Antonio Molina - Sefarad. Una novela de novelas

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Sefarad. Una novela de novelas: краткое содержание, описание и аннотация

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Como su nombre indica, Sefarad no es una novela, sino una multitud de novelas cuyos hilos se cruzan y entrelazan sin cesar. Una serie de vidas (muchas de ellas reales) que nos saltan al paso a lo largo de los diecisiete capítulos en que está dividido el libro para contarnos su historia de desarraigo, de persecución o exilio.
Muchas de esas historias tienen una raíz común: el éxodo. Desde los menos traumáticos: de una ciudad a otra por causa del trabajo, hasta los provocados por los conflictos bélicos o por las persecuciones generadas en ellos. Pero todas están marcadas por el desarraigo que sufren sus protagonistas. Es un sentimiento de extrañeza bien hacia el nuevo lugar que habitan, bien hacia una situación que les convierte en algo distinto que les aparta de la sociedad. En el primer caso están las historias de los emigrantes de poblaciones pequeñas a otras más grandes y que mantienen vivas las tradiciones de sus lugares de origen en sus nuevos ambientes, buscando cualquier pretexto (la fiesta del pueblo, las vacaciones, etc.) para regresar y revivir por unos días el tiempo irrecuperable de la nostalgia. En el segundo caso los acontecimientos están fuera del control del personaje y se presentan con la fuerza arrolladora de lo impensable: una persona sana se convierte en una persona a punto de morir tras una visita al médico, un servidor fiel del régimen soviético se convierte en un traidor de la noche a la mañana, una persona amante de su país se convierte en un enemigo del mismo por el simple hecho de pertenecer a una familia judía, etc. También hay historias de los que, mucho tiempo más tarde, volvieron al lugar de donde escaparon para encontrar que nunca más podrán sentirme cómodos entre los vecinos que, tal vez incluso, les denunciaron, de aquellos que fueron a visitar los campos de concentración en los que murieron la mayoría de sus familiares, de aquellos que, de repente y sin motivo aparente, en un lugar cualquiera se sienten intrusos y fuera de lugar.
Es una novela individual y colectiva a un tiempo, un viaje de destierro que usa el tren como lugar mágico o terrible en el que todo puede pasar: desde el encuentro apasionado de dos desconocidos que marcará el resto de la vida del que, vez tras vez, narra la historia a cada nuevo amigo, hasta el viaje hacia la muerte cierta que les aguarda en el campo de exterminio a los viajeros hacinados en sus vagones. Un tren en el que los viajeros son los perseguidores de un sueño imposible y los perseguidos por una pesadilla abominable.
Primo Levi, Kafka, Milena Jesenska, Heinz y Margaret Neumann, Victor Klemperer, Jean Améry, Nadiezhda Mandelstam, Evgenia Ginzburg, Willi Münzenberg, Walter Benjamin, son algunos de los personajes de carne y hueso que aparecen en esta novela, muchos de ellos víctimas del fascismo hitleriano, del totalitarismo soviético y de la dictadura franquista. Sus historias se mezclan con las de otros menos conocidos y con las inventadas por Muñoz Molina, quien, al final del libro, ofrece una “Nota de lecturas” para aquellos que quieran profundizar en esas vidas desgarradas por los acontecimientos.

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Nadie sabe quién es. Si viajas solo en un tren o caminas por una calle de una ciudad en la que nadie te conoce no eres nadie: nadie puede averiguar tu angustia, ni el motivo de tu nerviosismo mientras aguardas en el café de la estación, aunque tal vez sí el nombre de tu enfermedad, cuando observan tu palidez y escuchan el ruido de tus bronquios, cuando advierten el disimulo con que vuelves a guardar el pañuelo con el que te has tapado la boca. Pero al viajar siento que no peso, que me vuelvo invisible, que no soy nadie y puedo ser cualquiera, y esa ligereza de espíritu se trasluce en los movimientos de mi cuerpo, y voy más rápido, más desenvuelto, sin la pesadumbre de todo lo que soy, con los ojos abiertos a las incitaciones de una ciudad o de un paisaje, de una lengua que disfruto comprendiendo y hablando, ahora más hermosa porque no es la mía. Habla Montaigne de un presuntuoso que ha vuelto de un viaje sin aprender nada: cómo iba a aprender, dice, si se llevó entero consigo.

