Juan Onetti - 32 cuentos
Здесь есть возможность читать онлайн «Juan Onetti - 32 cuentos» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:32 cuentos
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:4 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 80
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
32 cuentos: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «32 cuentos»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
32 cuentos — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «32 cuentos», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Y también de todos modos, mientras me vestía, me acomodaba la boina y trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo, le perdoné el fracaso, estuve trabajando en un estilo de perdón que reflejara mi turbulenta experiencia, mi hastiada madurez.
La recuerdo despeinada y conforme, dejándome marchar, ayudándome a que me fuera, despidiendo mi cuerpo flaco, mi torpeza, mis oídos.
Y así como al decirle adiós a la mujer en la tarde del viaje tempestuoso sobre el Rhin me estaba separando de mi madre, me encontré con mi padre al día siguiente, a las seis de la tarde. Estaba sentado en el mostrador del bar, vigilando la entrada con un perfil rojizo y entusiasta, seguro de que me atraparía al pasar, un poco borracho, llamándose entonces Ernesto Maynard. Sólo tuvo que mover un pulgar para atraerme.
– ¿Cómo le va? -dije con mi voz más gruesa; me acomodé a su lado, puse en orden sobre mis piernas los libros y la libreta, acepté la bebida que él quiso.
Bebimos en silencio, pausados. Después él me puso una mano en el hombro, apenas, sin dominio, sin piedad. Seguiré recordándolo con amor durante años, mordiendo el habano a mi lado, apartándolo para mirar con sus ojos satisfechos y pequeños la longitud y el color de la ceniza, grueso y seguro, buscando con su grosera, simple cabeza la fórmula que no hiriera demasiado pero que contuviese a la vez aquella amargura que fortifica y enseña.
– Bueno, se mandó a mudar. Conozco toda la historia. Yo, metido en la pieza de hotel o viajando por la costa, convenciendo a médicos, dentistas, boticarios y curanderos. Puedo vender cualquier cosa, lo supe desde siempre, desde que era más chico que vos, es un don. Trabajando duro. Pero nunca se me escapó un chisme. Los adivino antes de que empiecen a formarse; todos los cuernos, todos los abortos, todas las estafas. Se fue esta mañana, o, mejor dicho, no volvió desde anoche. Dejó una carta pidiendo que le guarden el baúl, que va a volver a buscarlo y a pagar el saldo de la cuenta, unos trescientos pesos. Nada más que el baúl; y debe estar lleno de piedras, o de ropas viejas o de cuentas de otros hoteles. Yo sabía también que a las seis y cuarto ibas a llegar al hotel. Te esperé para decirte, sin vueltas, que esa mujer no vuelve más y que no importa que no vuelva. Y que no es posible que vivas como todos estos pobres tipos que compran las camisas, o se las compran las esposas, en La Moderna y eligen los trajes en el catálogo de Gath y Chaves. Esperando que les caigan mujeres y negocios, o ya no esperando nada. Tenes que disparar. Algún día, quién te dice, me vas a dar las gracias.
Le di las gracias y salí, sabiendo de verdad por primera vez que no tenía con quien estar. Aquella noche traté de rehacer el mundo, cada lugar que ella me había dado, cada fábula. Dejé de recordar su cara en cuanto hubo luz en la ventana.
Y tampoco servía pedir prestado el dinero. Fui de mañana al banco y dejé cinco pesos en mi cuenta de ahorros; fui a lo de Salem y empeñé el reloj que había heredado de mi hermano (muda y melodramática mi cuñada lo desprendió de la muñeca de mi hermano muerto). Antes de mediodía estuve plantado frente a la caja registradora del hotel, lleno de dinero, de poder, de una oscura necesidad de ofensa y desgaste. Expliqué que la mujer me había hecho llegar los trescientos pesos para rescatar el baúl; me dieron un recibo, me hicieron firmar otro: “Por Carmen Méndez”. Arreglé con Tito para que lleváramos el baúl al garaje de la ferretería cuando sus padres durmieran. Durante todo el día estuve pensando en el doctor Díaz Grey, imaginando que todo esto lo estaba haciendo por él, por el impreciso prestigio de la caballerosidad que él representaba en el pueblo, pequeño, bien vestido, desterrado, exagerando con ternura la renguera que apoyaba en el bastón.
