Pedro Alarcón - El Niño De La Bola

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El Niño de la bola está considerada entre sus mejores páginas literarias.
Obtuvo un gran éxito editorial y trabajó en ella durante años con la intención de desquitarse del triste destino polémico que le había tocado a El Escándalo. Incluye «un par de crímenes» como ingrediente que, a juicio del autor, no debe faltar en ningún relato romántico. Alarcón sabe captar a la perfección el aliento casi irracional que alimenta esta «tragedia popular», en la que no faltan los elementos costumbristas típicos de sus novelas. El título de su última novela, La pródiga, hace referencia a la protagonista, Julia, en la que encontramos trazos románticos con continuas alusiones a George Sand, cuya vida y el idilio amoroso que mantiene es condenado por el autor y el coro de personajes

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– ¡Comprendo! ¡Comprendo!… Me arrojará usted de su casa. ¡Es natural, y yo tendré paciencia!

– ¡Vete al demontre! ¿Quién te habla de semejante cosa? Lo que digo que no consentiré es que hagas nada contra la ley de Dios , ni creo que tú seas capaz de infringirla… Pero si tal haces, no obstante el esmero que he puesto en enseñártela, me moriré de rabia de que no seas mi verdadero hijo… (¡en cuyo caso te abriría en canal!) y de vergüenza de haber criado casi a mis pechos a semejante monstruo.

– Tranquilícese usted, mi buen padre… -respondió Manuel con aquella gravedad que no debía a los años, sino a la tristeza de su vida-. ¡Yo no quiero más que justicia seca!… ¡Justicia para todos!… Defenderé mi derecho y lo haré respetar por todo el mundo: protegeré la libertad de la pobre niña, e impediré que su padre la sacrifique, como me ha sacrificado a mí; y por estos sencillos medios, no lo dude usted, Soledad será mi esposa.

– Tú te entenderás…, y yo no te perderé de vista. La verdad es que no hay que matar al sastre en una hora… ¡Os queda mucho tiempo!… Tú mismo, aunque saliste bruscamente de la niñez, hace seis años, cuando se murió tu padre y te volviste un somormujo, todavía no tienes edad de pensar en casorios. Y en cuanto a la mozuela…, ¡ya ves, catorce años!… ¡Nada…, una hierbecilla!… ¡Un diablo que os lleve a los dos! ¡Jesús! ¡Tengo un hambre! ¡Debe de ser más de la una!… ¡Todo esto sin contar, mi querido hijo, con que don Elías pasa de los sesenta años, y se puede morir cuando Dios disponga!… ¡Sesenta y cinco tiene, según mi cuenta!… Además, ha habido muchos padres (yo recuerdo algunos) que primero han dicho que no y luego que sí… ¡Dios es grande y misericordioso; aprieta, pero no ahoga, y en teniendo uno la conciencia tranquila!… ¡Diantre! ¡La una en el reloj de la Catedral! Anda…, anda…, démonos prisa, que hoy la sopa es de fideos y ya estará Polonia echando venablos… Chiquillo, ¿no me oyes? ¿En qué piensas? ¿Tendré yo que pedirte el abrazo de paz? Pues ¡te lo pido! ¿Estás ya contento?

Manuel abrazó, en cuanto era posible, la respetable mole de don Trinidad Muley, y no contestó palabra alguna; pero en su noble y hermosa frente se leían temerarias resoluciones.

IX. OPERACIONES ESTRATÉGICAS

Desde aquel triste día hasta la fecha del ruidoso lance que obligó a Manuel a salir de la ciudad (para no regresar a ella en el espacio de ocho años, según indicamos en el libro primero de la presente historia), cumplió nuestro joven con asombrosa firmeza de carácter el vasto programa que había concebido en el camino de las Huertas, y cuyos pormenores no creyó oportuno explicar al buen cura de Santa María; programa atrevidísimo y sumamente complicado (a lo que se vio después), que contenía tres líneas paralelas de conducta: una para consigo mismo, otra para con el público y otra para con don Elías y Soledad.

Respecto de sí mismo, había resuelto trabajar y ganar dinero, no sólo para dejar de ser gravoso a su protector, sino para ir reuniendo un pedazo de pan que ofrecer algún día a su adorada, seguro de que ella lo aceptaría gustosísima, dejando inmediatamente a don Elías y sus mal ganados millones por los puros goces del amor y de la virtud, únicas bases firmes de la felicidad, según aquel imberbe heredero de Don Quijote.

