Alfredo Echenique - Cuentos
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Lo demás fue cosa de segundos y sucedió a eso de las nueve de la mañana. Su visión, al asomarse finalmente a la ventana, fue la misma que, meses más tarde, durante el verano, tuvieron otros dos peruanos, el escritor Bryce Echenique y su esposa, a quienes, por pura coincidencia, les tocó la misma habitación.
– Mira, Alfredo -dijo Maggie, abriendo la ventana-; esta vista me hace recordar en algo a la sierra del Perú…
– Parece Huancayo… me hace recordar a algunos barrios de Huancayo…
Achikawa irrumpió en la habitación y empezó a tomar miles de fotos de su amigo parado de espaldas, delante de la ventana abierta. Estaba a punto de soltar su primera carcajada del día, pero en ese instante Sevilla se encogió todito y cerró los ojos, logrando pasar horroroso frente a las tres señoritas de cine. Fue una especie de breve vuelo, un instante de timorato coraje que, sólo cuando abrió los ojos y descubrió a Salvador Escalante esperándolo sonriente, se convirtió en el instante más feliz de su vida.
El alarido de Achikawa se escuchó hasta los bajos del hotel. Minutos más tarde la habitación estaba repleta de gente que hacía toda clase de conjeturas, cómo podía haberse caído, qué había estado tratando de hacer..Las cosas se fueron aclarando poco a poco.
– El señor era muy raro -dijo el encargado del desayuno; ayer lo encontré cambiando las sábanas…
– No usaba las del hotel -intervino la encargada de la limpieza-; usaba unas que había traído y que de día escondía en aquel armario…
Momentos más tarde había ya gente de la Policía; también el Cucho Santisteban había llegado, listo a acompañarlos a Segovia. Achikawa, haciendo unos gestos rapidísimos con la cabeza, les entregó la última fotografía de Sevilla.
– No cabe la menor duda: se ha suicidado -dijo el administrador del hotel.
A esa prueba se añadió una última. Fue uno de los investigadores el que la encontró mientras revisaba algunos efectos personales de Sevilla. De su misal cayó el papelito que le había entregado anoche Achikawa.
– Miren esto, señores -dijo. Y leyó:
Le ruego por favor disculpe mi conducta. Me siento sumamente nervioso. A veces siento que ya no puedo más.
Achikawa hizo sí, sí, con la cabeza desesperada y pronunció algunas palabras en japonés.
Claro que es demasiado pronto para hablar de una buena marcha de la Compañía de Aviación, pero lo menos que se puede decir es que los aviones van y vienen de distintas ciudades, Madrid y Lima, por ejemplo, y que lo hacen generalmente llenos o bastantes llenos de pasajeros. Lima fue la plaza en la que no hubo que superar el mayor número de contratiempos pero ya las cosas desagradables empiezan a caer en el olvido. No fue precisamente otro conde el que remplazó al conde de la Avenida pero, entre la gente de la ciudad, el nuevo ejecutivo español, don José Luis de las Morenas y Sánchez-Heredero, ha caído muy bien. A la gente le encanta su nombre. Cucho Santisteban espera tan sólo salir del asunto Sevilla para volver a sonreír ininterrumpidamente, lo malo es que es casi imposible entenderse con la vieja de mierda ésa.
– Se negaba a escucharnos, don José Luis; no nos dejaba hablar…
– Está más en el otro mundo que en éste -confirma el abogado.
– Bueno -dice el gerente-; habrá que encontrar la manera de hacerle llegar una indemnización… Pobre vieja; no es nada gracioso tener que quedarse completamente sola a esa edad.
– Qué se va a hacer -añade Cucho Santisteban-. Tendrá que resignarse…
París, 1971
Magdalena peruana y otros cuentos (1987)
El Papa Guido sin número
A Sophia y Michel Luneau
– Vengo del pestilente entierro del Papa -dijo mi hermano, por toda excusa. Como siempre, había llegado tarde al almuerzo familiar.
– ¿El entierro de quién? -preguntó mi padre, que era siempre el último en escuchar. Y a mi hermano le reventaba tanto que lo interrumpieran cuando se arrancaba con una de sus historias, que un día me dijo-: Definitivamente, Manolo, no hay peor sordo que el que sí quiere oír.
