Juan Onetti - Cuando ya no importe
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Ahora tenia casi enfrentada la casa. Un cuadrilongo blanco y sin gracia semejante a una caja de zapatos, sostenido por catorce pilares. En ese momento empezó una llovizna de hilos de plata muy separados entre si. Sentí que el agua me resbalaba por la nuca mientras fui y alcance la casa del medico. Me habían dicho que en un tiempo hubo estatuas de mármol en el jardín pero estaba raso y descuidado. Empuje el gran portón negro de hierro con letras entrelazadas: J.P.
Aplastado y azul contra la puerta hostil dentro del overol ya húmedo, algo protegido del agua por una marquesina que sobresalía como un pueril desafío, apreté el timbre con furia y grosería. Estaba solo y temblando y el paisaje anochecido también se veía solitario y en suave temblor detrás de los espesos hilos de la lluvia.
Por fin abrió, impetuosa, una mano que hizo golpear la puerta contra la pared. Me quite la gorra con la desteñida inscripción de una empresa petrolera y quede enfrentado a una mujer muy alta y flaca, muy rubia, que mantuvo descubierta una hermosa dentadura, en silencio, mientras miraba la sombra del paisaje mas allá, por encima de mi hombro. Le quedaban restos de infancia en los ojos claros que entornaba para mirar -una luz rabiosa, desafiante, que se arrepentía enseguida-, un poco en el pecho liso, en la camisa de hombre y el pequeño lazo de terciopelo al cuello; un convincente remedo en las piernas largas, en el sobrio trasero de muchacho, libre dentro del pantalón de montar. Tenia los dientes superiores grandes y salientes, la cara asombrada y atenta.
Siempre sonriendo dijo con frases inconexas que no aceptaban matices:
– Estas malas noches la cosa es que estamos solos y cada lluvia que nunca llueve en el campo nos mata los fusibles y el doctor mi padre se enoja y hay que andar de un lado a otro con el olor asqueroso de las lámparas y ahora tiene que entrar y secarse mientras yo voy a preguntar.
Una carcajada infantil y se fue hacia el calor de la casa dejando la puerta abierta contra la pared.
Abandonado y dudoso, perseguí al rato el ruido de los pasos de la mujer. Camine por un corredor con suave olor a cuero y me detuve en una arcada donde colgaban cortinas oscuras en los costados. Mas allá, adentro, había una gran habitación iluminada y cálida. La mujer se había sosegado sentada junto a la gran mesa con carpeta verde y mantenía con voluntad, mas estrecha ahora, la sonrisa sin destino visible.
De pie frente al vidrio combado de un ventanal que daba al no, quieto y de espaldas, un hombre vestido con túnica blanca miraba hacia afuera.
Nervioso por el silencio y la inmovilidad tosí dos veces y el hombre de la túnica se volvió. Era flaco, con escaso pelo rubio, las curvas de la boca trabajadas por el tiempo y el hastió. Me saludo con una cabezada y enseguida dijo, como si hablara a solas:
– La puerta. Nos vamos a helar.
La mujer se levanto y recorrió apática, de regreso, los metros necesarios para llegar a la puerta y cerrarla con otro golpe violento. Después echo cerrojos y cadenas.
Exactamente dentro del sonido rabioso volvió a hablar el hombre:
– No lo esperaba -tenia un gran cansancio en la voz grave-. En realidad no esperaba a nadie. Es cierto que a veces vienen, algún mono de la policía. Pero siempre sin que yo lo presienta. Haga-me el favor, siéntese ahí en el sillón. Cerca de la estufa que voy a enchufar. Y pensar que por la mañana nos faltaba el aire. Tanto calor hacia, el ventanal abierto.
La mujer estaba de vuelta, silenciosa y perdida la sonrisa; miraba la noche que se consumaba afuera separada de ella por los vidrios y las cortinas ahora inútiles. De pronto advertí que había desaparecido sin que yo lo notara.
– Una visita imprevista pero previsora, la suya -dijo el medico-. Cuantas veces habrá escuchado a algún idiota que afirma novedoso mas vale prevenir que curar. Y lo dice como si acabara de trasmitirle el secreto en el monte Sinaí. Es mi mujer, mi enferma. La cuido, quiero protegerla desde que era una niña. Tal vez vuelva al tema. Ahora le pido que me cuente por que vino a esta casa. Ya ni soy medico de verdad. Tengo mucho dinero que en rigor no puedo llamar mío. Juego al forense por curiosidad. Maligna, perversa acaso. Aunque por las mañanas voy con frecuencia al hospital. Mi sucesor, Rius, me consulta sobre enfermos y enfermedades. Cree que yo se mucho. La verdad es que lo que ambos sabemos es muy poco. La medicina no es mas que un medio para ir postergando la muerte. Ah, perdone.
