Pedro Alarcón - El Niño De La Bola

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El Niño de la bola está considerada entre sus mejores páginas literarias.
Obtuvo un gran éxito editorial y trabajó en ella durante años con la intención de desquitarse del triste destino polémico que le había tocado a El Escándalo. Incluye «un par de crímenes» como ingrediente que, a juicio del autor, no debe faltar en ningún relato romántico. Alarcón sabe captar a la perfección el aliento casi irracional que alimenta esta «tragedia popular», en la que no faltan los elementos costumbristas típicos de sus novelas. El título de su última novela, La pródiga, hace referencia a la protagonista, Julia, en la que encontramos trazos románticos con continuas alusiones a George Sand, cuya vida y el idilio amoroso que mantiene es condenado por el autor y el coro de personajes

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Es una Diana cazadora … -solía exclamar don Trajano, muy

orgulloso y satisfecho de alojar en su casa aquella notabilidad , y más prendado de sus hechizos y salvaje pudor (sic) de lo que convenía a un hombre tan provecto, respetable y acaudalado…

– No niego yo que sea una Diana en cuanto a castidad -le argüía su mujer cuando estaban solos-; pero ¡quién sabe si resultará una Diana pescadora !…

Y era que la esposa del jurisconsulto temía que, por fin de fiesta, tuviese que quedarse su marido con las malparadas fincas de la cortesana en el precio que a ésta se le antojase pedir…

En cambio, el mencionado jovenzuelo sentía una adoración fanática, ciega, absoluta, hacia aquella divinidad relativa; lo cual comprenderemos mejor penetrando en la imaginación de él que aquilatando los merecimientos de ella. Lo que ocurría allí era lo siguiente:

En todas las poblaciones subalternas de Europa, y especialmente en las estacionarias y vetustas como aquella ciudad, hay casi siempre, desde los comienzos de nuestro alborotado siglo, un organista que sueña con eclipsar a Rossini, un coplero que sueña con eclipsar a lord Byron, o un albéitar, lector de periódicos, que sueña con eclipsar a Marat; un joven, en fin, pálido y tétrico, que huye de la gente y pasea solo por los desiertos campos, foco de pensamiento y de bilis, hígado con pies y sombrero; declarado enemigo de cuanto ve en torno suyo, y cónsul moral de todo lo de fuera , cuya febril imaginación sigue los vuelos de las celebridades contemporáneas más de su agrado, como el astrónomo sigue la marcha de los planetas que nunca ha de visitar y que ruedan indiferentes por el cielo sin sospechar la existencia de los Observatorios.

De estos Mirabeaus, Napoleones o Balzacs en agraz , unos mueren antes de llegar a los veinte años, aplastados por su propio genio o por la desesperación; otros se allanan lenta y penosamente a bajar al nivel de sus vulgarísimos paisanos y acaban en secretarios de Ayuntamiento o en oficiales de escribanía; otros logran levantar el vuelo…, pero caen mal en la metrópoli de su patria, llámese París o Madrid, Viena o San Petersburgo, y mueren de hambre, se pegan un tiro, o se inutilizan y frustran más deplorablemente bajando a la sima del deshonor por el plano inclinado de la miseria…; y algunos, en fin, llegan a ser grandes hombres, académicos, generales, ministros, millonarios… y legan su nombre a las generaciones futuras.

No sabemos qué porvenir tendría reservada la suerte al jovenzuelo de que hablamos…; pero él era a la sazón el presunto gran literato de aquella tierra, y, la verdad sea dicha, mostraba algunas condiciones para ello. Dábale por escribir tragedias románticas; Víctor Hugo era su ídolo. Ya había devorado todos los libros del pueblo, que ascendían a millares de volúmenes, procedentes de los extinguidos conventos de frailes y de la biblioteca de un sabio deán, muy amante de las letras profanas, que acababa de pasar a mejor vida. Hacía el número ocho entre los doce hijos (todos varones, como los de Jacob) de un procurador no tan rico en bienes de fortuna como en herederos de su limpia fama, el cual sólo podía darles sustento y ropa, y de modo alguno carrera en la Universidad, cosa que lamentaba singul armen te el buen hombre por este su adorado Pepito, cuyo talento le parecía superior al de todos los sabios de que hablaban las historias y al de todos los ministros que figuraban en los periódicos. Obligábase, pues, a ir a Palacio a visitar al nuevo Obispo de la diócesis, como había pedido a don Trajano que lo admitiese en su tertulia, tan luego como se enteró de las buenas relaciones que tenía en Madrid la forastera, esperando sin duda el amantísimo padre (¡téngalo Dios en su santa gloria!) que Su Ilustrísima, admirado de las hermosas tragedias que componía el chico, lo hiciese de golpe canónigo de gracia , con lo cual ya tendría abiertos los caminos de la mitra, de la senaduría, del capelo y hasta de la tiara, o que la prima del marqués lo recomendase a María Cristina, a fin de que esta augusta señora lo llamara a la Corte y lo pusiese en candelero.

