Alfredo Echenique - Cuentos
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Volví a entrar al edificio, y me disponía a ubicarme al final de la cola cuando un español me dio la voz y me dijo que me había estado guardando mi lugar, delante de él, en esa cola.
– Mi nombre es Antonio Linares -me dijo-, y vengo de Málaga a estudiar sociología. Debo confesarte que llevo un buen rato observándote y que eres el único aquí que no se ha pasado todo el rato mirándole el culo a las mujeres. ¿Cómo te llamas?
– Bryce… Alfredo Bryce… Muchas gracias por guardarme el sitio.
– Nada, hombre… ¿Peruano?
– De Lima, sí. Y he venido a estudiar literatura francesa.
Antonio Linares fue mi primer amigo en París. Y fue también mi maestro. Y aunque con el tiempo el hombre se politizó en exceso y sólo vivió para su causa, siempre hizo una risueña excepción conmigo, como si aquel fracaso mío con el cretino de Remigio González le hubiese abierto una pequeña brecha en el corazón de paredón que reinaba entre la izquierda de aquellos años. Me refiero, claro, a los hispanohablantes, a los españoles y, sobre todo, a los latinoamericanos. Mezclado con éstos, y al mismo tiempo no sintiéndome jamás completamente mezclado con nada, aprendí que era gente peligrosa por un hecho fundamental: porque es malo creer en una sola idea, sobre todo en el caso en que se tiene una sola idea.
En fin, como el semanario que todos leíamos en aquella época, Le Nouvel Observateur , muy pronto me descubrí convertido en una suerte de nuevo observador, a menudo condenado a fracasos como el que había experimentado sólo por apiadarme de Remigio González. Y entonces parecía un espectador taurino que, en el medio de la más apoteósica faena, descubre que a la roja y grave muleta del torero le falta un pespunte y que, en cambio, la capa trae una alegre y hermosa perfección que le permite al matador ejercer con plenitud la personificación de su arte, o sea, aquello que Joselito llamó el estilo y que, según él, no era otra cosa más que la gracia con que se viene al mundo.
Por todo ello puedo decir, hoy, que al inefable matador de hembritas parisienses Remigio González le faltó siempre un pespunte y que nunca me cansé de observarlo. En otoño llevaba siempre un impermeable a lo Albert Camus y Humphrey Bogart, y esquineaba por todas las calles del barrio latino, poniéndose en marcha, eso sí, no bien pasaba una mamasel mamacita digna de que él pusiera en funcionamiento la estudiada y presumida ciencia del enamoramiento que allá, en su Lima de barrio chico y cortas miras, le había resultado tan exacta como infalible. Yo conocía sus itinerarios preferidos y me dedicaba a observarlo con tanta curiosidad como piedad. ¿Cuál era su error? ¿Cuál era la razón por la que, una y otra vez, tarde tras tarde y noche tras noche, abandonara el barrio latino sin una sola presa?
Yo creo que era que ya las muchachas de aquel momento parisiense y cosmopolita ni lo entendían. Y que poco a poco el altivo pelirrojo empezaba a parecerse cada vez más un desamparado indio que baja a Lima desde sus andinas alturas y quiere preguntarnos algo desesperadamente, en un idioma que le es ajeno. Se ha dicho, y es cierto, que por Lima uno pude cruzarse con un hombre que acaba de llegar, por ejemplo, del siglo XVI. Pues eso es lo que creo yo que le ocurría al pobre.
Porque cuando llegó al invierno y Remigio González -que, dicho sea de paso, jamás pisó el curso de cooperativismo para el que se le había otorgado la beca- estrenó un abrigo simple y llanamente inenarrable, y se engominó más que nuca su roja cabellera lacia y dijo más que nunca mamasel y mamacita y ¿ voulezvous un café avec un péruvien comme moi à París la bohème ?, Sin la más remota posibilidad de éxito, él y su decaída fama de don Juanito -éste era su apodo, desde mediados del invierno, más o menos-, no tuvieron más remedio que trasladar sus puntos de observación del devenir femenino al mundo de las hembritas árabes. Y ahí no sólo fracasó, una vez más, sino que le llegó, además, la noche en que una mancha estudiantil árabe obró grupalmente, asestándole tremenda paliza por el solo hecho de haber pisado territorio magrebí.