Pero no necesito irme muy lejos para que me suceda esa transformación. A veces, en cuanto salgo de casa y doblo la primera esquina o bajo los escalones del metro, dejo atrás lo que soy, y me aturde y me excita el gran espacio en blanco en el que se convierte mi vida, sobre el que parece que van a imprimirse con más brillo y más nitidez las sensaciones, los lugares, las caras de la gente, las historias que escuche. En la literatura hay muchas narraciones que fingen ser relatos contados a lo largo de un viaje, en un encuentro al azar de un camino, en torno al fuego de una posada, en el vagón de un tren. Es en un tren donde un hombre le cuenta a otro la historia que cuenta Tolstoi en sonata a Kreutzer. En El corazón de las tinieblas, un marinero, Marlow, cuenta un viaje hacia lo desconocido por el río Congo mientras viaja en una gabarra que remonta el Támesis, y al ver tras la niebla, en la noche, el resplandor todavía lejano de las luces de Londres, se acuerda de las hogueras que vio en las orillas del río africano, y se imagina hogueras mucho más antiguas, las que verían los navegantes romanos cuando entraron por primera vez en el Támesis hace dos mil años. En el tren donde lo llevaban deportado a Auschwitz Primo Levi encontró a una mujer a la que había conocido años atrás, y dice que durante el viaje se contaron cosas que no cuentan los vivos, que sólo se atreven a decir en voz alta los que ya están del otro lado de la muerte.

En la cafetería de un tren, yendo de Granada a Madrid, un amigo me contó otro viaje en ese mismo tren en el que había conocido a una mujer con la que no tardó ni una hora en empezar a besarse. Era en verano, a plena luz, en el Talgo que sale cada día a las tres de la tarde. La novia de mi amigo había ido a despedirle al andén. Luego él y la desconocida se encerraron en un lavabo con una urgencia temeraria y una felicidad y un deseo que ni las incomodidades ni los problemas de equilibrio ni los golpes en la puerta de viajeros irritados lograron malograr. Pensaban que se despedirían para siempre cuando llegaran a Madrid. Mi amigo, que estaba haciendo la mili, no tenía oficio ni beneficio, y ella era una mujer casada y con un hijo pequeño, un poco desequilibrada, tan propensa a los arrebatos de entusiasmo atolondrado como a las negruras de la depresión. Mi amigo me dijo que le gustaba mucho y que le daba miedo, y que nunca había disfrutado tanto con ninguna mujer. La recordaba con más claridad y gratitud porque era la única mujer con la que se había acostado aparte de la suya, con la que se casó muy poco tiempo después de regresar del ejército.

Estuvieron viéndose en secreto durante varios meses, repitiendo la ebriedad sexual del primer encuentro en cuartos de pensión, en la oscuridad de los cines, algunas veces en casa de ella, en la misma cama en la que se acostaba con su marido, contemplados desde la cuna por los ojos grandes y tranquilos del niño, que se sujetaba en los barrotes para mantenerse en pie. Cuando mi amigo se licenció acordaron que ella no iría a despedirlo al expreso de medianoche en el que se volvería a Granada. En el último momento la mujer apareció y mi amigo se bajó del tren y sintió tanto deseo al abrazarla que no le importó perderlo. Pero lo tomó al día siguiente y ya no se vieron nunca más. Me da miedo pensar qué habrá sido de ella, con lo trastornada que estaba, decía mi amigo, acodado en la barra de la cafetería del Talgo, delante del café que aún no había tocado, mirando el paisaje desértico del norte de la provincia de Granada, al otro lado de los cristales, o volviéndose hacia la puerta batiente que daba a los otros vagones, como con la esperanza imposible de que esa mujer apareciera, tantos años más tarde, y escuchándole yo le tenía envidia, envidia y tristeza de que a mí no me hubiera ocurrido nunca una historia así ni pudiera acordarme de una mujer como aquélla. Fumaba porros, tomaba pastillas, se aficionó a la coca, y a mí todo aquello me daba miedo, pero la seguía en su trastorno, cuanto más miedo le tenía la deseaba más. No me extrañaría nada que acabara enganchada a la heroína. Hay temporadas en las que me despierto cada mañana recordando que he soñado con ella. Sueño que me la encuentro por Madrid, o que estoy sentado en este mismo tren y la veo venir por el pasillo. Era muy alta, como una modelo, tenía el pelo castaño y rizado y los ojos verdes.

