerra entre amarillos y rubios del norte. Lugares de temperaturas buenas para esquimales, según creo. Así que los soldados morían baleados o ensartados como pollos en bayonetas o reventaban congelados. De modo que los fabricantes de textiles no podían evitar las dos primeras formas de muerte pero trataron de retardar la ultima exportando ponchos, mantas o cualquier forma de abrigo. Bueno, como le venia diciendo, yo pagaba religiosamente cada viaje. Taca taca. Pagaba en buenos billetes, al que llamaremos guía, para que repartiera. Cantidad según mercadería y peligros. Y todo así hasta que un buen día cae el guía o jefe de ruta que era un moreno grande como una casa, Manuel se llamaba, cae y pide entrevista. Le dije que hablara y lo que dijo me lleno de asombro y en el momento me costo creerle: La indiada ahora no quiere mas el pago con billetes de banco cada día. Con eso van comprando menos. Uste sabe que es así. Es la inflamación y a todos perjudica. Uste tiene muchos, patrón, y que Dios se lo bendiga y lo haga crecer. Pero uste también perjudica.
Los dos, recuerdo, cerca de mediodía con un calor que daba asco, los dos con el matapenas a la vista y al alcance. Jamás escuche a Manuel hablar tan largo.
– No entiendo -le dije. Y en ese momento era verdad y empecé a sospechar una marranada, pero no me era dado adivinar de que se trataba ni de donde vendría.
– Me dieron aviso y no se van para atrás. Quieren cobrar en oro, en esas monedas que llaman terlinas.
Yo mucho le argumente que era una complicación -disparate, dije primero-, pero el mulato seguía firme: Ultima palabra, dicen, y amenazan con pasarse a don Aniceto. Así estamos, patrón.
Después de dar vueltas y mirar el asunto por todos los lados, hubo acuerdo. Y este es el pacto rigurosamente cumplido. Yo cambiaba pesos por libras con una pequeña ganancia. Siempre había excusas. Las libras iban a Manuel, este las ponía en un recipiente que había contenido rodajas de abacaxi y, una vez pesada la mercadería, venia el reparto. Le insinué a Manuel que aquello me parecía un poco injusto.
– No, patrón. Ellos lo quieten así. Al voleo. El que agarra, agarra, y el que no, se jode.
– Supe de un muerto y de varios maltrechos.
Aquí el turco cambio de tema y dijo:
– Yo no soy de leer mucho peto puede que usted si. Y dígame, si usted esta leyendo un libro y se encuentra con un tipo que habla tanto como yo, de que hace? Cierra el libro y putea al que lo escribió.
Ahora si señalo la gran carcajada del turco que se alivio doblándose. Después dijo:
– Es una especie de enfermedad y hasta me han dicho que tiene nombre.
15 de noviembre.
Apunto un sueño sin retocarlo:
El hombre llega sudoroso en un caballo viejo y lento, tercamente ajeno a los apuros que buscaba imponerle el látigo. La gorda panza dividida por la cincha en dos. Encajado en aquel paisaje y aquellas costumbres, el forastero resultaba disfrazado. El jinete, desmontando con penuria, se revela pequeño y flaco, anda con el cuerpo recto y rígido, en un muy viejo afán de simular estatura. Piernas enfundadas en polainas, tiras de genero hasta las rodillas y una sombrilla roja sin desplegar. Cuando logra apearse de la cabalgadura avanza autómata unos pasos, alarga gran sobre marrón. Detrás del hombre y su ridículo, la mujer del doctor salta de entre los altos yuyos, se arregla ropas, acaba de orinar, no se seca. Sonriente avanza hacia mi asombro, sonriente jovial contiene la risa, me alarga una mano. Caballo preñado y hombre con sombrilla y gran sobre arrimados a la casa, a la sombra única del gran pino. Ella cabecea, afirma, sacude el borde de la falda como abanico para aliviarse del calor. El esta examinando las laminas coloreadas sujetas a las tablas de las paredes, tal vez para adornarlas, tal vez para intentar detener las rachas frías de las madrugadas. Yo respetuoso. Permanezco afuera, miro el contenido del sobre. Dos niñas juegan y ríen yendo hacia el rió. La mayor y esposa del doctor insiste en fingir comerle la barriga a la pequeña, arrancarle pedazos que simula comer. Rubita, panza arriba en el suelo, carcajea. Festeja, se retuerce por las cos-quillas. No me avergüenza abrir la sombrilla roja y caminar cuidadoso hacia el no y su curva. La mujer se aparta de mi. Dice, incongruente, en voz alta: «Dijo mi papi que le manda decir que cuando vaya de putas nos venga a visitar».
