Me carcomían mezquinamente esas observaciones mientras Camille Safra seguía hablándome, y notaba con algo de agravio que a lo largo de conversación aún no me había dicho ni una palabra sobre mi libro en danés. Me dijo que su madre había muerto unos meses atrás, en Copenhague, y que en la última conversación que había mantenido con ella las dos se acordaron de aquel viaje a Francia, sobre todo de algo que les había ocurrido una noche en un hotel de una ciudad pequeña, próxima a Lyon.
Buscaban a sus parientes. Muy pocos habían sobrevivido. Antiguos vecinos y conocidos las miraban con desconfianza, con abierto rechazo, como temiendo que hubieran regresado para reclamar algo, para acusar o pedir cuentas. A aquella ciudad cercana a Lyon -Camille Safra no me dijo su nombre- su madre la llevó porque alguien le había dicho que una hermana suya se refugió en ella a principios de 1943, y no constaba que la hubieran detenido, aunque tampoco se sabía nada sobre su paradero, ni llegó nunca a saberse. La gente desaparecía en ese tiempo, dijo Camille Safra, se le perdía el rastro, no constaba su nombre en ninguna parte, en ninguna lista de deportados, ni de regresados, ni de muertos. Llegaron muy de mañana en un tren, desayunaron café frío y pan negro con mantequilla rancia en la cantina de la estación, preguntaron a algunas personas madrugadoras y hurañas que las miraban con desconfianza y se negaban a dar las explicaciones más simples, por miedo a comprometerse, en aquellos tiempos de la depuración.
Hambrientas, desorientadas, extranjeras en el país que cuatro años antes era el suyo, con los pies deshechos después de caminar todo el día sin averiguar nada sobre la persona a la que iban buscando, el anochecer las sorprendió en un descampado, junto al cobertizo de una parada de tranvías. Hasta la mañana siguiente no podían volver a París. El tranvía las dejó en una plaza con tiendas cerradas y con un monumento a los caídos en la guerra del 14, cerca del cual había una farola encendida y el letrero de un hotel que se llamaba du Commerce.
Alquilaron una habitación. Subieron a acostarse enseguida, porque a causa de las restricciones eléctricas la luz se apagaría a las nueve. Sentadas en la cama, bajo una bombilla que se debilitaba y daba entonces una claridad tenue y roja y luego revivía hasta un amarillo aceitoso, compartieron para cenar los restos de un paquete que les había suministrado la Cruz Roja y luego se acostaron vestidas y abrazadas, tocándose los pies helados bajo la manta escasa y la colcha raída. Su madre, me dijo la señora, nunca cerraba las habitaciones con llave: le daba terror quedarse atrapada, perder la llave y no poder salir. En los refugios, cuando sonaban las alarmas de los ataques aéreos, tenía accesos de sudor y de pánico. Si iban al cine, en cuanto terminaba la película se apresuraba a salir, por miedo a que se fuera todo el mundo antes que ella y cerraran las puertas creyendo que ya no quedaba nadie.
Se despertaron al amanecer. Por la ventana se veía un patio rústico con canteros de huerta y jaulas de gallinas en el que estaba lloviendo. Se lavaron por turno con el agua muy fría de la jarra que había bajo el lavabo, se vistieron con las ropas monótonas, dignas y pobres que llevaban siempre entonces, ropas que nunca llegaban a quitarles el frío, igual que la comida nunca bastaba para quitarles del todo el hambre. Cuando su madre quiso salir de la habitación el pomo no giraba y la puerta no se abría.
– Te dije anoche que no echaras la llave.
– Pero yo no la eché, estoy segura.
La llave estaba sobre el aparador que había frente a la cama. La introdujeron en la cerradura, la movieron hacia un lado y otro, y no ocurrió nada. No giraba, o bien parecía que no encontraba resistencia, y giraba en el vacío. No era que se atascara, o que no entrara bien, por tratarse de la llave de otra habitación. Simplemente, aunque en apariencia funcionaba el mecanismo, la puerta no se abría con la llave, igual que no se abría con el tirador.