Se levanto, rodeando el escritorio y dijo, casi gritando, junto a la puerta por donde había salido la mujer:
– Nina. Del de doce y vasos. Paciencia y buena porque ya falta poco.
Volvió a su silla o butaca, destapo una caja llena de cigarrillos y la hizo resbalar hacia mi furia dominada, expectante.
– Otra vez perdón -dijo sonriendo-. Ahora fumamos y usted habla y yo escucho, que ese es mi destino; y no se trata de escuchar solo palabras.
– Todo muy interesante. Y agradezco -me burle-. Pero yo vine con la esperanza de salvar a una mujer. Con tantos raros tropiezos, la infeliz ya debe estar muerta arriba de la mugre del catre.
– Conozco. Bolsas de arpillera rellenas de pasto. Tengo un recuerdo. Después le digo. ¿Enfermedad?
– Muy simple. Estaba pariendo y no podía parir. Solo mierda y sangre.
– Si, es la poesía de todos los nacimientos. ¿Es blanca, india, mestiza?
– Mestiza, diría yo. La piel casi negra pero no la forma de la cara, los huesos. Y fíjese, doctor: tiene una hija blanca y rubia.
– Curioso. Algún suizo alemán que no pensó en el racismo. Una urgencia. Se perdona.
– Puede ser. No me interesan las leyes de herencia ni el pasado amoroso de la mujer. Y le pregunto que hacemos, que piensa hacer usted.
El medico encendió un cigarrillo y ofreció fuego.
– Gracias, no fumo -le mentí sin saber por que.
– Lo felicito. Lo que haré yo se llama nada. Escuche. No a mi sino al ruido del agua con piedras en el ventanal. Piense en el zanjón de Genser inundado. Por allí no cruza ni un jeep ni un tanque. Eso, en primer lugar. Después tenemos que estas indias son mejores que vacas o yeguas. Para ellas no hay fiebre puerperal porque no saben como se pronuncia. Si oyen esa amenaza de muerte piensan que tal vez será el nombre del nuevo alcalde. El milico Got los nombra anualmente. Y en el ano que les toca tienen que robar lo bastante para despedirse y vivir de rentas. Ya ve: aquí hay costa y hay fronteras, contra-bando como para elegir.
– Si, para mi no es nuevo. Me han dicho que la mayoría de este pueblo vive del contrabando. De manera directa, quiero decir, o por consecuencia.
– Es casi cierto y a mi me divierte mucho. Pero, please, no diga pueblo. Y mucho menos pueblucho, como dijo otro. Con Santamaría basta y yo displease porque lo supongo gringo. Yanqui.
– Oh, no. La empresa, puede ser. Será hija de alguna multinacional. Los compañeros, si. De esos lugares con nombres graciosos. A mi siempre me hicieron gracia y a veces repito los nombres burlándome pero ellos no se molestan y me devuelven la pelota: Oklahoma City, Idaho.
– Comprendo y estoy de acuerdo. Pero me callo. Además, no tengo con quien hablar. No olvide que Santamaría es hoy casi una colonia de la colonia de suizos alemanes. Llegaron con el Génesis.
Entonces irrumpió la mujer otra vez, flaca y alta, retorcida por carcajadas de origen secreto, manejando una bandeja con una botella virgen y dos vasos. Dejo la bandeja sobre el escritorio sin escándalo, con un deslizamiento, una suavidad deliberada e insolente. Se ausento una vez mas. El medico destapo la botella y sirvió, abundante, los dos vasos y dijo:
– Ya se que usted lo prefiere así. Seco, como dicen por acá. Lo he visto en el Chamame. Usted cae por allí con frecuencia cada mes para cobrar el cheque de la ruina que llaman correos a la otra que llaman banco. Es como una menstruación regular, sin susto, sin atrasos. Y en el Chamame, puntual-mente levanta una puta. Una vez cada veintiocho días. Usted es joven y fuerte. Con perdón, me parece poco.
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