En Copenhague una señora danesa de origen francés y sefardí me contó un viaje que había hecho de niña con su madre por la Francia recién liberada, a finales del otoño de 1944. La conocí en un almuerzo en el Club de Escritores, que era un palacio con puertas de doble hoja, columnas de mármol y techos con guirnaldas doradas y pinturas alegóricas. Asomado a uno de sus ventanales, vi pasar un alto navío de vela delante de mí como si se deslizara por la calle: navegaba por uno de esos canales que se adentran tanto en la ciudad y que dan de pronto a la perspectiva de una esquina una sorpresa portuaria.
Era a principios de septiembre, hace unos ocho años. Llevaba un par de días dando vuelta por la ciudad, y al tercero un editor amigo mío me invitó a aquel almuerzo. Tengo la memoria llena de ciudades que me han gustado mucho pero en las que sólo he estado una vez. De Copenhague recuerdo sobre todo las imágenes del primer paseo: salí del hotel caminando al azar y llegué a una plaza ovalada con palacios y columnas en cuyo centro había una estatua a caballo, de bronce, de un verde de bronce que adquiría en ciertos lugares, a causa de la humedad y el liquen, una tonalidad gris idéntica a la del cielo, o a la del mármol de aquel palacio del que luego me contaron que era el Palacio Real.
En todo el espacio frío y barroco de la plaza, atravesado de vez en cuando por un coche solitario (al mismo tiempo que el motor yo escuchaba el roce de los neumáticos sobre los adoquines), no había más presencia humana, descontando la mía, que la de un soldado de casaca roja y alto gorro lanudo de húsar que marcaba desganadamente el paso con un fusil al hombro, un fusil con bayoneta tan anacrónico como su uniforme.
No sabiendo a donde ir, las calles me llevaban, como cuando me dejo llevar por una vereda en el campo. Frente al jinete de bronce arrancaba una calle larga y recta que terminaba en la cúpula, también de bronce verdoso, de una iglesia con letreros dorados en latín y estatuas de santos, de guerreros y de individuos con levitas en las cornisas. La iglesia se parecía a esas iglesias barrocas de Roma tan iguales entre sí que tienen un aire antipático de sucursales de algo, de oficinas vaticanas y bancadas de la gracia de Dios.
Pero una de las estatuas que se erguía sobre aquella fachada era indudablemente la de Sören Kierkegaard. Jorobado, como al acecho, con las manos a la espalda, no tenía esa actitud de elevación o de inmovilidad definitiva que suele haber en las estatuas. Después de muerto, al cabo de siglo y medio de habitar en la inmortalidad oficial, de codearse con todos aquellos solemnes héroes, santos, generales y tribunos del panteón histórico de Dinamarca, Kierkegaard, su estatua, seguía manteniendo un ademán transeúnte, fugitivo, huraño, un desasosiego de ir caminando solo por una ciudad cerrada y hostil y de mirar de soslayo a la gente a la que despreciaba, y que lo despreciaba todavía más a él, no sólo por su joroba y su cabezón, sino por la extravagancia incomprensible de sus escritos, de su furiosa fe bíblica, tan desterrado y apátrida en su ciudad natal como si se hubiera visto forzado a vivir al otro lado del mundo.
Busqué el camino de vuelta al hotel. Al cabo de menos de una hora el editor -a quien en realidad tampoco conocía demasiado- vendría a recogerme. En una calle larga y burguesa, con tiendas de ropa y de antigüedades, vi un tejadillo que sobresalía más bien absurdamente de una pared encalada o pintada de blanco, en la que había una puerta de madera con herrajes y llamador, y una ventana enrejada y con geranios. Yo, que me sentía tan lejos de todo recorriendo un sábado por la tarde las calles vacías de Copenhague, había encontrado un sitio español que se llamaba Pepe's Bar.
