Juan Onetti - 32 cuentos
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Y en el centro de cada mentira estaba la mujer, cada cuento era ella misma, próxima a mí, indudable. Ya no me interesaba leer ni soñar, estaba seguro de que cuando hiciera los viajes que planeaba con Tito, los paisajes, las ciudades, las distancias, el mundo todo me presentaría rostros sin significado, retratos de caras ausentes, irrecuperablemente despojados de una realidad verdadera.
Estaba el hambre, siempre; pero escucharla era el vicio, más mío, más intenso, más rico. Porque nada podía compararse al deslumbrante poder que ella me había prestado, el don de vacilar entre Venecia y El Cairo unas horas antes de la entrevista, hermético, astutamente vulgar entre los doce pobres muchachos que miraban formarse palabras desconcertantes en el pizarrón y en la boca de míster Pool; nada podía sustituir los regresos anhelantes que me bastaba pedir susurrando para tenerlos, nunca iguales, alterados, perfeccionándose.
Habíamos ido de Nueva York a San Francisco -por primera vez, y lo que ella describía me desilusionó por su parecido con un aviso de bebidas en una de las revistas extranjeras que llegan al diario: una reunión en una pieza de hotel, las enormes ventanas sin cortinas abiertas sobre la ciudad de mármol bajo el sol; y la anécdota era casi un plagio de la del hotel Bolívar, en Luna-, acabábamos de “llorar de frío en la costa este y antes de que pasara un día, increíble, nos estábamos bañando en la playa”, cuando apareció el hombre.
Era ancho y bajo y yo sólo quise enterarme.de las pocas cosas que hoy siguen bastando para armarlo y sostenerlo: las cejas anchas, el cuello de la camisa brillante y rayado, una perla, el corte novedoso de las solapas. Tal vez también, aunque innecesarias, su pequeña, terca sonrisa en media luna, sus manos peludas puestas sobre la mesa como cosas traídas para exhibir y presionar y que no olvidaría al marcharse. Estaban sentados cerca del comedor, a las siete de la tarde. Ella se inclinaba sobre las copas y el cenicero, una varilla de humo le cortaba la cara; bajo las negras cejas del hombre había un plácido bochorno, la vacilación de interrumpir un elogio exaltado.
Tomé el ascensor y fui a encerrarme en el cuarto de May-nard; tirado en la cama, fumando la pipa, escuché los ruidos del corredor, leí un relato de victorias dramáticas y parciales sobre el mal de Parkinson y supe que la anemia perniciosa es una enfermedad de rubias de ojos azules. Hasta que de pronto se me ocurrió que ella podía subir acompañada por el hombre, sus pasos rápidos, ignorantes del suelo y de la meta, escoltados por tacos graves, lentos, masculinos. Bajé. Estaban en la mesa y continuaban pensando en las mismas cosas, la cara de ella hacia las cejas retintas, la del hombre hacia las manos depositadas en el mantel.
Crucé la plaza sin celos, triste y enconado, inventando presentimientos de desgracia. Doblé en Urquiza y fui hasta la ferretería. Montado en una escalera, vestido hasta los tobillos por el guardapolvo gris hierro, gris polvo, el dependiente tenía una caja de madera en las rodillas y examinaba agujeros de tuercas para enterarse de si la rosca giraba hacia la izquierda o hacia la derecha. Cuando terminaba de olerías las clasificaba.
La vieja estaba detrás del mostrador, con una pañoleta negra en los hombros, solemne, mezquina, mucho más miope que la semana anterior.
– El Tito está arriba estudiando -no contestó mi saludo, no me invitó a subir, me estuvo mirando como si sospechara que yo tenía la culpa de que su pelo gris me llenara de asco. Entonces tuve que malgastar mi sonrisa, un destello,
una especial forma del candor con dos puntos diminutos de insolencia en los ojos. Luchó un poco:
– ¿Por qué no subís?
– Es un momento, gracias. Quiero pedirle un apunte.
Crucé el patio, vi detrás de una puerta a la hermana de Tito planchando; el frío estaba inmóvil, un gato negro esquivó en silencio mi patada y mi escupida. Tito escondió bajo la almohada la revista que estaba leyendo y me hizo señas de secreto y cariño antes de rebuscar en el ropero y mostrarme la botella de caña.
