Juan Onetti - 32 cuentos
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Pero el desprecio indeciso con que los habitantes miraban a la pareja que recorría una o dos veces por semana la ciudad barrida y progresista era de esencia distinta a la del desprecio que habían usado años atrás para medir los pasos, las detenciones y las vueltas de las dos o tres mujeres de la casita en la costa que jugaron a ir de compras en las tardes del lunes de algunos meses. Porque todos sabíamos un par de cosas del muchacho lánguido sonreidor y de la mujer en miniatura que había aprendido a equilibrar sobre los altos tacos la barriga creciente, que avanzaba por las calles del centro, no demasiado lenta, echada hacia atrás, apoyada con la nuca en la mano abierta de su marido. Sabíamos que estaban viviendo del dinero de doña Mina; y quedó establecido que, en este caso, el pecado era más sucio e imperdonable. Tal vez porque se trataba de una pareja y no sólo de un hombre, o porque el hombre era demasiado joven, o porque ellos dos nos eran simpáticos y demostraban no enterarse.
Pero también sabíamos que el testamento de doña Mina había sido modificado; de manera que, al mirarlos pasar, agregábamos al desdén una tímida y calculada oferta de amistad, de comprensión y tolerancia. Ya se vería qué, cuando fuera necesario.
Lo que se vio en seguida fue la fiesta de cumpleaños de doña Mina. Por nosotros la vio Guiñazú.
Dijeron -y lo decían mujeres viejas y ricas, que fueron invitadas y dieron excusas- que a doña Mina le era imposible cumplir años en marzo. Hasta ofrecieron mostrar fotografías verdosas, imágenes conservadas de la infancia respetable de doña Mina, donde ella debía estar ocupando el centro, la única niña sin sombrero, en el jardín inconcluso de Las Casuarinas, en su fiesta de cumpleaños, entre niñas con bonetes peludos, con abrigos de solapas, cuellos y alamares de pieles.
Pero no mostraron las fotografías ni fueron. A pesar de que el muchacho lo había prometido o, por lo menos, hizo todo lo posible. Mandó hacer unas invitaciones en papel blando amarillo con letras negras en relieve. (Lanza corrigió las pruebas.) Durante tres o cuatro días recorrieron las calles de la ciudad y los caminos de las quintas en un tílburi misteriosamente desenterrado. Con llantas de gomas nuevas, recién pintado de verde oscuro y de negro débil, con un gigantesco caballo de estatua, gordo, asmático, un animal de arado o de noria que ahora arrastraba a la pareja, enfurecido, babeante y al borde del síncope. Y ellos pasaban con uniforme de repartidores de invitaciones, erguidos sin dureza detrás de la rotunda grupa de la bestia, con sus gemelas, distraídas sonrisas, con el látigo inútil.
– Pero no consiguieron nada, o muy poco- nos contó Guiñazú-. Tal vez, se me ocurre, si él hubiera podido hacerse ver y escuchar por cada una de las viejas a cuya casa iba a mendigar… La verdad es que aquel sábado no lograron atraer a nadie, hombre o mujer, con derecho indiscutible a ser nombrado en las columnas sociales de El Liberal. Llegué más cerca de las nueve que de las ocho y ya había gente con botellas afincada en la oscuridad del jardín. Subí la escalinata sin ganas, o con ganas de terminar pronto con todo aquello, respirando la ternura de la leña quemada en algún sitio próximo, escuchando la música que venía desde adentro, la música noble, adelgazada y orgullosa que no había sido hecha ni sonaba para mí ni para ninguno de los habitantes de la casa o del jardín.
En el vestíbulo oscuro una pardita con delantal y cofia se alzó frente al montón de sombreros y abrigos de mujeres. Pensé que la hubieran disfrazado y puesto allí para anunciar en voz alta a los visitantes.
Primero, por casualidad, porque él estaba cerca de la cortina de pana y naftalina, vi al tipo, al muchacho, al hombre de la rosita en el ojal. Después crucé entre la morralla endomingada y fui a saludar a doña Mina. Cabía mal en el sillón de patas retorcidas, recién tapizado; no dejó de acariciar el hocico del perro hediondo. Tenía encajes en las manos y en el escote. Le dije dos cumplidos y retrocedí un paso; entonces vi rápidamente los ojos, los de ella y los de la enana perfecta, sentada en la alfombra, la cabeza apoyada en el sillón. Los de la preñada tenían una expresión de dulzura estúpida, de felicidad física inconmovible.
