Pedro Alarcón - El Niño De La Bola

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El Niño de la bola está considerada entre sus mejores páginas literarias.
Obtuvo un gran éxito editorial y trabajó en ella durante años con la intención de desquitarse del triste destino polémico que le había tocado a El Escándalo. Incluye «un par de crímenes» como ingrediente que, a juicio del autor, no debe faltar en ningún relato romántico. Alarcón sabe captar a la perfección el aliento casi irracional que alimenta esta «tragedia popular», en la que no faltan los elementos costumbristas típicos de sus novelas. El título de su última novela, La pródiga, hace referencia a la protagonista, Julia, en la que encontramos trazos románticos con continuas alusiones a George Sand, cuya vida y el idilio amoroso que mantiene es condenado por el autor y el coro de personajes

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La señá María Josefa no se levantó, sino que hundió el rostro entre las manos y comenzó a gemir desconsoladamente, exclamando con desgarrador acento:

– ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío de mi alma! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Esto es una perdición! ¡Pobre hija de mi vida!

Manuel se quedó frío como el mármol, y un sudor de muerte corrió por su descompuesto semblante.

– Señora… -tartamudeó al fin-. ¡Hablemos claro! ¿Qué nueva infamia ha ocurrido durante mi ausencia? ¿Dígamelo pronto, o voy yo mismo a averiguarlo a la ciudad!…

– ¡Manuel! ¡Manuel! -clamó la pobre anciana -. ¡A la ciudad, no! ¡Vámonos a otra parte!… Adonde tú quieras… ¡Yo te acompañaré hasta el fin del mundo! Yo pasaré contigo lo que que me reste de vida… Yo seré para ti una madre cariñosa…, una madre tiernísima…

– Pero ¿y Soledad? -gritó frenéticamente el Niño de la Bola -. ¿Qué haremos de Soledad? ¿Qué ha sido de ella? ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Sin discurrir más mentiras!

– No sé; no me lo preguntes… ¡Soledad no merece nuestro cariño! La abandonaremos… Yo misma no la veré ya más… Anda… ¡Vente, hijo mío!… Llama a ese hombre, y vámonos a América, a Portugal, a Filipinas…; adonde tú dispongas…

– ¿Y Soledad? -repitió Manuel con tal violencia, que la madre retrocedió espantada-. ¿Qué ha hecho usted de su hija? ¿Con quién se quedará Soledad?

Hubo un instante de silencio, durante el cual se oyó el tempestuoso latido de aquellos dos corazones.

Manuel fue el primero que recobró aliento para seguir marchando hacia el abismo, y dijo con la pavorosa tranquilidad del que se suicida:

– Nada tiene usted ya que explicarme… Soledad se ha casado.

La madre cayó de rodillas, por toda contestación, y tendió hacia el joven las manos cruzadas, como pidiendo indulto.

Reinó otra vez un funerario silencio.

Venegas permaneció algunos instantes bajo el peso de las ruinas que acababan de caer sobre su alma. ¡Todo un mundo se había hundido en ella! El coloso tuvo un momento, sólo un momento, la suprema ilusión de creerse inferior a su desventura, imaginándose también esta vez, como la triste noche que siguió al entierro de su padre, que había muerto y sido sepultado…

Pero no tardó en rehacerse la fiera bajo los escombros de su juventud malograda, y salió de entre ellos mucho más horrible que del terremoto que puso fin a su niñez: lanzó un tremendo alarido, que hizo temblar y botar espantado al noble bruto que le aguardaba allí cerca, y, agachándose hacia la horrorizada víctima que yacía a sus plantas, díjole con enronquecida voz:

– ¿Quién? ¿Quién ha sido? ¿Quién se ha casado con mi mujer? ¿Cómo se llama el temerario? Ni ¿qué me importa su nombre? ¡Morirá sea quien fuere! ¡Morirá, aunque se esconda en el centro de la tierra! De esto no hay más que hablar: ¡es cosa decidida!… Pero dime, vieja infame, embustera, llorona, peor mil veces que el escorpión con quien estuviste casada: ¿cómo has podido consentir que Soledad…? ¿Qué has hecho para reducirla?… ¿Cómo se ha prestado ella…? ¡Ah! ¡La hipócrita! ¡La impúdica! ¡La vil criatura que yo tomaba por un ángel!… ¡Casarse con otro hombre! ¡Qué horror! ¡Qué asco! ¡Qué miseria! ¡Todos sois de una misma casta de reptiles: el padre, la madre y la hija!

– ¡Ella es inocente! -respondió la anciana, irguiéndose poco a poco ante aquellos bárbaros insultos.

– ¡Morirá! -pronunció Manuel, extendiendo el brazo como si jurara.