Los trenes de ahora, que no nos obligan a sentarnos frente a desconocidos, no favorecen los relatos de viajes. Fantasmas callados, con los auriculares tapándoles los oídos, con los ojos fijos en el vídeo de una película americana. Se escuchaban más historias en los antiguos departamentos de segunda, que tenían algo como de salas de espera obligatorias o comedores de familia pobre. Durante mi primer viaje a Madrid, mientras me adormilaba contra el duro respaldo de plástico azul, yo oía a mi abuelo Manuel y a otro pasajero contarse en la oscuridad viajes en tren durante los inviernos de la guerra. Nos trajeron a todos los del batallón de la Guardia de Asalto en el que yo servía y nos hicieron subir a un tren en esta misma estación, y aunque no nos dijeron adonde iban a llevarnos se corrió el rumor de que nuestro destino era el frente del Ebro. A mí me temblaban las piernas de pensarlo, a oscuras, dentro del vagón cerrado, toda la noche. Por la mañana nos hicieron bajarnos y sin dar explicaciones nos devolvieron a los puestos de siempre. Habían mandado a otro batallón en nuestro lugar, y de ochocientos hombres que iban no volvieron ni treinta. Si aquel tren llega a salir, seguro que ahora no estaba yo contándolo, dijo mi abuelo, y yo pensé de pronto, medio en sueños, que si aquel viaje al frente del Ebro no hubiera sido cancelado, probablemente mi abuelo habría muerto y yo no habría llegado a existir.

Todo era tan raro esa noche, la del primer viaje, raro y mágico, como si al subir al tren -incluso antes, al llegar a la estación- yo hubiera abandonado el espacio cotidiano de la realidad y hubiera ingresado en otro reino muy semejante al de las películas o al de los libros, el reino insomne de los viajeros: yo, que sin moverme casi nunca de mi ciudad me había alimentado de tantas historias de viajes a lugares muy lejanos, incluyendo la Luna, el centro de la Tierra, el fondo del mar, las islas del Caribe y las del Pacífico, el Polo Norte, la Rusia inmensa que recorría en el transiberiano un reportero de Julio Verne que se llamaba Claude Bombarnac.

Acabo de acordarme que era una noche de junio. Estaba sentado en un banco del andén, entre mi abuelo y mi abuela, y un tren que todavía no era el nuestro llegó a la estación y se detuvo con un lento chirrido de frenos. Tenía en la oscuridad una envergadura de gran animal mitológico, y el faro redondo de la locomotora me había recordado al acercarse el submarino del capitán Nemo. A la barandilla del último vagón estaba acodada una mujer que me sobrecogió instantáneamente de deseo, el deseo ignorante, asustado y fervoroso de los catorce años. La deseaba tanto que el agobio en el pecho me dificultaba la respiración y me temblaban las piernas. Aún me parece que la estoy viendo, aunque ya no sé si lo que recuerdo es un recuerdo: rubia, alta, despeinada, extranjera, con una camisa negra muy abierta, con una falda negra, descalza, con las uñas de los pies pintadas de rojo, con la cara tan bronceada que resaltaba el brillo de su pelo rubio y sus ojos muy claros. Adelantaba la rodilla y un muslo surgía de la abertura de la falda. El tren se puso en marcha y yo la vi alejarse acodada en la barandilla y mirando las caras fugaces que la miraban a ella desde el andén de esa estación remota, en la medianoche de un país extranjero.

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