Juan Onetti - 32 cuentos
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– Sí, nos visitan todos los días. La distraen. Como no tenemos hijos.
Pensamos que la señora Specht, si quisiera hablar, podría darnos la clave de la pareja, sugerirnos definiciones y adjetivos. Los que inventábamos, no llegaban a convencernos. Eran, ella y él, demasiado jóvenes, temibles y felices para que el precio y el porvenir consistieran en los que se ofrece a los criados: casa, comida y algún dinero de bolsillo que la señora Specht les obligara a recibir sin que ellos lo pidieran.
Tal vez este período haya durado unos veinte días. Por aquel tiempo el verano fue alcanzado por el otoño, le permitió algunos cielos vidriados en el crepúsculo, mediodías silenciosos y rígidos, hojas planas y teñidas en las calles.
Durante aquellos veinte días, el muchacho y la pequeña llegaban a la ciudad todas las mañanas a las nueve, traídos por el coche de Specht desde la frescura de la playa hasta el estío rezagado en la plaza vieja. Podíamos verlos -yo no tuve dificultad- sonriendo al chófer, al olor a cuero del automóvil, a las calles y a su menguado trajín matinal; a los árboles de la plaza y a los que asomaban por encima de las tapias, a los hierros y los mármoles de la entrada de la casa, a la mucama y a la señora Specht. Sonriendo después, todo el día, la misma sonrisa de hermandad con el mundo, menos pura y convincente la de ella, con dimensiones y brillos apenas equivocados. Y, a pesar de todo, siendo útiles desde la mañana hasta el regreso, inventándose tareas, remendando muebles, limpiando las teclas del piano, preparando en la cocina alguna de las recetas que él sabía de memoria o improvisaba. Y eran útiles, principalmente, modificando los vestidos y los arreglos de la señora Specht, celebrando después los cambios con admiraciones discretas y plausibles. Eran útiles alargando las veladas hasta el primer bostezo de Specht, coincidiendo con él en lugares comunes desilusionados e inmortales, o limitándose a escuchar con avidez proezas autobiográficas. (Ella, no del todo, claro; ella susurrando en dúo con la señora Specht la llana música de fondo -modas, compotas y desdichas- que conviene a los temas épicos de la charla masculina.)
– No el caballero de la rosa -terminó por proponer Lanza- sino el chevalier servant. Dicho sin desprecio, probablemente. Eso se verá.
Se supo que Specht los echó sin violencia la mañana siguiente a una fiesta que dio en su casa. Como siempre, el chófer llegó aquel domingo a las nueve al chalet de la playa; pero en lugar de recogerlos entregó una carta, cuatro o cinco líneas definitivas y corteses escritas con la letra clara y sin prisas que se dibuja en las madrugadas. Los echó porque se habían emborrachado; porque encontró al muchacho abrazado a la señora Specht; porque le robaron un juego de cucharas de plata que tenían grabados los escudos de los cantones suizos; porque el vestido de la pequeña era indecente en un pecho y en una rodilla; porque al fin de la fiesta bailaron juntos como marineros, como cómicos, como negros, como prostitutas.
La última versión pudo hacerse verdadera para Lanza. Una madrugada, después del diario y del Berna, los vio en uno de los cafetines de la calle Caseros. Empezaba a terminar una noche caliente y húmeda, y la puerta del negocio estaba abierta, sin la cortina velluda, sin promesas ni trampas. Se detuvo para burlarse y encender un cigarrillo y los vio, solos en la pista, rodeados por la fascinación híbrida de la escasa gente que quedaba en las mesas, bailando cualquier cosa, un fragor, un vértigo, un prólogo del ayuntamiento.
– Porque aquello tendría, estoy seguro, un nombre cualquiera que no pasa de eufemismo. Y tampoco aquello pasaba de danza tribal, de rito de esponsales, de las vueltas y las detenciones con que la novia rodea y liga al varón, de las ofertas que se interrumpen para irritar a la demanda. Sólo que aquí era ella la que se dejaba estar, un poco torpe, con los movimientos amarrados, frotando el suelo con los pies y sin despegarlos, haciendo oscilar el cuerpo diminuto y abundante, persiguiendo al hombre con su paciente sonrisa deslumbrada y con las palmas de las manos, que había alzado para protegerse y mendigar. Y era él quien bailaba alrededor, quebrándose de cintura al alejarse y venir, prometiendo y rectificando con la cara y con los pies. Bailaban así porque estaban los demás, pero bailaban sólo para ellos, en secreto, protegidos de toda intromisión. El muchacho tenía la camisa abierta hasta el ombligo; y todos nosotros podíamos verle la felicidad de estar sudando, un poco borracho y en trance, la felicidad de ser contemplado y de hacerse esperar.