La Sierra, tesoro que entonces no era de nadie, y del cual, por ende, podían gozar todos a título de aprovechamiento común, fue también en esta ocasión ancho campo de la actividad y gigantesco poderío del huérfano. Pero no ya para fantasear allí, corriendo inútiles peligros, o para gozar a sus anchas de la libre vida de la naturaleza, sino para sacar abundantísimo fruto de las providenciales lecciones que le diera su padre y del propio conocimiento por él adquirido acerca de los misterios y riquezas de aquella maravillosa montaña, que en otra obra nuestra denominamos La Madre de Andalucía .

Industrias allí olvidadas desde la expulsión de los moriscos, o en desuso desde la muerte de Don Carlos III, y no pocos provechos y explotaciones que hasta época recientísima no han merecido la atención de las gentes, sirvieron de objeto a la pasmosa inventiva y titánica laboriosidad de Manuel, el cual sin ayuda ajena, por no divulgar secretos que poseía él solo, fue juntamente herbolario, cazador con destino a la peletería, maderero de especies extrañas y preciosas, colector de bichos raros, cantero de jaspes y de serpentina y lavador de oro.

Estas tres últimas faenas, especialmente, le produjeron pingües utilidades. Hallábase el oro en abundancia entre las arenas de un río nacido en aquellas alturas, y si tal riqueza no ha bastado hasta ahora a convertir la comarca en una especie de Perú, consiste en que la operación de extraer y lavar dichas arenas es tan larga y penosa, que el hombre más laborioso, de condiciones ordinarias, trabajando doce horas al día, apenas reúne el oro bastante para costear el pan que se come… Y por lo que toca a los jaspes y a la serpentina, aunque se presenta a flor de tierra en los altos barrancos rodeados de eternas nieves, su arrastre es tan difícil y peligroso, que sólo raras veces, y para la decoración de suntuosas iglesias, se había acometido el arduo empeño de utilizarlos… Pero ¿qué eran tales inconvenientes tratándose de un hombre de los extraordinarios recursos de Manuel? ¿Quién vio reunidas nunca tantas luces naturales, tanta fuerza física, tanta agilidad y tan inquebrantable perseverancia? ¿Quién conocía como él la Sierra? ¿Quién estaba hecho a sus rigores, tan familiarizado con el laberinto de sus senderos, tan práctico en el modo de trepar a sus cumbres o de bajar a sus hondos precipicios? Desvió, pues, las aguas de sus cauces, construyó presas y balsas, condensó por decantación las hojuelas y pajitas de oro, como hoy se hace en California, y, por estos medios, hubo semanas que recogió más de treinta adarmes del precioso metal… Y para conducir rodando, sin que se quebrasen, hasta el pie de la Sierra los jaspes y la serpentina, forró de grandes hierbas y de bien trabado ramaje sus pesadas moles, y las deslizó a riesgo de morir, por las chorreras de las nieves derretidas (sin reparar en si eran más o menos practicables), precipitándose él detrás de cada uno de aquellos artificiales aludes cuando el ingente envoltorio caía dando tumbos de roca en roca por haberse convertido el lecho de torrente en escalones de catarata.

En fin: para el resto de sus mencionadas industrias; para coger las hierbas medicinales más codiciadas o los animalillos raros de especies hiperbóreas, cuya piel se paga a altísimos precios; para enriquecerse con todo lo que produce aquella privilegiada región (donde simultáneamente reinan las cuatro estaciones, según la altura barométrica, y lo mismo se da el liquen blanco que el añil, el abeto que la caña de azúcar, el ajenjo que el café, el castaño que el chirimoyo), tuvo también que arrostrar fatigas increíbles; tuvo que pernoctar en los eternos hielos; tuvo que bajar a pavorosas lagunas, jamás visitadas; tuvo que escalar inexplorados picos; tuvo que ser un verdadero Hércules…

Recogida la cosecha de los cuatro primeros días de la semana, Manuel se encaminaba los viernes a tal o cual puertecillo de la vecina costa, y allí vendía todo lo que le era dado transportar por sí mismo, y contrataba la conducción de las maderas, de la serpentina y de los jaspes que había dejado reunidos en terreno relativamente bajo y accesible; con lo que el sábado estaba de regreso en su ciudad natal llevando en el bolsillo un buen puñado de dinero, que dividía en tres porciones iguales: una para Polonia, a fin de que atendiese el vestirlo con gran lujo, aunque sin salir del estilo plebeyo; otra, que entregaba a don Trinidad, para que le mantuviese y aumentase el culto de la imagen del Niño de la Bola, y la tercera, que el joven conservaba para ir formando su tesoro particular, o sea su segundo tesoro, puesto que el digno sacerdote iba guardando íntegras, como en depósito y sin decirlo, todas las cantidades que recibía de Manuel, sin perjuicio de aumentar a su propia costa el culto del Niño Jesús, por cuenta del alma de su pupilo .

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