Juan Onetti - Cuando ya no importe
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Pero los cuatro hombres no teníamos nuestra iglesia; y además debíamos recurrir a las latas de diecisiete conservas, siempre dudosas. No teníamos iglesia ni heladera a querosén. Porque Tom era baptista, Dick metodista, Harry judío y yo había perdido tiempo atrás una vaga creencia papista.
Estar colocados en aquel casi desierto no era nuestra culpa, era voluntad divina. Si a ellos les nacía algún temor, algún reproche de conciencia, lo descartaban con la oración nocturna y lecturas de la Biblia. Tal vez no coincidieran en interpretar el significado de versículos, frases tortuosas, tenaz reiteración de disparates, amenazas tan terribles que parecían saltar sonoras del papel donde estaban impresas.
24 de mayo
Los viajes de dona Eufrasia con la niña rubia colgada del brazo a Santamaría Este, Colonia Suiza en realidad, acabaron revelando otros motivos que la visita a los padrinos. A cada uno de sus regresos, Tom, Dick y Harry observaban con discreción su barriga creciente y hacían apuestas sobre los meses faltantes y, mas allá, sobre el sexo del no nacido. Nunca quise entrar en el juego de las profecías que ellos trataban de mantener ocultas para la mujer. Pero una vez le oí decir con voz muy tranquila y suave a no se cual de ellos:
– Seguro que hizo lo mismo su señora madre.
Nadie contesto y todos simulamos absorbernos en pequeñas tareas inútiles para ahuyentar el recuerdo de la verdad nunca vista: madre horizontal, despatarrada y suplicante, padre muerto para el mundo, adhiriendo enfurecido sudores de pecho, inconsciente del ridículo vaivén de sus sobrias nalgas de varón.
4 de junio
Para nosotros, que dormitábamos bajo los árboles, vino de improviso. Era una tarde bochornosa y podíamos divisar allá arriba pequeñas nubes negras que se iban reuniendo, fusionándose. Para dona Eufrasia, que lavaba en la gran pileta platos o ropas, debe haber llegado con un dolor, un grito, una sucia palabra. Con pasitos muy cuidados fue llegando a la puerta hasta hundirse en la penumbra fresca de la casona.
Yo fui el primero en despertar al susto. Anduve zigzagueando hasta la ventana de la pieza de Eufrasia y me senté, acuclillado, mi espalda contra el muro, la oreja en escucha.
Como siempre me fue imposible imaginar a Eufrasia llorando, lo que oí no eran llantos sino débiles gemidos de cachorros ciegos. Mientras se acercaban los muchachos, con la siesta interrumpida por mi excursión a la casa, caserón, los gemidos, de agudos pasaron a graves. Llegaron al grito; al balbuceo en las pausas de invocaciones a la Santísima Virgen Maria y a Santa Carolina, mártir y también virgen, protectora de parturientas. Crecían los aullidos y yo sabia que los dolores la estaban revolcando y le es-cuchaba mezclar rezos con maldiciones según las cuales todos los hombres del mundo hedíamos por culpa de mil defectos, prometía usarnos como letrinas y todos éramos hijos de madres excesivamente putas.
Y ahí estábamos, cuatro hombres, impotentes, escuchando el dolor, humillados también porque sentíamos que tras las paredes estaba creciendo un misterio, el primero de la vida, que brotaría mancha-do de sangre y mierda, para irse acercando, tal vez durante anos, al otro misterio, el final. Y nosotros no éramos mas que hombres y nuestra pobre colaboración solo había sido una corta y enorme felicidad olvidada, perdida en el tiempo.
El ruido del llanto y de las quejas de Eufrasia se escuchaba desde fuera de la casilla subiendo y bajando porque era seguro que la mujer mordía algún trapo sucio para aminorar dolores y sonidos. También a veces se interrumpía para rezar gangosa y era posible escuchar su plegaria.
– Ay, Santa Carolina, tan fácil que fue entrar y tan difícil de que saiga.
Los demás se habían apartado hasta el galpón en busca de carne para preparar el asado que comerían con una curiosa ensalada de legumbres y algunas hojas de plantas de perfume fuerte y nombre desconocido.