4
Entonces, por primera vez y como estaba predicho, tuvieron que acercarse a nosotros. En mitad de una mañana el hombre llegó al estudio de Guiñazú, recién bañado y oliendo a colonia, envolviéndose los dedos con un billete de cincuenta pesos doblado a lo largo.
– No puedo pagar más, por lo menos al contado. Dígame si alcanza como precio de una consulta.
“Lo hice sentar mientras pensaba en ustedes, inseguro de que fuera él. Me recosté en el sillón y le ofrecí un café, sin contestarle, exigiéndole permiso para firmar unos escritos. Pero cuando sentí que mi antipatía sin causa no podía sostenerse y que la iban sustituyendo la curiosidad y una forma casi impersonal de la envidia; cuando admití que lo que cualquiera hubiera llamado insolencia o descaro podía ser otra cosa, extraordinaria y casi mágica por lo rara, comprendí sin dudas que mi visitante era el tipo de la camisa amarilla y la rosita en el ojal que habíamos visto aquella noche de lluvia en la vereda del Universal. Quiero decir, aunque me empecine en la antipatía: un hombre congénitamente convencido de que lo único que importa es estar vivo y, en consecuencia, convencido de que cualquier cosa que le toque vivir es importante y buena y digna de ser sentida. Le dije que sí, que por cincuenta pesos, tarifa de amigo, podía decirle, con aproximación de meses, qué pena estaba autorizado a esperar de códigos, fiscales y jueces. Y qué podía intentarse para que la pena no se cumpliera. Quería escucharlo y quería, sobre todo, sacarle el billete verde que enredaba distraído en los dedos como si estuviera seguro de que conmigo bastaba mostrarlo.
“Desplegó por fin el billete y lo puso encima del escritorio; lo guardé en mi cartera y hablamos un minuto de Santa María, panoramas y clima. Me contó una historia sobre la carta que había traído para Latorre y me preguntó si le era posible quedarse a vivir en el chalet de la playa -él y ella, claro, tan joven y esperando un niño- a pesar del distanciamiento con Specht, a pesar de que no existía otra cosa que lo que él llamaba un contrato verbal de alquiler. Lo pensé un rato y elegí decirle que sí; le expliqué lentamente cuáles eran sus derechos, citando números y fechas de leyes, anécdotas que sentaban jurisprudencia. Aconsejé depositar en el juzgado una suma razonable en concepto de alquiler y emplazar a Specht para el perfeccionamiento del contrato existente, verbal y de hecho.
“Vi que estas palabras le gustaban; movía la cabeza asintiendo, con una media sonrisa placentera, como si escuchara una música preferida, distante, bien ejecutada. Me pidió, acusándose por no haber entendido, que le repitiera una o dos frases. Pero nada más, no exhibió ningún verdadero entusiasmo o alivio, desgraciadamente. Porque cuando di por terminada la pausa y le dije con voz soñolienta que todo lo anterior correspondía fielmente a la teoría de derecho aplicable al caso, pero que, en la sucia práctica sanmariana, sería suficiente que Specht hablara por teléfono con el jefe del Destacamento para que él y la joven señora que esperaba un niño fueran trasladados desde el chalet a un punto cualquiera situado a dos leguas del límite de la ciudad, se puso a reír y me miró como si yo fuera su amigo y acabara de hacer una broma memorable. Parecía tan entusiasmado, que saqué la cartera para devolverle los cincuenta pesos. Pero no cayó en la trampa. Extrajo del bolsillo delantero del pantalón un relojito de oro que en algún tiempo se había llamado chatelaine, lamentó tener compromisos y la inseguridad de que aquella charla de negocios pudiera convertirse algún día en el diálogo de la verdadera amistad. Le apreté la mano con fuerza, sospechando que estaba en deuda con él por cosas de mayor importancia que los cincuenta pesos que acababa de estafarle.”
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