Los ojos de la vieja me miraban contándome algo, seguros de que yo no era capaz de descubrir de qué se trataba; burlándose de mi incomprensión y también, anticipadamente, de lo que pudiera comprender equivocándome. Los ojos, estableciendo por un instante conmigo una complicidad despectiva. Como si yo fuera un niño; como si se desnudara frente a un ciego. Los ojos todavía brillantes, sin renuncia, acorralados por el tiempo, chispeando un segundo su impersonal revancha entre las arrugas y los colgajos.
El muchacho de la rosa estuvo poniendo discos durante media hora más. Cuando estuvo harto o se sintió seguro, fue a buscar a la enana encinta, la alzó y empezaron a bailar en medio de la sala, rodeados por el espontáneo retroceso de los demás, decididos a vivir, a soportar con alegría, a prescindir de esperanzas concretas. El balanceándose con pereza, entreverando los pies en la alfombra vinosa y chafada; ella aún más lenta, milagrosamente no alterada de veras por la enorme barriga que iba creciendo a cada vuelta de la danza sabida de memoria, que podía bailar sin errores, sorda y ciega.
Y nada más hasta el fin, hasta la construcción exasperada del monumento vegetal que da interés a esta historia y la despoja de sentido. Nada realmente importante hasta la pira multicolor y jugosa, abrumadora, de intención desconocida, quemada en tres días por la escarcha de mayo.
Lanza y Guiñazú habían visto mucho más, habían estado, en dos o tres ocasiones, más próximos que yo al corazón engañoso del asunto. Pero a mí me tocó el inservible desquite de ir a Las Casuarinas a las tres de la mañana; de que el muchacho viniera a buscarme con el gigantesco caballo jadeante en la noche azul y fría; de que me ayudara a abrigarme con una distraída cortesía desprovista de ofensa; de que me anticipara en el camino -mientras insultaba cariñosamente al caballo e iba exagerando la atención a las riendas- el final que habíamos estado previendo y acaso deseando, por la simple necesidad de que pasen cosas.
Las ancas del caballo resoplante moviéndose acompasadas bajo la luna, el ruido ahuecado del trote, dispuesto a llevarme a cualquier lado. El muchacho iba mirando el camino desierto con la esperanza de descubrir peligros u obstáculos, las manos protegidas por gruesos guantes viejos, innecesariamente alejadas del cuerpo.
– La muerte -dijo. Le miré los dientes rabiosos; la nariz demasiado bien hecha; la expresión adecuada a la noche de otoño, al frío que atravesábamos, a mí, a lo que él suponía encontrar en la casa-. De acuerdo. Pero no el miedo, ni el respeto, ni el misterio. El asco, la indignación por una injusticia definitiva que hace, a la vez, que todas las anteriores injusticias no importen y se conviertan en imperdonables. Estábamos durmiendo y nos despertó el timbre; yo le había puesto un timbre al lado de la cama. Trataba de sonreír y todo parecía ir bien por su voluntad y con su permiso, como siempre. Pero estoy seguro de que no nos veía, esperando con toda la cara un ruido, una voz. Enderezada encima de las almohadas, deseando oír algo que no podíamos decirle nosotros. Y como la voz no llegaba, empezó a mover la cabeza, a inventarse un idioma desconocido para hablar con cualquier otro, tan velozmente que era imposible que la entendieran, anticipándose a las respuestas, defendiéndose de ser interrumpida. Personalmente, creo que estaba disputándose algo con una amiga de la juventud. Y después de unos diez minutos de murmullo vertiginoso se hizo indudable que la amiga, una niña casi, estaba siendo derrotada y que ella, doña Mina, iba a quedarse para siempre con el atardecer glicinoso y jazminoso, con el hombre de párpados lentos, rizado, un bastoncito de Jacaranda en la axila. Por lo menos, fue eso lo que entendí y sigo creyéndolo. La rodeamos de botellas con agua caliente, le hicimos tomar las píldoras, até el caballo y me vine a buscarlo. Pero era la muerte. Usted no puede hacer otra cosa que firmar el certificado y pedir mañana la autopsia. Porque toda Santa María está condenada a pensar que yo la envenené, o que nosotros, mi mujer, el feto y yo, la envenenamos para heredarla. Pero, por suerte, como usted comprobará cuando le abra los intestinos, la vida es mucho más complicada.
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