Juan Onetti - 32 cuentos
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Por fin entró en el Plaza; yo continué andando hasta el club, puse tabaco en la pipa, miré la niebla que un viento frío comenzaba a desgarrar, justamente sobre la plaza, y volví. Estaba sentada en un taburete del mostrador, frente a una copa diminuta que miraba sin tocar, las dos manos protegiendo la valija que había acomodado en la falda. Me senté contra una ventana, lejos del mostrador, y me puse a revisar los cuadernos de apuntes. Ella continuaba quieta, recogida, hipnotizada por el punto de oro de la copa. Tal vez me viera por el espejo, tal vez me haya estado viendo desde que llegué al puerto con la pipa entre los dientes y un pasado recién descubierto. Leí en el cuaderno: Why, thou wert better in thy grave that to answer with by uncovered body this extremity of the skies. Y era cierto que ella me veía por el espejo, porque cuando alcé los ojos no tuvo necesidad de volver la cabeza antes de sujetar la copita con los dedos, bajarse del taburete y venir por un camino recto que construyó milagrosamente entre las mesas, sosteniendo el líquido intacto contra el pecho, la valija separada sin esfuerzo del invisible juego de las rodillas.
Se sentó y puso la copa exactamente en el centro de la mesa; y como el mozo no me había atendido, nadie podía saber si era suya o mía. La estuvo mirando con los ojos bajos y yo empecé a conocer su cara, a llenarme de aprensiones mientras escondía el cuaderno de inglés. Estuvo, con su gorro de lana -a franjas, viejo, mal tejido- inclinado sin gracia contra una oreja, tranquila y seria, como si meditara antes de resolverse -para siempre, como si fuera imprescindible que las cosas se iniciaran con una parodia de meditación. Supe que lo único que verdaderamente importaba en su cuerpo -a pesar de mi hambre, del hambre de Tito, de voraces hambres cobardes de los amigos- era su cari 'redonda, oscura, joven y gastada, los párpados torcidos hacia. los pómulos, la gran boca raída. Después bebió el contenido de la copa de un trago, mirándome, y ya me estaba sonriendo cuando la dejó en la mesa: una constante sonrisa furiosa, a la vez desvalida y posesiva como una mirada, como si me mirara también con los dientes, con la adelgazada línea roja, el vello y las arrugas que los rodeaban.
– ¿Te puedo tutear? -dijo-. Hace muchos años nos citamos para esta tarde. ¿Es verdad? No importa cuándo, porque ya ves que no pudimos olvidarlo y aquí estamos, puntuales.
La cara y además la voz. Cuando vino el mozo ella pidió otra copa y yo no quise nada; me puse a trabajar en la pipa, ruborizado, abandonándome, seguro de que ella no se burlaba, de que eran innecesarias las explicaciones. La cara, siempre, y aquella voz que actuaba como sus pies, libre e ignorada, persuasiva, sin recurrir a las pausas.
Pero todo esto es un prólogo, porque la verdadera historia sólo empezó una semana después. También es prólogo mi visita a Díaz Grey, el médico, para conseguir que me presentara al viajante de un laboratorio que se había establecido, con media docena de valijas llenas de muestras de drogas, en el primer piso del hotel, en el mismo corredor del hotel donde estaba la habitación de la mujer; y mi entrevista con el viajante, y cómo su reposado cinismo, su arremangada camisa de seda, su pequeña boca húmeda humillaron sin dolor, un mediodía, en su cuarto en desorden, las frases aprendidas de memoria que traté de repetir con indolencia. Antes de decirme que sí se estuvo riendo, casi sin ruido, en calcetines, tirado en la cama, chupando un cigarro, contándome recuerdos sucios. Bajamos juntos y explicó al gerente que yo iría todas las tardes a su habitación para ayudarlo a copiar a máquina unos informes; “Déle una llave”; me apretó la mano con fuerza, serio, como a un hombre de su edad, con un extraño orgullo en los ojos pequeños y felices.