– Su padre fue quien la obligó a casarse… Ella no quería… ¡Te lo juro por lo más sagrado!…

– ¡Morirá! -repitió Manuel implacablemente.

– ¡Antes morirás tú mil veces, dragón de los infiernos! -gritó al fin la madre, levantando la cara hasta rozar con la del joven-. ¡Estás enfrente de una madre resuelta a todo, a matar, a morir, a llorar hasta que se ablande tu alma de piedra, a servirte de criada…, a todo, menos a ver padecer a su hija…, menos a ver sin padre al nieto de su corazón!… Ya lo sabes, monstruo… Puedes tomar el camino que gustes…

Una carcajada histérica y salvaje estalló del pecho de Manuel y se dilató por los silenciosos campos.

– ¡La desvergonzada ha tenido un hijo!… -rugió luego convulsivamente-. ¡Un hijo de cualquiera! ¡Cómo se multiplican estos bicharracos! ¡Cuántos, cuántos tengo que matar, comenzando por usted, que es la abogada de todos ellos! ¡Rece usted el credo, señá María!

La anciana dio un agudo chillido, creyéndose muerta; y, como no pudiese escapar, volvió a caer de rodillas, y se abrazó a los pies del insensato.

– ¡Así ¡Así! ¡A mis plantas!… -exclamó éste con sarcástico regocijo-. Oiga usted en esa postura mis instrucciones, a ver si complaciéndome en todo, conquista usted una conmutación de pena. Ahora no le habla a usted ese traidorzuelo que se ha amancebado con su hija… ¡Ahora le hablo yo, el verdadero marido de Soledad!… Dígale usted a ese hombre que se marche de la casa en que ya está de más, adonde yo tengo que ir esta noche, no sé si a besar a mi mujer, o a pegarle antes de matarla… Dígale usted que por la mañana temprano lo buscaré a él dondequiera que se agazape, para lo cual iré siguiendo con el olfato su pista de acobardada garduña o de zorro ladrón, y lo mataré como quien mata un insecto… Dígale a Soledad que he llegado; que eche su hijo a la Inclusa, y me espere bien vestida hasta que yo vaya a verla o le mande recado de que la espero… Dígale que yo…, que Manuel Venegas…, que el Niño de la Bola … ¡Oh! ¡No le diga nada! ¡Ay, Dios mío!… ¡Se me va la cabeza!… ¡Yo me vuelvo loco!… ¡Aire! ¡Aire! ¡Pobre Soledad mía! ¡Soledad de mi alma! ¡Soledad! ¡Soledad!

Y gritando de esta manera, sollozando o riendo, pero sin derramar ni una lágrima, salió tambaleándose de la ermita, montó a caballo y desapareció fuera de camino, por en medio de los oscuros sembrados, como si huyese a un mismo tiempo de las tierras en que había estado ausente tantos años y de la ciudad a cuyas puertas acababa de ser herido de muerte.

III. DE LO QUE AQUELLA NOCHE PENSARON Y DIJERON LOS HABITANTES DE LA CIUDAD

La súbita noticia de que el Niño de la Bola estaba de vuelta colmado de riquezas, y también de ira, cundió aquella misma noche por toda la ciudad con la rapidez del pavor, cual si se tratase de la llegada del cólera o de la proximidad de un ejército enemigo. El arriero malagueño, vagando con sus cargas por aquellas calles para él desconocidas, sin saber dónde meterse y teniendo que preguntar a los transeúntes por un don Manuel Venegas que había venido con él de Málaga, y de quien se había apoderado, al pasar por delante de cierta ermita, una especie de alma en pena vestida. de negro , fue el primero que, ya cerca de las Ánimas, reveló al público tan interesante nueva, confirmada poco después por una antigua criada de la señora de Arregui (alias la Dolorosa) , que tuvo que ir a la botica de la plaza por tila y flor de azahar para la señá María Josefa, y contó de camino a cuantos halló al paso todo lo acontecido en el santuario campestre, tal y como la madre acababa de referírselo a su hija.

Era ya muy tarde para que en un pueblo tan anticuado se prolongaran mucho en calles y plazas los corrillos y comentarios de las gentes, aun tratándose de negocio de tanta monta; por lo que rodos se contentaron con cerciorarse de la verdad del hecho, y se marcharon a sus casas a rumiarlo santamente en familia, al propio tiempo que la ensalada de la cena… Podemos, pues, asegurar que, empezando por el palacio del señor Obispo y concluyendo por la última cueva de gitanos, todo el mundo se acostó y durmió aquella noche pensando en nuestro héroe, en la dramática historia de su juventud, en su amor a Soledad, en las amenazas que profirió al marcharse y en el conflicto que de seguro iba a ocasionar su vuelta.

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