– Lo que sí que tengo sólo un vaso.
Estaba contento, gordito, turbado. Majestuoso, un poco melancólico, acepté con un gesto, compartí su baba, puse un codo sobre el hule devastado de la mesa, encendí la pipa con lentitud.
– Estuve leyendo otra vez el poema -dijo y alzó el vaso mugriento, adornado con flores, comprado para cepillos de dientes o infusiones de yuyos-. Y aunque vos digas, no es malo. Hay mucho humo. ¿Querés que abra la ventana?
En Santa María, cuando llega la noche, el río desaparece, va retrocediendo sin olas en la sombra como una alfombra que envolvieran; acompasadamente, el campo invade por la derecha -en ese momento estamos todos vueltos hacia el norte-, nos ocupa y ocupa el lecho del río. La soledad nocturna en el agua o a su orilla, puede ofrecer, supongo, el recuerdo, o la nada o un voluntario futuro; la noche de la llanura que se extiende puntual e indominable sólo nos permite encontrarnos con nosotros mismos, lúcidos y en presente.
– Eso no es un poema -dije con dulzura-. Le haces creer a tu padre que estás estudiando y te encerrás para leer una revista puerca que yo mismo te presté. No es un poema, es la explicación de que tuve un motivo para escribir un poema y no pude hacerlo.
– Te digo que es bueno -golpeó apenas la mesa con el puño, rebelde, emocionante.
Cuando llega la noche nos quedamos sin río y las sirenas que revibran en el puerto se transforman en mugidos de vacas perdidas y las tormentas en el agua suenan como un viento seco entre trigales, sobre montes doblados. Que cada hombre esté solo y se mire hasta pudrirse, sin memoria ni mañana; esa cara sin secretos para toda la eternidad.
– Y tu hermana se va a casar con el dependiente de la ferretería, no este año, claro, sino cuanto tu viejo no tenga más remedio que darle una habilitación. Y vos algún día te vas a poner atrás del mostrador, no para disputarle tu hermana al dependiente, como sería justo y poético, como haría yo, sino para evitar que te roben entre los dos.
Me ofreció el vaso con una sonrisa tolerante, bondadosamente cínica. Tomé un trago mientras buscaba recordar qué había venido a hacer en el altillo, junto a él, mi amigo. Acerqué un fósforo al chirrido de la pipa. Había venido para pensar, al amparo incomprensible de Tito, que yo no tenía celos del hombre de las cejas y la perla; que ella no me había mirado ni podría mirarme con aquella Enardecida necesidad de humillación que yo había entrevisto al cruzar el bar; que sólo temía, verdaderamente, perder peripecias y geografías, perder el merendero crapuloso de Ñapóles donde ella hacía el amor sobre música de mandolinas; el estudio de San Pablo donde ella ayudaba de alguna manera a un hombre trompudo y contrito a corregir la arquitectura de las zonas templadas y las cálidas. No miedo a la soledad; miedo a la pérdida de una soledad que yo había habitado con una sensación de poder, con una clase de ventura que los días no podrían ya nunca darme ni compensar.
Hubo la tarde siguiente, sin rastros del hombre, sin que ni ella ni yo aludiéramos al desencuentro del día anterior. (También era parte de mi felicidad evitar las preguntas razonables: saber por qué estaba ella en Santa María, por qué recorría el muelle con la valija.) Tal vez ella haya sido aquella tarde más protectora, más exigente, más minuciosa. Sólo es seguro que ella no estuvo, no fue nombrada, no abrazó a ningún hombre en la historia prolongada sobre el Rhin, en un barco que viajaba con mal tiempo de Maguncia a Colonia. Y las demás convicciones son dudosas: la intención de su sonrisa en la penumbra, la intensidad alarmante del frío, el amor temeroso con que ella alargaba los detalles del viaje, sus ganas de suprimir lo esencial, de confundir los significados. Sólo me dio, de todos modos, cosas que yo sabía de memoria: una balsa sobre un río, gente rubia e impávida, la siempre fallida esperanza de una catástrofe definitiva.
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