Pedro Alarcón - El Niño De La Bola

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El Niño De La Bola: краткое содержание, описание и аннотация

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El Niño de la bola está considerada entre sus mejores páginas literarias.
Obtuvo un gran éxito editorial y trabajó en ella durante años con la intención de desquitarse del triste destino polémico que le había tocado a El Escándalo. Incluye «un par de crímenes» como ingrediente que, a juicio del autor, no debe faltar en ningún relato romántico. Alarcón sabe captar a la perfección el aliento casi irracional que alimenta esta «tragedia popular», en la que no faltan los elementos costumbristas típicos de sus novelas. El título de su última novela, La pródiga, hace referencia a la protagonista, Julia, en la que encontramos trazos románticos con continuas alusiones a George Sand, cuya vida y el idilio amoroso que mantiene es condenado por el autor y el coro de personajes

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En el transcurso de los tres años que duró este período de su vida, Manuel vio todos los domingos a Soledad durante una hora, bastándole para ello plantarse enfrente de su casa al amanecer y esperar allí a que saliese a misa con su madre. Era ésta muy religiosa, e incapaz, por ende, de tolerar que su hija dejase de cumplir el precepto , por manera que no hubo más arbitrio que arrostrar todas las consecuencias de aquel nuevo asedio del joven, fuese cualquiera la oposición que el sitiado don Elías quisiera hacer a tan peligrosa salida de la Plaza . No hay tirano doméstico con fuerza bastante para impedir que su mujer y su hija cumplan los deberes religiosos que les impone su conciencia y, además, el prestamista, aunque no practicara (por horror a poner los pies en la calle), era católico, apostólico, romano, o quería parecerlo.

Afortunadamente, en el programa de Manuel no entraba entonces hostilizar de manera alguna a don Elías, ni dar ningún paso directo con relación a Soledad. Limitábase, pues, a esperarla, a verla pasar, a seguirla de lejos, a situarse en la iglesia de modo que pudiera estar mirándola a su sabor, a aguardarla después en la puerta y a darle nueva escolta hasta que la dejaba encerrada en el palacio. Ni más ni menos hacía; pero esto, combinado con la imponente conducta que seguía respecto del público, bastaba a su atrevido propósito, que era formar el vacío alrededor de la hija del usurero, acotarla para sí, declararla suya, estorbar que nadie la pretendiese, poner entre ella y el mundo el temido poder de su corazón y de su brazo.

La madre y la hija pasaban junto a él graves y tristes; sin mirarlo nunca (pues tal debía de ser su consigna): pero viéndolo siempre… Las mujeres no dejan de ver jamás lo que les importa… Ni Manuel se condolía de que no le mirasen ni saludaran: decíale su alma leal que aquella tristeza era una especie de saludo: figurábase las terribles órdenes que habrían recibido del usurero, con quien llevaba cuenta aparte, y las compadecía profundamente, lejos de tenerles rencor… ¡Estaba tan seguro del afecto y simpatía de ellas! Añádase a esto… que Manuel creía haber sorprendido algunas veces a Soledad mirándole de reojo…

La interesante joven había ido creciendo en gracia y hermosura, y al terminar aquellos tres años era una mujer tan exquisita y bella, de aire tan misterioso y poético, de talle tan fino, esbelto y seductor, con unos ojos negros tan melancólicos y tan sombreados por largas y sedosas pestañas, con una palidez tan interesante, con unas manos tan blancas y tan lindas, con tal señorío en toda su persona y tal seriedad en su lujoso vestir, que la imaginación popular comenzó a inventarle dictados y calificativos laudatorios, y, después de haberle llamado la Niña de plata , la Perla judía , la Perla robada , el Terrón de azúcar y otras cosas por el estilo le puso el nombre de la Dolorosa , que era él que mejor le cuadraba, y con el que se quedó definitivamente, según hemos visto en otro lugar. Parecía, en efecto, una imagen de la Virgen de los Dolores; sólo que su tristeza no rayaba en aflicción, y tenía más de altiva que de dulce… Pero los trajes negros, las tocas blancas y los adornos de oro y pedrería de que siempre iba recargada contribuían, en cambio, a justificar aquel peregrino sobrenombre.