Aquella mujer estaba sentada junto a mí en la gran mesa oval de la Unión de Escritores. Me ha ocurrido otras veces: el almuerzo era en mi honor, pero nadie reparaba mucho en mi presencia. Delante de cada uno de nosotros había una tarjeta con nuestros nombres. El de la mujer era en sí mismo un enigma, una promesa cifrada: Camille Pedersen-Safra. No puedo resistirme al imán de los nombres: la mujer me dijo que había nacido en Francia, en una familia judía de origen español. Pedersen era su apellido de casada. Mientras los demás conversaban calurosamente y se reían, aliviados de no tener que darle conversación a un extranjero del que no sabían nada, me contó que ella y su madre se habían escapado de Francia en vísperas de la caída de París, en la gran desbandada de junio de 1940. Sólo volvieron al país una vez, en el otoño de 1944, y se dieron cuenta las dos de que en tan pocos años habían dejado de pertenecer a su patria de origen, de la que habrían sido deportadas hacia los campos de exterminio si no hubiesen escapado a tiempo: por gratitud, ya eran danesas. También Dinamarca había sido ocupada por los alemanes, y sometida a las mismas leyes antijudías que Francia, pero las autoridades danesas, a diferencia del gobierno francés de Vichy, no habían colaborado en el aislamiento y la deportación de los judíos, y ni siquiera les hicieron cumplir la obligación de llevar una estrella amarilla.
Camille Safra tenía unos seis años en el momento de la huida de Francia: recordaba el desagrado de que su madre la despertara sacudiéndola cuando aún era muy de noche y la sensación rara, cálida y gustosa, de viajar envuelta en mantas en el remolque de un camión, bajo un toldo en el que golpeaba la lluvia. Recordaba también haber dormido en cocinas o zaguanes de casas que no eran la suya, en las que olía muy fuerte a manzanas y a heno, y le venían imágenes a veces de misteriosos itinerarios por caminos rurales bajo la Luna, durmiéndose en brazos de su madre, bajo el abrigo de un chal de lana húmeda, escuchando el traqueteo de un carro y los cascos lentos de un caballo. Recordaba o soñaba luces aisladas en esquinas, en ventanas de granjas, luces rojas de locomotoras, sucesiones de luces en las ventanillas de trenes a los que ella y su madre no llegaban a subir.
En su memoria el viaje al exilio tenía toda la dulzura del bienestar infantil, del modo en que los niños se instalan confortablemente en lo excepcional y dan a las cosas dimensiones que los adultos desconocen y que no tienen nada que ver con lo que éstos viven y recuerdan. Cuando se marchó de Francia, Camille Safra aún vivía sumergida en las irrealidades y en las mitologías de la primera infancia: a los diez u once años, cuando ella y su madre regresaron, su razón adulta ya estaba prácticamente establecida. El primer viaje lo recordaba como un sueño, y había sin duda partes de sueños o de cuentos que se habían infiltrado en su memoria como hechos reales. Del regreso desde Dinamarca conservaba imágenes exactas, teñidas de una tristeza que era el reverso de la misteriosa felicidad de la otra vez.
Era una mujer pelirroja, ancha, enérgica, muy descuidada en su manera de vestir, con unos rasgos más centroeuropeos que latinos que la edad ya estaba exagerando. He visto señoras judías muy parecidas a ella en Estados Unidos y en Buenos Aires: mujeres de cierta edad, entradas en carnes, vestidas con negligencia, con los labios pintados. Fumaba mucho, cigarrillos sin filtro, conversaba con brillantez, saltando entre el inglés y el francés según sus necesidades o sus limitaciones expresivas, y bebía cerveza con una excelente desenvoltura escandinava. Hacía crónicas sobre libros en un periódico y en una emisora de radio. El editor que me había llevado a la comida y que en el calor de la conversación y la cerveza no parecía acordarse ya mucho de mí me había dicho al presentármela que tenía mucho prestigio, que una crítica favorable suya era muy importante para un libro, sobre todo de un autor extranjero y desconocido en el país. Yo tenía la convicción firme y melancólica de que el libro por el que me habían llevado a Copenhague no atraería a ningún lector danés, de modo que sentía remordimientos anticipados por el mal negocio que aquel editor estaba haciendo conmigo, y le disculpaba, y hasta le agradecía, que en el almuerzo de la Unión de Escritores me hubiera abandonado a mi suerte. Comprendía también que la convocatoria no había sido precisamente un éxito: habías varias mesas más en el gran comedor con pinturas mitológicas y ventanales que daban a una calle por la que de vez en cuando pasaba lentamente un barco. Antes de servirnos la comida, los camareros habían quitado los cubiertos de las mesas vacías.
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