Juan Onetti - 32 cuentos
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Ahora el Colorado está erguido, rígido junto a la chimenea enfriada, con la escopeta apoyada en los dedos de un pie. Ella se sienta a la mesa y bebe; Díaz Grey vigila al Colorado sin dejar de ver los dientes de Molly, manchados por el vino, exhibidos en una mueca reiterada que no intenta nunca ser una sonrisa. Ella deja el vaso, se estremece, habla en inglés a nadie. El Colorado continúa haciendo guardia al fuego muerto cuando ella reclama un lápiz y escribe versos, obliga a Díaz Grey a mirarlos y guardarlos para siempre, pase lo que pase. Hay tanta desesperación en la parte de la cara de la mujer que él se anima a mirar, que Díaz Grey mueve los labios como si leyera los versos y guarda con cuidado el papel mientras ella fluctúa entre el ardor y el llanto.
– Lo escribí yo, es mío -miente ella-. Es mío y es tuyo. Quiero explicarte lo que dice, quiero que lo aprendas de memoria.
Paciente y enternecida, lo obliga a repetir, lo corrige, le da ánimos:
Here is that sleeping place,
Long resting place
No stretching place,
That never-get-up-no-more
Place
Is here.
Salen a buscar al Colorado. Tomados del brazo, siguen el camino que le vieron hacer antes, en otro momento de la tarde desapacible; bajan, molestándose, paso a paso; caminan en diagonal hasta la orilla y continúan pisándola hasta el pueblo, el almacén. Díaz Grey pide un vaso de vino y se apoya en el mostrador; ella desaparece dentro del negocio, grita y murmura en el rincón del teléfono. Trae, al regresar, una sonrisa nueva, una sonrisa que daría miedo al médico si la sorprendiera dirigida a otro hombre.
Desandan el camino bajo la menuda llovizna que reaparece para enfrentarlos. Ella se detiene.
– No encontramos al Colorado -dice sin mirarlo. Levanta la boca para que Díaz Grey la bese y le deja un anillo en la mano al separarse-. Con esto podemos vivir meses, en cualquier parte. Vamos a recoger mis cosas.
Mientras apresuran el paso por la orilla, Díaz Grey busca en vano la frase y el tipo de mirada que quisiera dejar al Colorado. Ahora sí hay, cerca de la costa, un madero podrido que las olas alzan y hunden; hay un terceto de gaviotas y su escándalo revoloteando en el cielo.
Ella ve el automóvil antes que Díaz Grey y se echa a correr, resbalando en la arena. El médico la ve subir a una duna, los brazos abiertos, perder pie y desaparecer; queda solo ante el pequeño desierto de la playa, los ojos lastimados por el viento. Gira para protegerlos y termina por sentarse. Entonces -a veces en el final de la tarde, otras en su mitad- cava un pozo en la arena, tira el anillo y lo cubre; lo hace ocho veces, en los lugares que pisó el Colorado, en los que él mismo había señalado con una sola mirada. Ocho veces, bajo la lluvia entierra el anillo, y se aleja; camina hasta el agua, trata de equivocar sus ojos mirando los médanos, los árboles raquíticos, el techo de la casa, el automóvil en el declive. Pero vuelve siempre, en línea recta, sin vacilaciones, hasta el sitio exacto del enterramiento; hunde los dedos en la arena y toca el anillo. Tumbado cara al cielo, descansa, se hace mojar por la lluvia y se despreocupa; lentamente inicia el camino hasta la casa.
El Colorado está extendido junto a la chimenea apagada, mascando con lentitud; tiene un vaso de vino en la mano. Ella y Quinteros murmuran velozmente, cara contra cara, hasta que Díaz Grey avanza, hasta que es imposible negar que oyen sus pasos.
– Hola -dice Quinteros, y le sonríe, le alarga un brazo; todavía tiene el sombrero puesto, desacomodado.
Díaz Grey arrastra una silla y se sienta cerca del Colorado; le acaricia la cabeza y lo palmea, cada vez más fuerte, esperando que se enfurezca para golpearle la mandíbula. Pero el otro continúa mascando, apenas se vuelve para mirar; entonces Díaz Grey deja descansar su mano sobre el pelo rojizo y mira hacia ella y Quinteros.
