Juan Onetti - 32 cuentos

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Los oyó conversar mientras subían hacia el chalet, reconoció la voz de Quinteros, adivinó que la mujer que se detenía para reír era la misma; miró al Colorado, inmóvil y mudo, abrazándose las rodillas en la sillita; colocó la lámpara sobre la mesa, encendida entre los que iban a entrar y él.

– Hola, hola -dijo Quinteros. Sonreía, exageraba su contento; tocó el hombro húmedo de la mujer, como guiándola para que saludara-. Creo que se conocen, ¿eh?

Ella le dio la mano y mencionó en una pregunta el aburrimiento y la soledad. Díaz Grey reconoció el perfume, supo que ella se llamaba Molly.

– Las cosas están casi arregladas -dijo Quinteros-. Pronto volverás al algodón y al yodo, con un diploma inmaculado. No tuve más remedio que mandarte a este animal; espero que no te moleste, que puedas soportarlo. No pude arreglar de otro modo; cuidado con los fósforos.

Molly fue hasta el rincón donde el Colorado hacía gemir el asiento, hamacándose. Le tocó la cabeza y se agachó para hacerle preguntas inútiles, dar ella misma las respuestas obvias. Díaz Grey comprendió, emocionado, que ella había sido capaz de descubrir, con una sola mirada, tal vez por el olor, que el Colorado había sido transformado en perro. Se inclinó, maniobrando con la mecha de la lámpara, para esconder la cara a Quinteros.

– Lo estoy pasando muy bien. Las mejores vacaciones de mi vida. Y el Colorado no me molesta; no habla, está enamorado de la escopeta. Puedo seguir así indefinidamente. Si quieren comer algo…

– Gracias -dijo Quinteros-, Sólo unos pocos días más, todo se está arreglando -ella continuaba empequeñecida junto a la sonrisa del Colorado, el impermeable barriendo el suelo-. Pero creo que te voy a estropear las vacaciones.

¿Hay algún inconveniente en que Molly se quede aquí un par de días? Es bueno retirarla de la circulación.

– No por mí -repuso Díaz; apartó rápidamente de la lámpara el temblor de su mano-. Pero ella, vivir aquí…

Se alejó de la mesa, señalando las paredes de la habitación con los brazos, entró y salió de la zona de perfume.

– Se arreglará -dijo Quinteros-. ¿No es cierto que te arreglarás? Dos o tres días.

Ella alzó la cabeza para mirar a Quinteros.

– Tengo al Colorado para que me cante.

– Ella te explicará, si quiere -dijo Quinteros. Se despidió casi en seguida y los dos descendieron abrazados, lentamente, a pesar de que la lluvia mojaba y estiraba el pelo de la mujer.

Ahora Quinteros desaparece hasta el final del recuerdo; en el inmóvil, único atardecer lluvioso, ella elige el rincón donde colocará su cama, guía al Colorado en la tarea de vaciar el pequeño cuarto que da al oeste. Cuando el dormitorio está preparado, la mujer se quita el impermeable, se calza unas zapatillas de playa; modifica la posición de la lámpara sobre la mesa, impone un nuevo estilo de vida, sirve vino en tres vasos, reparte los naipes y trata de explicarlo todo sin otro medio que una sonrisa, mientras se alisa el pelo humedecido. Juegan una mano y otra; el médico empieza a comprender la cara de Molly, los ojos azules e inquietos, lo que hay de dureza en su mandíbula ancha, en la facilidad con que puede alegrar su boca y hacerla inexpresiva de inmediato. Comen algo y vuelven a beber; ella se despide para acostarse; el Colorado arrastra su cama cerca de la puerta del dormitorio de la mujer y se tiende, la escopeta sobre el pecho, un talón rozando el suelo para que Díaz Grey sepa que no duerme.

Vuelven a jugar a los naipes hasta aquel momento en que ella bebe demasiado y deja caer los que acaba de pasarle el Colorado, con sólo abrir los dedos, de manera más definitiva que si los arrojara con violencia contra la mesa, estableciendo así que no volverán a jugar.

