Pedro Alarcón - El Niño De La Bola

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El Niño de la bola está considerada entre sus mejores páginas literarias.
Obtuvo un gran éxito editorial y trabajó en ella durante años con la intención de desquitarse del triste destino polémico que le había tocado a El Escándalo. Incluye «un par de crímenes» como ingrediente que, a juicio del autor, no debe faltar en ningún relato romántico. Alarcón sabe captar a la perfección el aliento casi irracional que alimenta esta «tragedia popular», en la que no faltan los elementos costumbristas típicos de sus novelas. El título de su última novela, La pródiga, hace referencia a la protagonista, Julia, en la que encontramos trazos románticos con continuas alusiones a George Sand, cuya vida y el idilio amoroso que mantiene es condenado por el autor y el coro de personajes

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Soledad … -había repetido el loro con todas sus letras.

Manuel sonrió por primera vez en todo aquel viaje, y preguntó al arriero:

– ¿No ha estado usted nunca en la ciudad a que nos dirigimos?

– No, señor; no he estado; pero sé que es muy buena, aunque muy peleadora… ¡Ya se ve! Usted habrá nacido en ella, y luego se iría a las Indias a buscar fortuna… ¡La de todos! Si alguna vez vuelve usted a embarcarse para allá, pregunte en Málaga por Frasquito Cataduras (que es como el mundo me conoce), y lléveme consigo de criado, pues lo que es con la arriería no llegaré nunca a salir de capa de raja…

Manuel no escuchaba ya al malagueño, sino que había vuelto a hacer alto, más conmovido que la vez anterior… Oíase a lo lejos el alegre repique de unas campanas, cuyo son había reconocido sin duda el joven… Ello es que su rostro expresaba un regocijo, una ternura, una aflicción de gozo (si vale hablar así), que a cualquier otro hombre le hubiera hecho derramar lágrimas…

– ¡Vamos, señorito! ¡Repórtese usted! -exclamó el arriero-. Si teme usted algo, aquí estoy yo, y ahí llevamos cuatro escopetas…

– ¡Desgraciado de ti -interrumpió Manuel -si le cuentas a alguien que me has visto de este modo! En cambio, si callas, te pagaré bien tu silencio… No quiero que se conozcan mis debilidades… Conque vamos andando.

La verdad era que el vehemente joven no podía ya con el peso de su alma; visto lo cual, y que no había modo de correr y adelantarse en aquella dificultosísima cuesta, resolvió seguir hablando con el arriero, a fin de no volver a oírse a sí propio en presencia de tan indiscreto observador.

– Esas campanas que repican -díjole, pues, con afectada naturalidad- son las de Santa María de la Cabeza, y anuncian que mañana, primer domingo de abril, habrá, como todos los años en tal día, una gran función en aquella parroquia… ¡Qué alborozo respirará ahora mismo todo el barrio! Alguna persona conozco yo que dirigía en su niñez esos jubilosos repiques… ¡Cómo pasa el tiempo, sin que las cosas dejen de ser las mismas! ¡Verás qué hermosa procesión sale de allí mañana a la tarde! ¡La procesión del Niño de la Bola! Y si te detienes en la ciudad, pasado mañana podrás ir a la rifa, a las Cuevas, donde siempre ocurren buenos lances… ¡Allí se puja todo: el baile, los abrazos, la felicidad…, la vida del alma; el destino de las criaturas!… Pero ya se ha puesto el sol…, y la cuesta es menos pendiente… Vamos aprisa, a fin de pasar el vado del río antes de que oscurezca, pues sentiría que se mojasen esas cargas…

Y como, en efecto, la bajada fuese ya más fácil, Manuel metió espuelas al caballo, y pronto se encontró solo en la llanura, o sea en unas dilatadas alamedas que allí pregonan la proximidad del citado río… La ciudad distaba todavía bastante; pero aquello era ya, en cierto modo, estar bajo sus muros…

