Pedro Alarcón - El Niño De La Bola

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El Niño de la bola está considerada entre sus mejores páginas literarias.
Obtuvo un gran éxito editorial y trabajó en ella durante años con la intención de desquitarse del triste destino polémico que le había tocado a El Escándalo. Incluye «un par de crímenes» como ingrediente que, a juicio del autor, no debe faltar en ningún relato romántico. Alarcón sabe captar a la perfección el aliento casi irracional que alimenta esta «tragedia popular», en la que no faltan los elementos costumbristas típicos de sus novelas. El título de su última novela, La pródiga, hace referencia a la protagonista, Julia, en la que encontramos trazos románticos con continuas alusiones a George Sand, cuya vida y el idilio amoroso que mantiene es condenado por el autor y el coro de personajes

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También debemos añadir que en aquellas salidas lo acompañaba constantemente Soledad, y nunca la señá María Josefa, a quien el millonario seguía mostrando tanta esquivez y desprecio como adoración fanática a la hija de que le era deudor. Hay hombres que son así, y que con dificultad la hacen limpia, aun tratándose de sus más sagrados afectos , solía exclamar con este motivo la licurga hermana del ama de gobierno de don Trinidad Muley. A misa iban a la Catedral, como templo más respetable o respetado que los otros… Para ir a paseo había habilitado el prestamista un viejísimo coche o carroza de los Venegas, que encontró en la leñera del antiguo palacio… Y, cuando había procesión o castillo de fuego que ver, nunca faltaba un balcón de tal o cuál deudor moroso, cuyo domicilio tuviese puerta falsa a alguna solitaria calleja, por donde entrar con el debido recato.

Era, pues, siempre dramática, por lo inesperada y repentina, la aparición de don Elías y de Soledad en la ventana o balcón que caía a la plaza o calle donde se preparaba la fiesta y hervía el concurso… ¡La Dolorosa! ¡La Dolorosa! ¡La Dolorosa! … (oíase decir por todos lados). ¡Qué hermosa está! ¡Qué bien vestida viene! ¡Qué perlas trae! ¡Lleva un caudal encima!… Y sólo al cabo de algún tiempo fijábase la atención en don Elías Pérez (ya no era moda decirle Caifás) , a quien unos hallaban mucho más viejo que antes, otros perfectamente conservado, algunos mejor vestido y menos antipático que en 1823, y todos merecedor de perdón y olvido después de tantos años de encierro. «Si delinquió (parecía decir la actitud del coro), ¡bien ha expiado su crimen! ¡Dispensémosle, al menos, la acogida indulgente que no niega nadie a los que han cumplido su condena! ¡En medio de todo, don Rodrigo era un despilfarrador que de una u otra suerte habría muerto en el hospital, y, en cuanto al Niño de la Bola , ya veis que tampoco ha nacido para ministro de Hacienda! ¡No bien ha reunido un poco dinero, ha comprado caballo!… ¡Los ricos nacen, y los pobres se hacen!»

La primera vez que nuestro héroe vio clara y distintamente al padre de su amada fue aquel día que salió a dar gracias a la Virgen de la Soledad después de su convalecencia. Huyendo de las demostraciones de entusiasmo que lo abrumaban en la calle y de las visitas que seguían inundando su casa, se encaminó a pie a un cortijo próximo, que había sido de su padre, donde existía una fuente muy provechosa para los que necesitaban recobrar fuerzas…, y allí encontró, enteramente solo, de pie junto al manantial, y sumido en profunda, meditación, a un anciano de elevada estatura, cuyo grave y austero rostro y fría y penetrante mirada recordó haber visto hacía años, al través de un vidrio, en un balcón de la antigua vivienda de los Venegas…

– ¡El padre de Soledad! -pensó el joven retrocediendo un paso.

Don Elías alzó los ojos al propio tiempo; vio y reconoció a Manuel, y se puso más amarillo que la cera; pero no hizo movimiento alguno de que demostrase la índole de aquella emoción.

Manuel volvió a andar el paso que había desandado, y comenzó a medir al viejo de pies a cabeza y de un lado a otro, con aquella franca y valerosa mirada que le era habitual, sólo comparable a la del toro que descubre en la dehesa a un importuno y no sabe si arremeterle o perdonarlo…

El altivo viejo siguió inmóvil, mirando aparentemente hacia otra parte, pero sin perder de vista al bravo mancebo, cuyos ojos comenzaban a despedir cierta rojiza lumbre…

En tal situación, de todo punto insostenible, oyóse en el vecino olivar una dulcísima voz de mujer, que gritaba alegremente:

– ¡Papá! ¿Dónde te has metido?