25 de marzo.
Mucho demore en satisfacer la invitación que me había trasmitido en mi sueno la mujer de Diaz Grey. Y nadie tuvo la culpa. A fines del verano comenzó, manso e infatigable, lo que llamaban el tiempo de las lluvias. El agua del cielo caía ruidosa y tibia sin mañanas ni noches. Todo el mundo era gris, invariable y sin dar esperanza. V La niña con su madrina desde días antes. De modo que allí estábamos solos, encerrados y malolientes Eufrasia y yo. La mujer cocinaba, yo leía sin entusiasmo. La mujer también acumulaba chismes sobre familias de Santamaría Este, gente que yo no conocería nunca. Pero los primeros días de calor y humedad yo comentaba: que me dice, no puede ser, que barbaridad. Y muchas veces mis palabras no coincidían con lo que hubiera correspondido decir. Des-pues pase a los monosílabos y luego al silencio. Ella hablaba, yo leía o contemplaba el paisaje monótono del ventanal de la habitación mayor donde estábamos atrapados. Con el torso desnudo me distraía contando las gotas de sudor que me caían de la frente y el cuello. La ducha del cuarto de baño se negaba a funcionar; de modo que yo salía afuera, me duchaba y jabonaba bajo la lluvia, a pocos pasos de la casa.
Cuando entre, ella seguía conversando, ahora con el jarro de lata que contenía su bebida favorita, casi la única. La probé una vez y me abraso garganta y esófago. Viendo mi cara se puso a reír y me explico que no era aquella bebida.
– Es fuerte, patroncito. La primera vez, pero uno se va acostumbrando. No es como aquel güisqui de los gringos. Como usted poco toma, todavía quedan botellas. Esto no es cana brasilera ni cana para-guaya. Pero es las dos cosas con un agregado de mi idea. Hay que hervirlo, pero hay que saber como, junto con hojas frescas.
Me alivie tomando mucha agua del porrón de barro. Cuando la luz empezó a escasear le pedí a Eufrasia que encendiera y me trajera un farol de mantilla para seguir leyendo. Deposito el farol sobre la mesita que había soportado el peso de mis pies des-calzos. Me pareció de inmediato que el calor aumentaba. Ahora la luz le iluminaba la cara desde abajo. Resaltaban sus pómulos de india y su sombra alargada se movió débilmente en la pared.
– Eufrasia: usted tiene un hermoso culo.
– Yo se que esta mintiendo, patroncito, patroncito, pero estuve contando cuanto tiempo anduvo demorando.
Me levante y estuve mirando por unos segundos la cara burlona de la mujer que no me pareció tan fea como la de todos los días. No hubo mas prologo. Ella echo a andar hacia su sucucho, segura de que yo la seguía, ligado al imán de su trasero, aunque no necesitara oír los pasos de mis pies desnudos.
Pareció que hubiera un desafió sobre quien se desnudaba primero a juzgar por la velocidad de nuestros movimientos. Gano ella y se tumbo en el colchón, aplastando protuberancias.
Con las ansias, sus olores femeninos revelaron su violencia y el placer le deformaba la cara: estaba bizca, suspiraba con la boca abierta como para facilitar la salida de finos chorros de saliva tenidos de verde por las hojas de coca. Sentí que aquello me enfriaba y manotee las baldosas del suelo buscando la ayuda de cualquier cosa. Conseguí una bolsa de arpillera y le tape la cara. Curiosamente, esto pareció excitarla todavía mas y redoblo sus esfuerzos hasta alcanzar, un minuto después que yo, la dicha y la locura, rodeadas de un griterío, frases sin sentido.
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