Había comenzado a oscurecer, y el dulce misterio de tal hora, la amenidad del sitio, la húmeda frescura del aire, en cuya primaveral fragancia reconocía el aroma de los árboles, plantas y hierbecillas entre que se había criado; el armonioso rumor, igual siempre, y para él tan familiar, que alzan allí, en aquella estación del año, al caer las sombras de la noche los más humildes cantores del Creador del mundo, ora desde las empantanadas aguas, ora desde los adolescentes trigos, todo sumergió a Manuel en una profunda paz moral, muy diferente de la ventura, pero mejor consejera del alma que el esperanza do deseo… Estúvose, pues, parado algunos minutos en aquella tranquila margen del Rubicón de su pobre historia, como dando reposo al fatigado espíritu antes de las supremas emociones que le aguardaban, o acaso preguntándose fríamente si, en lugar de encaminarse hacia la dicha, se dirigiría hacia un total infortunio… ¿Viviría Soledad? ¿Le habría sido fiel, ella, que nada le había prometido? ¿Habría habido algún hombre capaz de tomarla por esposa? ¿Viviría el terrible anciano? ¿Seguiría negándose a toda transacción? ¿Se atrevería Soledad en este caso a unirse con el hijo de don Rodrigo Venegas, después de la espantosa escena de la rifa? ¿Le amaba a tal extremo? ¿Le había amado alguna vez? ¿Qué aguardaba al proscrito a la vuelta de su largo destierro? ¿Horribles dolores? ¿Crueles desengaños? ¿Renovadas luchas? ¿Escenas de sangre? ¿Su propia muerte, por término de tantas angustias y fatigas?

La llegada del arriero con las cargadas bestias sacó al joven de aquel estado de culminante inquietud, no menos amargo, aunque de distinta índole, que el de Diego Marsilla cuando lo detuvieron los facinerosos casi a la vista de los muros de Teruel…

Pasaron el río nuestros caminantes, y entraron en los largos callejones, guarnecidos de olorosos panjiles y de zarzas, espinos y otras especies de setos, que conducen, a través de muchos pagos de viña, a las puertas de la ciudad…; y ya estarían a quinientos pasos de ella, cuando, al cruzar por delante de cierta solitaria ermita, precedida de un porche, que allí se alza desde tiempo inmemorial, oyóse una voz de mujer que decía:

– Manuel, ¿eres tú? Hazme el favor de oír una palabra…

II. LA REALIDAD

Manuel refrenó el potro, y, a la luz de la lámpara que alumbraba aquel humilde santuario, vio, de pie, a la entrada de dicho porche, separado del interior de la ermita por unos barrotes de madera, la imponente figura de una mujer alta y vestida de negro, que añadió al verlo detenerse:

– ¿Conque eres tú? ¡Gracias a la Virgen Santísima! ¡Temí que hubieses echado por otro camino!

– Sí, señora… Yo soy… -respondió Manuel, lleno de asombro-. Y usted, ¿quién es? Yo quiero reconocer esa voz…

– Soy la madre de Soledad… -repuso la mujer con dulzura.

Oír el joven esta frase y estar en el suelo fue una misma cosa.

– ¡La señá María Josefa! -exclamó vivamente conmovido-. Espere usted un momento, señora. Oye, tú, arriero: sigue adelante, y espérame a la entrada de la ciudad… ¡Cuidado con hablar ni una palabra!

El malagueño siguió andando, muerto de curiosidad por saber algo de lo mismo que se le prohibía decir, y Manuel ató su cabalgadura a uno de los viejísimos álamos blancos que entonces rodeaban la ermita, en cuya especie de atrio penetró al fin aceleradamente, diciendo con afectuosa voz:

– ¿Usted aquí? ¿Usted esperándome? ¿Qué significa esto? ¿Qué ocurre? ¿Cómo ha sabido usted que yo llegaba?

– Por don Trinidad Muley… -contestó la que ya podemos llamar vieja , cogiendo las manos de Manuel y llevándoselas a la cara, para que tocase su llanto-. Pero no acuses al señor cura por haberme revelado tu secreto… ¡Era preciso que yo lo supiera! Además, él no guarda misterios conmigo… ¡Sabe lo que te quiero!… ¡Lo que te he querido desde que murió tu padre! Ven, siéntate aquí ¡Tenemos que hablar mucho, y estoy cayéndome!

Así diciendo, la buena mujer acercó al joven a uno de los asientos de cal y ladrillo que decoran todavía aquel porche, y que sirven de lugar de descanso a paseantes y devotos.

Manuel estaba estupefacto, o, por mejor decir, perdido en un mar de encontradas conjeturas… Sentóse, pues, sin atreverse a preguntar más, de miedo a desvanecer los últimos sueños de su esperanza… Pero, viendo que su interlocutora no acertaba tampoco a explicarse, dijo al fin con trabajosa resignación:

– Algo muy bueno o muy malo ocurre, cuando usted ha salido a recibirme de esta manera… No quiero ponerme en lo peor, y comienzo por admitir lo que sería la felicidad para todos… ¿Ha venido usted a aconsejarme que no entre en la ciudad en son de guerra, visto que su esposo de usted transige, o podría transigir conmigo, si yo me acomodase a guardar tales o cuales miramientos? Respóndame con entera franqueza. ¡Ah! ¡Se calla usted!… ¡Luego no es eso lo que ha venido a pedirme!

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