El Colorado se levanta, recoge los naipes y los va tirando en el fuego de la chimenea. Sólo resta, piensa el médico, acariciar a Molly o hablarle; encontrar y decir una frase limpia pero que aluda al amor. Alarga el brazo y le toca el pelo, lo aparta de la oreja, lo suelta, vuelve a levantarlo. El Colorado pone sobre la mesa la sombra de la escopeta, tomada ahora por el caño. Díaz Grey levanta el pelo y lo suelta, imaginando cada vez el suave golpe que debe ella sentir contra la oreja.

El Colorado está hablando sobre sus cabezas, agita la escopeta y su sombra; repite el nombre de Quinteros, termina y vuelve a comenzar la misma frase, dándole un sentido más transparente o confuso, según Molly lo mire o baje los ojos. La escopeta golpea la muñeca de Díaz Grey y la empuja contra la mesa.

– No se puede hacer -grita el Colorado.

Díaz Grey vuelve a separar el pelo de la oreja con dedos que apenas puede estirar; Molly alza las manos y las une encima de su bostezo. Entonces Díaz Grey siente el dolor en la muñeca y piensa, ya sin compensaciones, que puede estar rota. Ella coloca una mano sobre el pecho de cada uno. El Colorado vuelve a sentarse en la sillita, junto a la chimenea apagada, y Díaz Grey se acaricia el dolor que sube por el brazo, empuja la mano dolorida contra la boca de Molly, que retrocede, se resiste y se abre. Entonces llega el momento en que el médico resuelve matar al Colorado y desciende a la humillación de esconder el cuchillo de limpiar pescado entre la camisa y el vientre y pasearse frente al otro hasta que la hoja fría se entibia, hasta que Molly avanza, desde la puerta, desde alternados rincones de la habitación, extiende los brazos y se acusa a sí misma, alude a una fatalidad imprecisa y personal.

El médico, desembarazado del cuchillo, está tendido en la cama, fumando; escucha el golpeteo de la llovizna en el techo, en la superficie de la tarde inmóvil. El Colorado se pasea ante la puerta de Molly, la escopeta inservible al hombro, cuatro pasos, vuelta, cuatro pasos.

El ruido del agua se hace furioso en el techo y en el follaje, se gasta; ahora ellos andan en el silencio expectante, escudriñando el paisaje gris desde las puertas y las ventanas, remedando ademanes de estatua en la galería, un brazo estirado, todos los sentidos juntos en el dorso de la mano. Por lo menos ella y Díaz Grey. El Colorado presiente la desgracia y se pasea en círculos, dentro de la habitación; arrastra un gemido y la culata del arma contra el piso. El médico espera a que la velocidad de su marcha aumente, se haga frenética, asuste a Molly, amaine.

Cuando Díaz Grey inicia sus viajes entre el galpón y la chimenea, cargando todo lo que pueda ser quemado, el otro continúa paseándose, jadeante, ensaya una canción que ella no quiere oír pero que finge acompañar con movimiento de la cabeza. Apoyada en el marco de la puerta, parece a la vez más alta y más débil, con los pantalones de playa y la tricota de marinero. El Colorado arrastra los pies y canta; ella balancea la cabeza con astucia y esperanza, mientras Díaz Grey enciende los fósforos, mientras la llamarada se alza y suena en el aire. Sin mirar hacia atrás, sin intentar saber qué pasa, Díaz Grey entra en la habitación de Molly. Tendido en la cama, repite a media voz la canción que cantaba el Colorado, mira los dedos de Molly en la hebilla del cinturón, calla al adivinar que el celestinaje corresponde al silencio. Vuelve a resonar la lluvia y las nubes se desgarran, sostienen la luz triste de la eterna tarde de mal tiempo. Mejilla contra mejilla en la ventana, ven alejarse al Colorado, cruzar diagonalmente la playa hasta pisar la orilla, la franja de arena y agua que limita una línea de espuma endurecida.

– Molly -dice Díaz Grey. Sabe que es necesario suprimir las palabras para que cada uno pueda engañarse a sí mismo, creer en la importancia de lo que están haciendo y atraer hasta ellos la sensación, ya reacia, de lo perdurable. Pero Díaz Grey no puede evitar nombrarla.

– Molly -repite, inclinado sobre su último olor-. Molly.

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