En jirones intranquilos de sueños veía de nuevo a esa mujer al quedarme dormido mientras mi abuelo y el otro hombre hablaban en el vagón a oscuras. Entreabría los ojos y veía la lumbre de los cigarrillos, y cuando mi abuelo o su interlocutor daban una chupada se veían por un instante sus caras campesinas con un brillo rojizo. El humo tan agrio de aquellos tabacos negros que fumaban los hombres entonces. Era, viendo esas caras y escuchando esas palabras desleídas en el sueño, como si yo no viajara en el tren donde ahora íbamos, sino en cualquiera de los trenes de los que ellos hablaban, trenes de soldados vencidos o de deportados que viajaban eternamente sin llegar a su destino y se quedaban parados durante noches enteras en andenes sin luces. Decía Primo Levi, poco antes de morir, que seguían dándole terror los vagones de carga sellados que veía a veces en las vías muertas de las estaciones. Yo serví en Rusia, dijo el hombre, en la División Azul. Subimos a un tren en la estación del Norte y tardamos diez días en llegar a un sitio que se llamaba Riga. Y yo pensé o dije medio en sueños, Riga es la capital de Letonia, porque lo había estudiado en los atlas geográficos que me gustaban tanto, y porque en Riga sucedía una novela de Julio Verne, y las novelas de Julio Verne me colmaban la imaginación y la vida.
Ahora comprendo que en nuestra tierra seca e interior los trenes nocturnos eran el gran río que nos llevaba al mundo y nos traía luego de regreso, el gran caudal deslizándose en sombras en dirección al mar o a las hermosas ciudades donde estaría aguardándonos una nueva existencia, más luminosa y verdadera, más parecida a la que prometían los libros. Tan claramente como me acuerdo del primer viaje en tren me acuerdo de la primera vez que llegué a los andenes de una estación fronteriza: en el recuerdo el brillo de la noche es idéntico, y también las anticipaciones de la imaginación, el miedo a lo desconocido que aceleraba el pulso y debilitaba las rodillas. Guardias civiles con mala catadura y luego gendarmes hostiles y groseros examinaban los pasaportes en la estación de Cerbère. Cerbère, Cerbero: algunas veces las estaciones nocturnas parecen el ingreso en el reino del Hades y sus nombres ya contienen como un principio de maleficio: Cerbère, donde los gendarmes franceses humillaban en el invierno de 1939 a los soldados de la República Española, los injuriaban y les daban empujones y culatazos; Port Bou, donde Walter Benjamín se quitó la vida en 1940; Gmünd, la estación fronteriza entre Checoslovaquia y Austria, donde alguna vez se encontraron Franz Kafka y Milena Jesenska, citas clandestinas en el paréntesis de tiempo de los horarios de los trenes, en la exasperada brevedad de las horas que ya estaban agotándose en cuanto se veían, en cuanto subían hacia el cuarto inhóspito del hotel de la estación, donde el paso cercano de los trenes hacía vibrar los cristales de la ventana.
Cómo sería llegar a una estación alemana o polaca en un tren de ganado, escuchar en los altavoces órdenes gritadas en alemán y no comprender nada, ver a lo lejos luces, alambradas, chimeneas muy altas expulsando humo negro. Durante cinco días, en febrero de 1944, Primo Levi viajó en un tren hacia Auschwitz. Por las hendiduras en los tablones, a las que acercaba la boca para poder respirar, iba viendo los nombres de las últimas estaciones de Italia, y cada nombre era una despedida, una etapa en el viaje hacia el norte y el frío del invierno, nombres ahora indescifrables de estaciones en alemán y luego en polaco, de poblaciones apartadas que casi nadie por entonces había oído nombrar, Mauthausen, Berger-Belsen, Auschwitz. Tres semanas tardó Margarete Buber-Neumann en llegar desde Moscú hasta el campo de Siberia en el que debía cumplir una condena de diez años, y cuando habían pasado sólo tres y le ordenaron que subiera de nuevo a un tren hacia Moscú pensó que iban a liberarla, pero en Moscú el tren no se detuvo, continuó viajando hacia el oeste. Cuando por fin se detuvo en la estación fronteriza de Brest-Litovsk los guardias rusos le dijeron a Buber-Neumann que se diera prisa en preparar su bolsa, que habían llegado a territorio alemán. Entre los tablones que cegaban la ventanilla vio en el andén uniformes negros de las SS, y comprendió con espanto, con fatiga infinita, que porque era alemana los guardias de Stalin iban a entregarla a los guardias de Hitler, en virtud de una cláusula infame del pacto germano-soviético.
