Juan Onetti - 32 cuentos
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La mujercita, vestida de luto, como si hubiera traído las flamantes ropas negras en sus valijas en previsión de aquella noche, había encendido velas junto a la cabeza desconcertada de doña Mina, había desparramado unas cuantas violetas prematuras y pálidas sobre los pies de la cama y nos esperaba de espaldas y arrodillada, con la cara entre las manos y encima de la colcha blanca y barata, traída tal vez del cuarto de la sirvienta.
Continuaron viviendo en la casa y, como decía Lanza en el Berna espiando la cara de Guiñazú -más fina por aquellos días, más taimada y profesional- nadie podría echarlos mientras no se abriera el testamento y quedara demostrado que existía alguien con derecho a echarlos, o que era de ellos el derecho a marcharse luego de haber vendido. Guiñazú le daba la razón y sonreía.
– No hay apuro. Como albacea, puedo esperar tres meses para llevar el testamento al juzgado. Salvo que aparezca algún pariente con pretensiones razonables. Entretanto, ellos siguen viviendo en la casa; y son de esa rara gente que queda bien en cualquier parte, que mejora o da sentido a los lugares. Todos estamos de acuerdo. Los he visto bajar de compras cada semana, como siempre, y hasta pude averiguar cómo se las arreglan para seguir comprando. Pero no hablé con ellos. Y no hay motivo para apurarse. Es probable que hayan tomado por su cuenta la sala grande de Las Casuarinas y la estén convirtiendo en museo para perpetuar la memoria de doña Mina. Según creo, disponen de vestidos, sombreros, parasoles y botinas suficientes para ilustrar esa vida prócer desde la guerra del Paraguay a nuestros días. Y tal vez hayan descubierto paquetes de cartas, daguerrotipos y bigoteras, píldoras para desarrollar el busto, una lapicera de marfil labrado y ampollas de afrodisíaco. Con esos elementos, si saben usarlos, lograrán que cualquier visitante del museo pueda reconstruir fácilmente la personalidad de doña Mina, para orgullo de todos nosotros, constreñidos por la historia a la pobreza de un solo héroe, Brausen el Fundador. Nada nos apura.
(Pero yo sospechaba que lo estaba apurando el deseo, la impura esperanza de que el muchacho de la rosa volviera a visitar la escribanía para pedir la apertura del testamento o la sucesión. Que lo estaba esperando para desquitarse del confuso encanto que le impuso el muchacho la mañana en que fue a visitarlo y le pagó cincuenta pesos por nada.)
– Nada nos apura -seguía Guiñazú-; y por el momento, en apariencia, nada los apura a ellos. Porque, para los sanmarianos, la maldición tácita que exiló de nuestras colectivas inmundicias hace medio siglo la inmundicia personal de doña Mina, quedó sin efecto y sin causa a partir de la noche del velorio. Desde entonces, después del duelo, los más discretos de nosotros, los chacareros y los comerciantes voluntariosos, y hasta las familias que descienden de la primera inmigración, empezaron a querer a la pareja sin trabas, con todas las ganas que tenían de quererla. Empezaron a ofrecerle sus casas y créditos ilimitados. Especulando con el testamento, claro, haciendo prudentes o audaces inversiones de prestigios y mercaderías, apostando a favor de la pareja. Pero, además, insisto, haciendo todo esto con amor. Y ellos, los bailarines, el caballero de la rosa y la virgen encinta que vino de Liliput, demuestran estar a la altura exacta de esta pleamar de cariño, indulgencia y adulaciones que alza la ciudad para atraerlos. Compran lo imprescindible para comer y ser felices, compran lana blanca para el niño y galletas especiales para el perro. Agradecen las invitaciones y no pueden aceptarlas porque están de luto. Los imagino de noche en la sala grande, sin nadie para quien bailar, cerca del fuego y rodeados por las primeras piezas desordenadas del museo. A cambio de escucharlos, le devolvería con gusto al tipo los cincuenta pesos de los honorarios y pondría otro billete encima. A cambio de escucharlos, de saber quiénes son, de saber quiénes y cómo somos nosotros para ellos. Guiñazú no nos dijo una palabra sobre el testamento, sobre las modificaciones dictadas por la vieja a Ferragut, hasta que llegó el momento exacto en que tuvo ganas de hacerlo. Tal vez se haya cansado de esperar la visita del muchacho, la confesión tácita que lo autorizaría a juzgarlo.