– Todo está arreglado -dice Quinteros-. El beneficio de la duda, para repetir las palabras del juez. Si estabas preocupado, espero que ahora… Aunque, naturalmente, pueden quedarse aquí cuanto quieran.
Se acerca y se inclina para darle otros billetes doblados. Cuando Molly termina de pintarse y abrocharse el impermeable hasta el cuello, Díaz Grey se incorpora y abre bajo la luz, bajo la cara de la mujer, la mano con el anillo en la palma. Sin palabras -y ahora es necesario aceptar que la escena está situada en el final de la tarde- ella le toma los dedos y los va doblando, uno a uno, hasta esconder el anillo.
– Hasta cuando quieras -dice Quinteros desde la puerta. Díaz Grey y el Colorado oyen el ruido del motor que se aleja, su silencio, el murmullo del mar.
Aquí termina, en el recuerdo, la larga tarde lluviosa iniciada cuando Molly llegó a la casa en la arena; nuevamente el tiempo puede ser utilizado para medir.
Tan dramáticamente como si quisiera convencer de que lo ha comprendido todo antes que Díaz Grey, el Colorado se incorpora y vuelve hacia la puerta, hacia la lluvia que cede, una cara humanizada por la sorpresa y la angustia. Toca al médico por primera vez, le aferra un brazo y parece fortalecerse con el contacto; después se levanta y sale corriendo de la casa. Díaz Grey abre la mano, se acerca a la luz para mirar el anillo y soplar los granos de arena que se le han pegado; lo deja sobre la mesa, bebe lentamente un vaso de vino, como si fuera bueno, como si le quedaran cosas en qué pensar. Hay tiempo, se dice; está seguro de que el Colorado no necesita ayuda. Cuando se resuelve a salir encuentra, examina con indiferencia el último momento que puede ser incorporado a la tarde brumosa: una franja de luz rojiza se estira muy alta sobre el río. Enciende un cigarrillo y camina hacia el costado de la casa donde está el galpón; piensa con indolencia que terminó por guardarse el anillo, que dejó sobre la mesa el papel con los versos, que tal vez el deliberado cinismo baste para limpiarlo del remedo de la pasión y su ridículo.
Cuando Díaz Grey, en el consultorio frente a la plaza de la ciudad provinciana, se entrega al juego de conocerse a sí mismo mediante este recuerdo, el único, está obligado a confundir la sensación de su pasado en blanco con la de sus hombros débiles; la de la cabeza de pelo rubio y escaso, doblada contra el vidrio de la ventana, con la sensación de la soledad admitida de pronto, cuando ya era insuperable. También le es forzoso suponer que su vida meticulosa, su propio cuerpo privado de la lujuria, sus blandas creencias, son símbolos de la cursilería esencial del recuerdo que se empeña en mantener desde hace años.
En el final preferido para su recuerdo, Díaz Grey se deja caer a un costado de la casa, sobre la arena mojada. El frenesí del Colorado, que amontona ramas, papeles, tablas, pedazos de muebles contra la pared de madera del chalet, lo hace reír a carcajadas, toser y revolcarse; cuando respira el olor del kerosene inmoviliza al otro con un silbido imperioso y se le acerca, resbalando sobre la humedad y las hojas, saca del bolsillo la caja de fósforos y la sacude junto a un oído mientras avanza y resbala.
EL ÁLBUM
La vi desde la puerta del diario, apoyado en la pared, bajo la chapa con el nombre de mi abuelo, Agustín Malabia, fundador. Había venido a traer un artículo sobre la cosecha o la limpieza de las calles de Santa María, una de esas irresistibles tonterías que mi padre llama editoriales y que una vez impresas quedan macizas, apenas ventiladas por cifras, pesando sensiblemente en la tercera página, siempre arriba y a la izquierda.
Era un domingo a la tarde, húmedo y caluroso en el principio del invierno. Ella venía del puerto o de la ciudad con la valija liviana de avión, envuelta en un abrigo de pieles que debía sofocarla, paso a paso contra las paredes brillosas, contra el cielo acuoso y amarillento, un poco rígida, desolada, como si me la fueran acercando el atardecer, el río, el vals resoplado en la plaza por la banda, las muchachas que giraban emparejadas alrededor de los árboles pelados.
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