En lo demás, Pepito vivía solo, tanto porque las gentes de la población estaban heridas de su saber y de su orgullo, cuanto porque él despreciaba la conversación de aquellos bienaventurados. A veces no podía ya con el sublime fastidio, propio de las naturalezas privilegiadas, y envidiaba la fácil dicha de los modestos, y, sobre todo, entrábale un hambre de lisonjas de mujer, que rayaba en verdadero delirio… Pero su corazón le decía a veces que las incultas y recelosas señoritas de aquel pueblo no se atreverían nunca a franquearse con él, ni él sabría tampoco hablarles en estilo y forma que no las abochornase y retrajese; y, como consecuencia de todo ello, lo pasaba bastante mal.

Verdaderamente, todavía era muy niño: diecisiete años iba a cumplir cuando nosotros lo vemos en escena; estaba feo, por resultas de una pubertad retrasada y enérgica, de cuya tardía crisis daban aún claro testimonio la hinchazón de su nariz y de sus labios y la inseguridad de su voz. No había acabado de crecer, o, mejor dicho, faltábale crecer por igual; su tez era verde; apuntábale el bozo, y sus ojos parecían dos ascuas. Vestía con detestable gusto, aunque con limpieza y señorío. En punto a religión era discípulo de Voltaire, y en política idolatraba a Mirabeau; pero nadie sospechaba semejantes horrores… Aquellos estudios los hacía a solas en los tejados de su casa.

Tal era el joven que se había enamorado de la madrileña, no como de una criatura mortal, sino como de un ángel del cielo especial del romanticismo. Y se explica esta devoción… ¡Ella venía del mundo con que él soñaba a todas horas! ¡Ella figuraba en primera línea en el Olimpo de la Corte! ¡Ella había conocido a Larra, más glorioso entonces por haberse suicidado que por haber escrito sus inmortales obras! ¡Ella tuteaba a Espronceda…, a Pepe …, que era como solía llamar la diosa al semidiós de aquellos dichosísimos tiempos! ¡Ella había sido retratada al óleo por el Duque de Rivas, por el creador de Don Alvaro o la fuerza del sino! ¡Ella era visitada por Pastor Díaz, por el inspirado cantor de La Mari posa, negra y de la Elegía de la Luna ! ¡Ella, en fin, había asistido al estreno de El trovador y de Los amantes de Teruel y arrojado coronas a sus autores!

Además, ¡aquella mujer olía de un modo!… ¡Tenía una ropa tan bien hecha! ¡Lucía tan completamente el talle, yendo en cuerpo gentil sin miedo a que se dibujasen sus formas, o sea sus naturales encantos !… ¡Ni era esto todo!… ¡Sabía Pepito…, sabían otras muchas personas…, decíase de público en el pueblo…, que la forastera se bañaba diariamente! ¡Bañarse! ¡Cosa de ninfas! ¡Cuando menos, cosa de sultanas, cosa de huríes! ¡En nada, en nada era como las demás mujeres! Ella no ocultaba, ni tenía para qué ocultar, sus menudos pies, siempre divinamente calzados; ella estaba a todas horas limpia como un oro; sus uñas parecían hojillas de rosa; al andar crujía deliciosamente su ropa blanca, y crujía también la seda de su vestido. Tampoco temía enseñar los brazos hasta el hombro: ¡había en ella algo de la noble franqueza de las estatuas! ¡Sin duda alguna, tenía mucho de divinidad! ¡En las estampas de la Ilíada había visto el joven figuras semejantes!…

La madrileña sabía de sobra todo lo que le pasaba a Pepito. Habíase hecho cargo de su edad y de sus circunstancias, y comprendía que el amor genérico y la devoción poética fomentaban a la par aquel incendio simultáneo de un cuerpo y de un alma. Gozaba, pues, muchísimo en el espectáculo de tan atroz combustión, y por nada del mundo la habría aminorado. Lejos de ello, echaba leña al fuego siempre que podía, y hasta creemos que hubiera sido capaz de mostrarse al joven enteramente desnuda (fingiendo descuido), a fin de acabar de volverle loco…, por lo mismo que estaba decidida a no otorgarle ni el más insignificante favor…, ¡ni tan siquiera que besara la corona bordada en su pañuelo!

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