A cada gemido yo me sentía mas nervioso. Cuando sentí que para mi aquello era demasiado, me levante y les dije:
– Esto no lo aguanto. Voy a Santamaría Vieja que conserva hospital. Busco partera, comadrona o medico. Si la dejamos, la Eufrasia se nos muere.
El cielo estaba nublado y el calor húmedo hacía brotar el sudor. Mientras iba hasta el jeep oí decir a alguno de mis amigos Wasp:
– Parirás con dolor.
Finalmente subí al jeep y lo puse en marcha, resuelto a ir hasta el pueblo en busca de una comadrona para la parturienta. Hundí el acelerador y me aleje de la casona. Tenia que recorrer kilometres y el tanque estaba lleno. Aunque hice después muchas veces el viaje a Santamaría Vieja, ida y vuelta, nunca me entere de cuantas leguas nos separaban. Me aleje hundiéndome en el polvo y en el calor que continuaba creciendo lentamente.
Mientras corría el jeep en aquella tarde que fue bautizada como el día del gran parto, era consciente de que a mi derecha estaba el no. Las casitas de los Pescadores siempre blancas, cuidadas y limpias, la fila de lanchas y el escándalo de los niños, tan sucios y Felices, ajenos a la reiterada prohibición materna: no te me ahogues o te mato. Yo avanzaba siempre paralelo a todo esto. Meses atrás había visitado aquella parte de la costa por curiosidad, casi turística, con el pretexto de comprar algunas corvinas frescas para cocinarlas a las brasas. Si, usted quiere decir a la vasca, recuerdo que me alecciono desde su barca un hombre semidesnudo que hablaba libre de la simpática tonadita de los sanmarianos. Sospeche que me iban a estafar, pero ellos superaron mis cálculos. También escuche voces incomprensibles traídas de países muy lejanos. En uno de mis viajes quincenales, Diaz me aclaro la confusión.
Mas allá, cerca de la ciudad, se amansaba el río y los Pescadores domingueros se agrupaban junto a las caletas. Seguí adelante siempre tratando de conservar una hipotética línea recta, moviendo tierra seca, levantando una polvareda que ondulaba para cubrirme al descender. Y de pronto, sin aviso, un agujero enorme, metros de ancho y atravesando de un costado a otro el camino no trazado que llevaba, hasta que lo cortara el zanjón, a Santamaría Vieja.
El monstruo frente a mi jeep. Ya me habían prevenido sobre su existencia pero, claro, nadie pudo decirme en que lugar de la distancia se abría para tragar viajeros. Entre débiles puteadas, las puteadas siempre se debilitan cuando no tienen destino huma-no concreto, descubrí que a la izquierda alguien había colocado dos largos tablones que se ofrecían para evitar la caída. Pensé si aquel puente primitivo aguantaría el peso del jeep y el mío. Tal vez trabaje un tiempo. Luego enfile el vehículo y cruce lento sobre los estertores de las maderas. Supe otro día que a ese agujero maldito le llamaban Barranca Yaco pero jamás supo nadie decirme por que.
Y luego entre en callecitas, calles, avenidas, plazoleta de inverosímil héroe desmontado. Allí estaba alto y gris, enfundado en un levitón de plomo, sosteniendo paciente con ambas manos un racimo de uvas muy gruesas, acunadas en una hoja de parra. Era como una maqueta grande de una proyectada ciudad desierta con muchos eucaliptos jóvenes, con cortinas de hierro tapando y prohibiendo negocios variados.
Entonces me puse a distribuir destinos y pasados.
Ninguna cortina, ninguna puerta cerrada pudieron sugerirme presencia o temporal ausencia de medico. Una bata blanca, una sonrisa de bienvenida, lustrosa, inmutable por ortodoncia. Y la Eufrasia seguía muriéndoseme. Hasta que lo vi, surgido de ninguna parte, de ninguna puerta clausurada, de ningún estrépito de metales arrollados. Estaba junto al portal que yo, creo, hubiera tenido que atribuir a Artículos navales. El miraba desconcertado la intrusión en k soledad de un jeep y su chofer.
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