La gran noche de Europa está cruzada de largos trenes siniestros, de convoyes de vagones de mercancías o ganado con las ventanillas clausuradas, avanzando muy lentamente hacia páramos invernales cubiertos de nieve o de barro, delimitados por alambradas y torres de vigilancia. Arrestada en 1937, torturada, sometida a interrogatorios que duraban cuatro o cinco días seguidos, en los que debía permanecer siempre en pie, encerrada durante dos años en una celda de aislamiento, Evgenia Ginzburg, militante comunista, fue condenada a veinte años de trabajos forzados en los campos cercanos al Círculo Polar, y el tren que la llevaba al cautiverio tardó un mes entero en recorrer la distancia entre Moscú y Vladivostok. Durante el viaje las prisioneras se contaban las unas a las otras sus vidas enteras, y algunas veces, cuando el tren se detenía en una estación, se asomaban a una ventanilla o a un respiradero entre dos tablones y gritaban sus nombres a cualquiera que pasara, o arrojaban una carta, o un papel en el que garabateaban sus nombres, con la esperanza de que la noticia de que seguían vivas llegara alguna vez a sus familiares. Si una de las dos sobrevive, si vuelve, irá lo primero de todo a buscar a los padres o al marido o los hijos de la otra, para contarles cómo vivió y murió, para atestiguar que en el infierno y en la lejanía los siguió recordando. En el campo de Ravensbrück Margarete Buber-Neumann y su amiga del alma Milena Jesenska se hicieron ese juramento. Milena le contaba el amor que había vivido con un hombre muerto hacía veinte años, Franz Kafka, y también le contaba las historias que él escribía, y de las que Margarete no había tenido noticia hasta entonces, y por eso las disfrutaría aún más, como cuentos antiguos que nadie ha escrito y sin embargo reviven íntegros y poderosos en cuanto alguien los cuenta en voz alta, la historia del agrimensor que llega a una aldea en la que hay un castillo al que nunca consigue entrar, la del viajante que se despierta una mañana convertido en insecto, la del apoderado de un banco al que un día visitan unos policías de paisano para decirle que va a ser procesado, aunque nunca llega a saber el motivo, la acusación que se formula contra él.
El amor entre Milena Jesenska y Franz Kafka está cruzado de cartas y de trenes, y en él importaron más la lejanía y las palabras escritas que los encuentros reales o las caricias verdaderas. En la primavera de 1939, unos días antes de que el ejército alemán entrase en Praga, Milena le entregó a su amigo Willy Haas las cartas de Kafka que había guardado desde que recibió la última de ellas, dieciséis años atrás, en 1923. En el viaje hacia el campo de exterminio, en las estaciones a oscuras donde el tren se detendría noches enteras, se acordaba sin duda de la emoción y la angustia de los viajes semiclandestinos de otros tiempos, cuando ella estaba casada y vivía en Viena y su amante vivía en Praga, y se citaban a medio camino, en la estación fronteriza de Gmünd, o de la primera vez que se encontraron, después de varios meses escribiéndose cartas, en la estación de Viena. Antes de empezar a escribirse se habían visto una sola vez, en un café, sin reparar mucho el uno en el otro, y de pronto él quería rescatar de los márgenes de la memoria un recuerdo que no podía ser preciso, la cara en la que no había llegado a fijarse, aunque tan sólo unos meses después iba a estar enamorado de ella. Advierto que no consigo recordar su rostro con detalle. Sólo recuerdo cómo se alejaba entre las mesitas del café; su figura, su vestido, todavía los veo. Ha subido al tren en Praga y sabe que al mismo tiempo ella ha subido a otro tren en Viena, y su impaciencia y su deseo no son más fuertes que el miedo, porque le angustia saber que dentro de unas horas va a tener tangiblemente en sus brazos a la mujer que casi no es más que un fantasma de la imaginación y de las cartas. El miedo es la infelicidad, le ha escrito. Tiene miedo de que llegue el tren y de encontrar frente a sí los ojos claros de Milena, pero también tiene miedo de que ella se haya arrepentido en el último instante, se haya quedado en Viena con su marido, que no la hace feliz, que la engaña con otras mujeres, pero del que no quiere o no puede separarse. Consulta el reloj, mira los nombres de las estaciones en las que el tren va deteniéndose, y lo atormenta la urgencia de que pasen cuanto antes las horas que faltan para llegar, y también el miedo a la llegada, y teme encontrarse solo en el andén de la estación de Gmünd, y al mismo tiempo tiene miedo de la impetuosa cercanía física de Milena, mucho más joven y más sana que él, más diestra y franca en los atrevimientos sexuales.
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