No quise inventar otra mentira para mis padres; repetí el cuento de los informes a máquinas que me había encargado el viajante, despreocupándome del dinero que tendría que cobrar y mostrar. Todas las tardes, en cuanto terminaban las clases -y a veces antes, cuando me era posible escapar- entraba en el hotel, saludaba con una sonrisa a quien estuviera de turno atrás de la caja registradora y subía por el ascensor o la escalera. El viajante -Ernesto Maynard decían las chapitas de los muestrarios- estaba recorriendo las farmacias de la costa; durante los primeros días gasté mucho tiempo en examinar los tubos y los frascos, en leer las promesas y las órdenes de los prospectos en papel de seda, subyugado por su estilo impersonal, a veces oscuro, mesuradamente optimista. Arrimado a la puerta, escuchaba después el silencio del corredor, los ruidos del bar y la ciudad. Sucedió.
La mujer fingía siempre estar dormida y despertaba con un pequeño sobresalto, con cambiantes nombres masculinos, deslumbrada por los restos de un sueño que ni mi presencia ni ninguna realidad podrían compensar. Yo estaba hambriento y mi hambre se renovaba y me era imposible imaginarme sin ella. Sin embargo, la satisfacción de este hambre, con todas sus pensadas o inevitables complicaciones, se convirtió muy pronto, para la mujer y para mí, en un precio que necesitábamos pagar.
La verdadera historia empezó un anochecer helado, cuando oíamos llover y cada uno estaba inmóvil y encogido, olvidado del otro. Había una barra estrecha de luz amarilla en la puerta del baño y yo reconstruía la soledad de los faroles en la plaza y en la rambla, los hilos perpendiculares de la lluvia sin viento. La historia empezó cuando ella dijo de pronto, sin moverse, cuando la voz trepó y estuvo en la penumbra, medio metro encima de nosotros:
– Qué importa que esté lloviendo, aunque llueva así cien años esto no es lluvia. Agua que cae, pero no lluvia.
Había estado, también antes, la gran sonrisa invisible de la mujer, y es cierto que ella no habló hasta que la sonrisa estuvo totalmente formada y le ocupó la cara.
– Nada más que agua que cae y la gente tiene que darle un nombre. Así que en este pueblucho o ciudad le llaman lluvia al agua que cae; pero es mentira.
No pude sospechar, ni siquiera cuando llegó la palabra Escocia, qué era lo que se estaba iniciando: la voz caía suave ininterrumpida encima de mi cara. Me explicó que sólo es lluvia la que cae sin utilidad ni sentido.
– El castillo estaba en Aberdeen y era tan viejo que el viento andaba por los corredores, los salones y las escaleras. Había más viento allí que en la noche de afuera. Y la lluvia que nos había amontonado durante dos días contra la chimenea alta como un hombre, terminó por atraernos hacia las ventanas rotas. Así que no hablábamos, estábamos desde la mañana a la noche rodeando el salón, la nariz de cada uno contra el vidrio de una ventana, quietos como las figuras de piedra de una iglesia. Hasta que al tercer día, creo, Mac Gre-gor anunció que ya no llovía, que empezaría a nevar, que los caminos iban a quedar cerrados y que cada uno era dueño de pensar que esto resultaba mejor o peor que la lluvia.
Este fue el primer cuento; volvió a decirlo algunas veces, casi siempre porque yo lo pedía cuando estaba aburrido del calor de la India o del campamento de Amallan. Tal vez nadie en el mundo sepa mentir así, pensaba yo. O tal vez nadie cazó zorros hasta que ella se echó a reír, sacudiendo la cabeza, luchando sin energía con un recuerdo de desteñida vergüenza, para atar de inmediato el caballo a un árbol y esconderse con un lord o un sir o un segundón de lord en un pabellón en ruinas, revolcarse en el ineludible jergón de hojas, mientras giraba alrededor de ellos, en el paisaje cursi de esplendoroso frío que ella acababa de hacer -allí, a mi lado, sin esfuerzo, con un placer impersonal y divino-, la primera cacería de zorro que estremeció la tierra, el acordado frenesí que ella iba dirigiendo con palabras ambiciosas y marchitas: pompa, trailla, casaca, floresta, rastreador, la inútil violencia, una pequeña muerte parda.
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