– ¡Ella! -pensó Manuel, temblando como un azogado y retrocedierdo de nuevo, no ya un paso solo, sino otros muchos, bien que con perezosa lentitud…

El anciano no respondió a su hija, ni se movió de su puesto… Pero cuando vio desaparecer (siempre andando hacia atrás) al famoso Niño de la Bola , sonrió de una manera indefinible, y se dirigió al sitio donde había sonado la voz mágica, y esta vez providencial, de la que era reina y señora de aquellas dos almas enemigas.

Manuel se apostó en el camino para ver pasar a la joven a su regreso, y quién sabe si para seguirla, como de costumbre, pesárale o no le pesara al despótico anciano; pero el pobre no contaba con la remozada carroza de sus abuelos, que cruzó a escape entre nubes de polvo, no dejándole columbrar ni la más leve sombra del dulce objeto de sus ansias…

A nadie cupo después duda de que una escena tan insignificante, al parecer, y tan significativa en el fondo, contribuyó en gran parte a que don Elías y el joven Venegas cometiesen al cabo de algunas semanas las graves imprudencias que abrieron entre ellos un nuevo abismo… Y fue que desde aquel encuentro, en que no hubo colisión ni agravio alguno, ambos dejaron de considerarse tan extraños y terribles el uno para el otro como en realidad seguían siéndolo; ambos se acostumbraron a verse sin gran sobresalto en la calle o en la Catedral, y ambos llegaron, por consecuencia, a chocar de frente el día menos pensado, en las peores circunstancias que pudo excogitar el infierno para hacerlos de todo punto incompatibles…

El caso fue el siguiente:

En abril de aquel mismo año, cuando Manuel tenía diecinueve, Soledad diecisiete y medio, don Elías sesenta y ocho, la señá María Josefa cincuenta y seis, don Trinidad cuarenta, su ama de llaves cincuenta y nueve, y sesenta y tres la hermana del ama, obtuvo al fin la Dolorosa de su reanimado padre que la llevara a ver las funciones que por entonces celebraba anualmente, en la parroquia de Santa María de la Cabeza, la muy antigua Hermandad del Niño de la Bola.

Consistían (y siguen consistiendo) estas funciones en una misa con Señor manifiesto, sermón y comunión general el domingo por la mañana; solemnísima procesión por todo el barrio aquella misma tarde, y baile de rifa a la tarde siguiente, y en todas ellas solía representar, hacía tres años, mucho papel el hijo de don Rodrigo Venegas, como individuo de la cofradía y amigo particular y dos veces tocayo del Niño Jesús. Extrañóse, pues, generalmente aquel año que Manuel, aunque se hallaba en la ciudad y nunca despreciaba medio de ver a la Dolorosa , no asistiese ni a la misa ni a la procesión, donde hubiera admirado, como todo el mundo, la hermosura, lujo y donaire de la hija del prestamista, la cual estrenó aquel día dos trajes hechos en la capital por la modista de las condesas y marquesas, a cuál más rico, elegante y vistoso…

Llegó así la tarde de la rifa, o del baile de rifa, que entonces, como ahora, se celebraba en las afueras del pueblo, en una especie de arrabal de cuevas abiertas a pico sobre un anfiteatro de cerros de compacta arcilla, donde vive la gente más pobre de la población. Allí, las madres de las criadas que sirven en el casco de la ciudad colocan delante de su respectivo tugurio todas las sillas que poseen, a fin de que las ocupen los amos de sus hijas, convidados previamente a aquella fiesta, donde las señoras estiman mucho un buen sitio en que reunir tertulia al aire libre, lucir sus atavíos, ver la rifa y el baile, y hasta arrostrar las más encopetadas el deseado compromiso de bailar un poco, cual si fuesen humildes mozuelas de la clase baja.

Porque es de advertir (y ros urge decirlo bajo promesa de no añadir ni quitar nada a la estricta verdad de cosas que todavía suceden en aquella y otras comarcas de la península española) que, en tales bailes, celebrados enfrente de un altar portátil, donde se ve la efigie del festejado Santo, Virgen o Señor, tiene el público facultad amplísima de pedir y rifar, por medio de puja o subasta, así el que Fulana baile o no baile con Mengano, como el que éste no abrace, o abrace de nuevo, a aquella con quien acaba de bailar…, dado que lo que allí se baila y se ha bailado siempre es el fandango puro y neto, danza que termina de obligación, como ya sabréis, con un inexcusable abrazo de cada pareja… Los que no quieren que se realice lo que otro desea y paga, tienen que dar mayor cantidad de dinero al necesitado Santo, y de esta suerte, que bien merece tal nombre, se reúnen crecidos fondos para el culto de la venerada imagen… ¡Veinticinco ducados le costó una vez a cierto corregidor el que su esposa no bailase con el pregonero!

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