Digamos además que la popularidad de Manuel se reflejaba en la que era señora de su corazón, y que todos la veían con tanto respeto y benevolencia como odio y mala voluntad profesaban a su padre. Ni ¿qué sabemos? ¡Es tan especiosa a veces la conciencia del vulgo para transigir con sus propias flaquezas e idolatrías! Los millones peor adquiridos acaban por fascinarlo y obtener su pleito homenaje cuando ya no se ve posibilidad de privar de ellos al que los posee. De aquí el que prescriba la oficiosa acción pública (o sea la acción del escándalo) contra las riquezas ilegítimas largo tiempo gozadas, como prescriben al cabo de ciertos años, algunas acciones oficiales o legales, por muy fundadas que sean. « Poseer (dice un axioma jurídico) es una de tantas formas de adquirir …» Y hay que tener presente que don Elías llevaba ya nueve años de quiera y pacífica posesión del caudal de los Venegas, y doble y triple tiempo de ser dueño de otros millones… Debía, pues, de estar próximo el día del indulto de la opinión general, y, entretanto, no pesaba su anat ema sobre la inocente niña, en quien ya se reconocía, por lo visto, la indemnidad de los segundos poseedores ; como tampoco había pesado nunca sobre la señá María Josefa, en la cual se apresuró la cauta plebe a reconocer otro título a su consideración, a fin de tener abierta alguna entrada moral en casa del millonario: el título de excelente y compasiva mujer, muy apesarada de las crueldades de su marido ; cosa que, por otra parte, era cierta. En resumen: ya fuese por estas razones, ya por deferencia al benemérito Manuel, ya por su propia gentileza y hermosura, o por todos estos motivos juntos, Soledad gozaba del aprecio de la afición, de la simpatía del vecindario, si exceptuamos algunas hembras de su clase y edad, que le envidiaban particul armen te el romántico amor del gallardo hijo de don Rodrigo Venegas, sobre todo cuando comenzó a tener dinero, vistió con lujo y compró caballo.

Nuestro joven no cesaba de mirar a la gentil doncella con una ingenuidad y una valentía más propias del estado salvaje que del civilizado, desde que la veía salir del antiguo caserón hasta que la dejaba en él, y muy especialmente durante la misa, cual si creyera que su devoción a la llamada Dolorosa le eximía de atender al incruento Sacrificio. Soledad, en cambio, no quitaba los ojos del altar, arrodillada continuamente desde el principio hasta el fin de la santa ceremonia, rezando sin interrupción, a juzgar por el leve movimiento de sus labios de serafín y a las muchas cuentas que pasaba del rosario… Pero ¿quién sabe dónde estaría su alma? Al enamorado mozo le decía el corazón que aquel ángel estaba pidiendo al cielo el triunfo de su mutuo cariño…; mas nosotros no tenemos datos suficientes para negar ni afirmar semejante cosa, ni tan siquiera para responder de que la joven rezase verdaderamente… ¿Acaso no hay personas dotadas del don especial de no ver lo que miran y de ver lo que no están mirando? Pues ¿quién nos dice que Soledad no era una de ellas, y que, mientras clavaba aparentemente los ojos en el altar, no contemplaba la gallarda figura de Manuel Venegas?

Repetimos que todo lo creemos posible… Ello es que el interesado (hombre de instintos muy seguros) salía siempre de la iglesia loco de felicidad, acariciando risueñas esperanza s.

Conque vayamos derechos al asunto, o sea a decir cómo se preparó y realizó el mencionado lance que puso término a este período de la vida de nuestro héroe.

X. EL EMPLAZAMIENTO

Cuando el reflexivo y cauteloso don Elías llegó a penetrarse de que Soledad, la única persona a quien había amado y favorecido desinteresadamente, podía servirle de escudo y defensa contra la ira de Manuel y contra la indignación o la mofa del pueblo (que tal es siempre - ;observaron a este propósito los moralistas- el fruto de las buenas acciones) ; cuando se convenció, digo, de cuánto la quería y veneraba el joven Venegas y de cuánto la admiraba y respetaba el público, hizo una completa revolución en su vida y costumbres.

Comenzó el viejo por aventurarse a ir a misa, cosa que deseaba hacía mucho tiempo, para librarse de la fea nota de judío, rabote, hereje y otras lindezas que le aplicaba el vulgo; preparóse luego a salir al campo, según lo requería su salud, a juicio del médico de la casa, y acabó, finalmente, por asistir a los paseos públicos y a las fiestas populares, como cualquier hijo de vecino…, o poco menos. Todo ello (bueno es hacerlo constar) aprovechando la temporada que Manuel estuvo herido por consecuencia de su lucha con el oso…

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