– Esta mañana enterraron al Papa Guido, papá.
– ¿Al Papa qué?
– Al Papa Guido Sin Número.
– ¿Guido sin qué?
– Carlos, por favor -intervino, por fin, y como siempre, mi madre-, habla más fuerte para que se entere tu padre.
– Lo que estaba diciendo, papá, es que esta mañana enterraron al Papa Guido Sin Número.
– Uno de tus amigotes, sin duda alguna -volvió a interrumpir mi padre, esta vez para desesperación de mi hermano, primero, y de todos, después.
– Déjalo hablar -volvió a intervenir mi madre, eterna protectora de la eterna mala fama de mi hermano Carlos, el mejor de todos nosotros, sin lugar a dudas, y el único que sabía vivir, en casa, precisamente porque casi nunca paraba en casa. Por ello conocía historias de gente como el Papa Guido Sin Número, mientras yo me pasaba la vida con el dedo en la boca y los textos escolares en mi vida.
Por fin, mi padre empezó a convertirse en un sordo que por fin logra oír, y aunque interrumpió varias veces más, por eso de la autoridad paterna, Carlos pudo contarnos la verídica y trágica historia del Papa Guido Sin Número, un cura peruano que colgó los hábitos, como quien arroja la esponja, tras haberle requeteprobado, íntegro al Vaticano, méritos más que suficientes para ser Papa urbi et orbi, y que siendo descendiente de italianos, para colmo de males se apellidaba Sangiorgio, por lo cual, como le explicó enésimas veces al Santo Padre de Roma, en Roma, ya desde el apellido tengo algo de santo, Santo Padre.
– No entiendo nada -dijo mi padre.
– Lo vi muerto la primera vez que lo vi -continuó mi hermano.
– ¿Lo viste?
– Quiero decir, papá, que la primera vez que lo vi, Pichón de Pato…
– ¿Y tú tienes amigos llamados Pichón de Pato? -interrumpió mi padre nuevamente.
– Deja hablar a tu hijo, Fernando.
Mi hermano miró como diciendo es la última interrupción o se quedan sin historia, y prosiguió. Estaba en el Bar Zela (mi padre no se atrevió a condenar a muerte al Bar Zela), y dos golpes seguidos sonaron a mi espalda. El primero, sin duda alguna, había sido un perfecto uppercut al mentón, y el otro un tremendo costalazo. Volteé a mirar y, en efecto, Pichón de Pato acababa de entrar en busca de Guido Sangiorgio a quien había estado buscando siete días y sus noches, como a Juan Charrasqueado…
– ¿Como a quién? -interrumpió mi padre.
– Mira, papá, tómalo con calma, y créeme que llenaré cada frase de explicaciones innecesarias para que nada se te escape. ¿De acuerdo?
– ¿Qué?
– Te contaré, por ejemplo, que Juan Charrasqueado es una ranchera que toda América latina se sabe de paporreta y en la que Juan Charrasqueado, que es Juan Charrasqueado como en la ranchera que lleva su nombre, precisamente, se encuentra bebiendo solo en una cantina y pistola en mano le cayeron de a montón. Esto fue en México, papá, o sea que nada tiene que ver con la reputación, excelente por cierto, según el cristal con que se mire, del Bar Zela. A Juan Zela le cayeron pistola en mano y de a montón y no tuvo tiempo de montar en su caballo, papá, cuando una bala atravesó su corazón. Así, igualito que en la ranchera, papá, Pichón de Pato, rey de la Lima by night, a bajo costo, apareció por el Zela y Guido no tuvo tiempo de decir esta boca es mía. Lo dejaron tendido sobre el aserrín de los que mueren en el Zela.
A la legua se notaba que Carlos se había tomado más de una mulita de pisco en aquella mítica chingana frente al Cementerio del Presbítero Mautro, cuyo nombre, Aquí se está mejor que al frente, despertaba en mí ansias de vivir sin el dedo en la boca y sin la eterna condena de los textos escolares ad vitam eternam. Nunca envidié a mi hermano Carlos. Ése era mi lado noble. Pero en cambio lo admiré como a un Dios. Ése era mi dedo en la boca.
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