Tuvo ganas de hacerlo un mediodía caluroso de otoño. Almorzó con nosotros, puso sobre el antepecho de la ventana del Berna el portafolio castaño que había comprado antes de recibirse y está siempre flamante, como hecho con el cuero de un animal joven y aún vivo, sin huellas de litigios, corredores de tribunales, suciedades transportadas. Lo cubrió con el sombrero y nos dijo que llevaba el testamento para depositarlo en el juzgado.
– Y que se cumpla la justicia de los hombres -rió-. Gasté mucho tiempo, me distraje imaginando las cláusulas que podría haber dictado la justicia divina. Tratando de adivinar cómo sería este testamento si lo hubiera ordenado Dios en lugar -de doña Mina. Pero cuando pensamos a Dios nos pensamos a nosotros mismos. Y el Dios que yo puedo pensar -insisto en que dediqué mucho tiempo al problema- no hubiera hecho mejor las cosas, según se verá muy pronto.
Lo vimos caminar hacia la plaza y cruzarla apresurado, alto y sin inclinar los hombros, con el portafolio colgado de dos dedos, seguro de lo que estaba haciendo bajo el sol amarillento y fuerte, seguro de que llevaba al juzgado, para nosotros, para toda la ciudad, lo mejor, lo que habíamos logrado merecer.
Empezamos a saberlo al día siguiente, muy temprano. Supimos que Guiñazú estuvo tomando café y coñac con el juez, por un rato hablaron poco y se estuvieron mirando, graves y suspirantes, como si doña Mina acabara de morirse y como si aquella muerte les importara. El juez, Canabal, era un hombre corpulento, de ojos fríos y abultados, un poco gangoso y al que yo, exagerando, le había prohibido beber alcohol desde fines de año. Movió encima del testamento la pesada cabeza, desolándose a medida que volteaba las páginas con un solo dedo experto. Después se levantó bufando y acompañó a Guiñazú hasta la puerta.
– Si también se pierde esta cosecha nos vamos a divertir -dijo uno de los dos.
– Y ahora que le están casi regalando el trigo al Brasil -dijo el otro.
Pero antes de que se cerrara la puerta Canabal empezó a reírse, con una risa sin prólogo, hecha toda con carcajadas maduras.
– ¡El perro! -gritaba-. La frase en que habla, la muy curtida y cínica, del amor y del perro. ¡Cómo me gustaría verles las caras! Y creo que se las voy a ver en este mismo despacho. Creían tenerla en la bolsa y ahora… ¡el perro y quinientos pesos!
Guiñazú volvió a entrar en la habitación y sonrió en silencio. Canabal se limpiaba la cara con un pañuelo enlutado.
– Perdone -resopló-, pero en toda mi vida, ni de picapleitos, conocí algo tan cómico. El perro y quinientos pesos.
– Yo pensé lo mismo -dijo Guiñazú con tolerancia-. Y también Ferragut está impaciente por verles las caras. Y es cierto que el asunto me pareció cómico -continuó sonriendo hasta llegar a la ventana abierta sobre la calle angosta y rectilínea, embellecida por la humedad y el sol amarillo, sobre la música crapulosa e infantil que trepaba desde el negocio de radios y discos-. Pero si tenemos en cuenta que la difunta deja una fortuna…
– Por eso mismo -dijo Canabal y volvió a reírse.
– Una fortuna a unas primas y sobrinas que tal vez no la hayan visto nunca y que seguramente la odiaban, y varias decenas de miles a gente que nadie sabe quién es y que habrá que perseguir con edictos por todo el país… Si tenemos en cuenta, señor juez, que la pareja la estuvo cuidando y la hizo feliz durante meses, y que ella estaba segura -como lo estamos nosotros, sin más prueba que la emporcadora experiencia- de que la pareja confiaba heredarla. Si admitimos que la vieja pensaba en esto cuando lo llamó a Ferragut para determinar que el muchacho, la enanita y el feto recibirán en pago de lo anteriormente expuesto quinientos pesos para situarse de por vida al margen de toda dificultad económica…
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