Y todo esto se debe, cómo no, a que un magrebí es como un latinoamericano corregido y aumentado, en todo lo que al eterno femenino se refiere. Los magrebíes respetan tu terreno con ley de hampa donjuanesca y hasta le hacen serias y respetuosas venias a tu pareja, por más bella y sublime que ésta sea. Y, ay, por consiguiente, ay de ti si te metes con una falda que les pertenece. Te aplican la ley del más macho con nocturnidad, alevosía y gran maldad, y eso equivale a que te caen de a montón magrebí y te dejan bien pateado en el suelo y convertido en carne de ambulancia.
Y a aquella soberana paliza se debió la prolongada desaparición del barrio latino, sus esquinas y sus calles, del ya pobrecito Remigio González, y también su coja y tardía reaparición primaveral en el bulevar Saint Michel. Dicen que Valle Inclán fascinaba a las mujeres contándoles mil y una versiones de la pérdida de su brazo. Limitémonos a decir que, definitivamente, Remigio González no escribió Divinas palabras ni Luces de bohemia ni nada que se le parezca, ni muchísimo menos tampoco. Y que con la llegada del verano, y tras un fracaso en el ambiente de las latinoamericanas, redujo al máximo su campo de acción y ya sólo probó suerte sin suerte alguna entre sus compatriotas peruanas. Y que se fue de París sin saber absolutamente nada acerca de París y que en Lima se quedó calvo tan rápido que, hablándole muy de hombre a hombre, su padre le preguntó si por casualidad no había sobrevivido con las justas a una gonorrea en primavera o en verano, porque la gonorrea en el París de 1925 del señor González padre también era menos maligna y mortal que en invierno.
Yo hubiera pagado por asistir a aquella conversación de hombre a hombre entre un padre de 1925 y un hijo que regresó del frente de batalla, en 1965, sin una sola condecoración y sin haber aprendido absolutamente nada sobre cooperativismo. Pero yo no estaba en Lima cuando Remigio González regresó de la guerra y perdió lastimosamente su pelirrojez, muy probablemente debido al clima desalentador y gris en que debió recordar uno por uno los momentos mil en que no logró disparar un solo tiro en París.
Y eso que era terco como una mula, el lamentable y caduco Remigio. Esto me consta porque, entrado ya el calor fuerte del verano parisiense, hizo una última aparición donjuanesca por la rue des Ecoles.
Tuve el triste privilegio de cruzármelo en mi camino y me detuve para verlo avanzar en dirección nada menos que al Panteón, con unos pantalones que ni un torero soportaría, de tan apretados, y una amplísima camisa hawaiana de mangas super cortas y que le colgaba por delante y por detrás con dos grandes faldellines. Mataba como nunca el asfalto poblado de féminas con su andar de torero en prostíbulo y de esbirro de dictadura trujillista en una imaginaria República Dominicana de 1965. Ahí lo dejé, camino al Panteón, sin que una sola muchacha se dignara pegarle una miradita siquiera a aquel gran macho del novecientos.
Y seguí caminando por ese barrio latino poblado de latinoamericanos en el que ya triunfaban un Julio Cortázar, un Mario Vargas Llosa y un Miguel Ángel Asturias. Y en el que todos los latinoamericanos eran de izquierda. Sí, todos eran de izquierda. Hasta los de derecha en vacaciones lo eran. Todos, toditos lo eran en aquel entonces barrio estudiantil por el que yo continuaba caminando y tarareando una canción que años atrás había dado la vuelta al mundo, creo:
Pobre gente de París
No la pasa muy feliz…
Con la única excepción de Verita, por supuesto, que, por decirlo de alguna manera, a París llegó en 1966 para vengar a Remigio González y volver a izar hasta las nubes el pabellón del eterno seductor latinoamericano, aunque en una versión bastante actualizada, para decir la verdad. ¿O qué se han creído ustedes que era Verita? Verita era…
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