La madre estaba poniéndose nerviosa. Más que intentar abrir, lo que hacía era sacudir el tirador y la llave, golpear la cerradura, morderse los labios. Decía en voz baja que si no salían iban a perder el tren hacia París y no podrían volver a Dinamarca, y ya tendrían que quedarse para siempre en Francia, donde no tenían a nadie, donde nadie les había dedicado ni una sonrisa de bienvenida, y ni siquiera de reconocimiento. Sacaba la llave de la cerradura y no acertaba a introducirla de nuevo, y cuando lo consiguió por fin, negándose a dejar que su hija la ayudara, hizo angustiosamente un movimiento tan brusco que se quedó con media llave en la mano.
__Te dije que no echaras la llave -repetía-. Y tú no me quisiste hacer caso.
– ¿Por qué no pedimos ayuda?
– Se reirán de nosotras, dos judías ridículas. A quién se le ocurre quedarse encerrado de este modo en una habitación.
Pero tuvieron que pedir ayuda: unos minutos después, su madre, ya fuera de control, con la boca desencajada y los ojos vidriosos de miedo, el miedo que tuvo en la huida de cuatro años atrás y del que había salvado a su hija, golpeaba la puerta con desesperación y pedía socorro a gritos. Habían intentado abrir la ventana: también era imposible, aunque no se veía ningún cerrojo, y desde luego no había cerradura.
Oyeron con alivio pasos que subían la escalera y se acercaban por el corredor. El dueño del hotel, con la ayuda de un alambre, logró extraer de la cerradura el trozo de llave que se había quedado en ella, pero cuando introdujo la llave maestra la puerta tampoco se abrió. Desde un lado y el otro era empujada, sacudida, golpeada, pero la puerta permanecía firmemente cerrada, y era de una madera demasiado gruesa y con goznes muy sólidos para que pudieran derribarla.
Su madre se ahogaba, me dijo Camille Safra. Se había sentado en la cama, con su vestido negro de viaje, su abrigo viejo y su pequeño sombro, con sus zapatos anchos y torcidos, y respiraba con la boca muy abierta y agitando mucho las aletas de la nariz, y se estrujaba las manos o se cubría la cara con ellas, como cuando bajaban a los refugios, en las alarmas del principio de la guerra. No vamos a salir nunca de aquí, repetía, no teníamos que haber vuelto, esta vez no van a dejarnos salir. La niña tomó entonces una decisión de la que cuarenta y tantos años después aún estaba orgullosa. Tiró la jarra del lavabo contra la ventana, y al romperse el cristal entró en la habitación el aire fresco y húmedo de la mañana. Pero había demasiada altura como para que pudieran saltar hacia el patio, y no acababa de aparecer la escalera de mano que alguien había ido a buscar.
La puerta no pudieron abrirla: una hora después abrieron otra puerta condenada que había en la habitación, oculta detrás de un armario que la madre y la hija debieron agotadoramente apartar.
Aún lograron alcanzar un tren hacia París esa misma mañana. Su madre la llevaba de la mano, apretándosela mucho, y le decía que iban a volver enseguida a Dinamarca, y que ella nunca más pisaría Francia. En el departamento del tren estaba tan pálida y tenía un aire tan gastado como si llevara viajando mucho tiempo, igual que tantos refugiados y apátridas que se veían entonces deambulando por las estaciones, aguardando días y semanas enteras a que llegasen trenes que no tenían horarios ni destinos precisos, porque en muchos lugares las vías estaban reventadas y los puentes habían sido destruidos por los bombardeos o los sabotajes. Un caballero que tenía un aire de penuria digna muy parecido al de ellas dos le ofreció a la niña la mitad de una naranja que había extraído de un pañuelo muy limpio y pelado con suma pulcritud mientras ellas intentaban no mirar ni percibir aquel aroma ácido y tentador que llenaba el aire borrando los hedores usuales de ropa sudada y humo de tabaco. Era la primera persona que les sonreía abiertamente desde que llegaron a Francia. Trabaron conversación, y la madre dijo el nombre del pueblo y el del hotel en el que habían pasado la noche. Al escucharlo, el hombre dejó de sonreír. También era la única persona que habían encontrado que hablara sin cautela ni miedo.
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