Así que agotado y orgulloso, veinticuatro horas después que la mujer dejara Santa María, me encerré con Tito en el garaje y destapamos una botella mientras conversábamos de noches de bodas y de las repercusiones de las muertes, sentados en el baúl, golpeándolo suavemente con los tacos. Cuando la botella estuvo por la mitad y él me pidió que no habláramos del cuerpo de su hermana, rompí el candado y fuimos extrayendo ropas sucias e inservibles, sin perfumes, con olor a uso, a sudor y encierro, revistas viejas, dos libros en inglés y un álbum con tapas de cuero y las iniciales C.M. En cuclillas, envejecido, tratando de manejar la pipa con evidente soberbia, vi las fotografías en que la mujer -menos joven y más crédula a medida que iba pasando rabioso las páginas- cabalgaba en Egipto, sonreía a jugadores de golf en un prado escocés, abrazaba actrices de cine en un cabaret de California, presentía la muerte en el ventisquero del Rúan, hacía reales, infamaba cada una de las historias que me había contado, cada tarde en que la estuve queriendo y la escuché.
HISTORIA DEL CABALLERO DE LA ROSA Y DE LA VIRGEN ENCINTA QUE VINO DE LILIPUT
1
En el primer momento creímos los tres conocer al hombre para siempre, hacia atrás y hacia adelante. Habíamos estado tomando cerveza tibia en la vereda del Universal, mientras empezaba una noche de fines de verano; el aire se alertaba alrededor de los plátanos y los truenos jactanciosos amagaban acercarse por encima del río.
– Vean -susurró Guiñazú, retrocediendo en la silla de hierro-. Miren, pero no miren demasiado. Por lo menos, no miren con avidez y, en todo caso, tengan la prudencia de desconfiar. Si miramos indiferentes, es posible que la cosa dure, que no se desvanezcan, que en algún momento lleguen a sentarse, a pedir algo al mozo, a beber, a existir de veras.
Estábamos sudorosos y maravillados, mirando hacia la mesa frente a la puerta del café. La muchacha era diminuta y completa; llevaba un vestido justo, abierto sobre el pecho, el estómago y un muslo. Parecía muy joven y resuelta a ser dichosa, le era imposible cerrar la sonrisa. Aposté a que tenía buen corazón y le predije algunas tristezas. Con un cigarrillo en la boca, ansiosa y amplia, con una mano en el peinado, se detuvo junto a la mesa y miró alrededor.
– Supongamos que todo está en orden -dijo el viejo Lanza-. Demasiado próxima a la perfección para ser una enana, demasiado segura y demagógica para ser una niña disfrazada de mujer. Hasta a nosotros nos miró, tal vez la luz la ciegue. Pero son las intenciones las que cuentan.
– Pueden seguir mirando -permitió Guiñazú-, pero no hablen todavía. Acaso sean tal como los vemos, acaso sea cierto que están en Santa María.
El hombre era de muchas maneras y éstas coincidían, inquietas y variables, en el propósito de mantenerlo vivo, sólido, inconfundible. Era joven, delgado, altísimo; era tímido e insolente, dramático y alegre.
Irresolución de la mujer; después movió una mano para desdeñar las mesas en la vereda y a sus ocupantes, la alharaca de la tormenta, el planeta sin primores ni sorpresas que acababa de pisar. Dio un paso para acercarle una silla a la muchacha y ayudarla a sentarse. Le sonrió para saludarla, le acarició el pelo y luego las manos, mientras descendía con lentitud hasta tocar su propio asiento con los pantalones grises, muy estrechos en las pantorrillas y en los tobillos. Con la misma sonrisa que usaba para la muchacha y que le había enseñado a copiar, se volvió para llamar al mozo.
– Ya cayó una gota -dijo Guiñazú-. La lluvia estuvo amenazando desde la madrugada y va a empezar justo ahora. Va a borrar, a disolver esto que estábamos viendo y que casi empezábamos a aceptar. Nadie querrá creernos.
El hombre estuvo un rato con la cabeza vuelta hacia nosotros, mirándonos, tal vez. Con la onda oscura y lustrosa que le disminuía la frente, con el anómalo traje de franela gris donde el sastre había clavado una pequeña rosa dura, con su indolencia alerta y esperanzada, con una amistad por la vida más vieja que él.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «32 cuentos»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «32 cuentos» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «32 cuentos» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.