Alfredo Echenique - Cuentos

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Ese día Sevilla no se afeitó. No tuvo ni tiempo ni fuerzas. Estuvo en el baño frente al espejo pero no había dormido en toda la noche y en su agotamiento sentía que el lugar ese, al pie de la ventana, lo atraía realmente con la fuerza de un imán. Volvió a su sillón, dejó que el sol que también hoy se filtraba por entre los visillos lo relajara, y esperó que fueran las diez de la mañana para bajar al hall. Esperó pensando que en Toledo también el sol tendría un benéfico efecto sobre su persona.

No fue así. Es decir, no fue así y fue así porque allá en Toledo el sol calentaba casi como en Huancayo y en los lugares sombreados el frío era penetrante y serrano. Sevilla, agotado por la noche en blanco, aterrorizado por lo de la sábana y con la sensación de que en cualquier momento iba a necesitar un baño, se dejaba empujar hacia una realidad que le era menos dañina y, aparte de lo de la misa que continuaba siendo una preocupación toledana, se entregó por completo a los efectos de este sol y sombra, dejándose arrastrar por los lisos corredores de su memoria hasta llegar a un pasado mejor. Sin embargo el bienestar no era tan grande como aquel que experimentaba sentado al pie de su ventana, en ninguna parte se estaba como en aquel sillón al pie de su ventana…No, no: lo de Toledo no era lo mismo, era tan sólo una confusión por momentos agradable de lugares y épocas entre las cuales él navegaba casi a la deriva. En una tienda en que vendían objetos de acero, por ejemplo, compró tres cosas: el puñalito-cortaplumas que le había encargado su ex-profesor del Santa María, un crucifijo para su tía Angélica y un segundo puñalito para Salvador Escalante. Y hubo otro momento en que pensó en lo sola que se había quedado su pobre tía, pero la visión de sus tías Matilde y Angélica, rezando el rosario juntas, lo consoló inmediatamente.

Pero también había sucedido ya lo de la misa. En la catedral, por más joya gótica que fuera, nadie estaba celebrando misa. A Santa María la Blanca llegaron en plena comunión, demasiado tarde, pues. La única esperanza era la iglesia de Santo Tomé, pero la visita se limitó a estar un rato contemplando el cuadro del Entierro del Conde de Orgaz y terminó en el instante en que Sevilla vio que un sacerdote seguido por dos acólitos se aprestaba a dar comienzo al santo sacrificio. Se arrodilló, pero el Cucho Santiesteban hispánico lo tomó del brazo y le dijo que aún faltaba visitar esta mañana la Casa y Museo del Greco y que tenían mesa reservada para una hora fija en un restaurante. Sevilla insistió agarrándose bien del reclinatorio, pero entre la simpatía del Jefe de Grupo y la fatiga de Murcia y Segovia, que anoche habían encontrado lo que siempre habían buscado, lo sacaron prácticamente arrodillado en el aire hasta el atrio. «Una vez al año no hace daño», fue la explicación que le dieron allí afuera, cuando intentó una protesta, mientras Achikawa y su cámara fotográfica iban dejando gráfico testimonio de lo que allí ocurría, de una cara impregnada a fondo de retortijones, primero, de una cara que se aliviaba preocupada, instantes después. En el hotel iban a pensar que nunca se cambiaba de calzoncillo pero éste tampoco se atrevía a darlo a lavar, nuevamente sería él quien se encargaría de hacerlo a escondidas.

La comida del mesón no hizo más que empeorar las cosas. El Cucho Santiesteban español se animó porque uno de los platos era su plato favorito y estuvo habla que habla con Murcia y Segovia, traduciéndoles de vez en cuando a Achikawa y a Mister Alford con su cerveza, lo de mañana sí que sería cosa seria, ya iban a ver lo que era el lechón asado del «Mesón Cándido» en Segovia, ya iban a ver lo que era el cocido de los lunes en «Casa Anselmo», allí cenarían de regreso a Madrid. Los efectos del futuro revelado fueron fatales para el presente cada vez más insoportable de Sevilla. Darle té y unas pastillas fue la única respuesta a sus quejas. Nadie le hacía caso, nadie le daba importancia, estaba tan feo, tan demacrado, se le habían caído tantos pelos sobre tantos manteles que en el grupo ya nadie lo consideraba parte del grupo. Los seguía horrible, en eso se había convertido su viaje a España.

Los seguía sin que nadie supiera que, hacia las cuatro de la tarde, su único deseo en este mundo era regresar al hotel y sentarse en el sillón al pie de la ventana. Pero tuvo todavía que soportar la visita de «un impresionante monumento judío» según les dijo el Jefe de Grupo. Había faltado a misa por primera vez en su vida, y los remordimientos que sintió mientras visitaba la Sinagoga del Tránsito crecieron sofocándolo como si de golpe su culpa lo hubiese acercado a las fronteras del infierno.

Madrid era la ciudad del hotel y de la ventana y tenían horas libres para descansar, tenía tres horas libres para cambiarse de calzoncillo, lavarlo a escondidas, y sentarse al pie de su ventana. Sevilla avanzaba por el corredor que llevaba a su habitación y no lograba explicarse lo que ocurría. Toda una cola de muchachos delante de su puerta abierta. Algún malentendido, sin duda, pero él así no podía entrar, no había cómo además porque los que esperaban su turno podían y definitivamente iban a protestar. Eran norteamericanos y acababan de regresar de una excursión a Aranjuez y se les había helado los pies allá en los famosos jardines. Lo cierto es que decidieron meterse a orinar al primer baño que encontraron y la puerta de esa habitación estaba abierta, y además la habitación parecía desocupada porque la mujer de la limpieza se estaba llevando las sábanas. En realidad las estaba cambiando con algún retraso porque su compañera se había enfermado. De puro buena gente dijo sí, cuando los de la excursión le preguntaron algo en inglés, algo que ella por supuesto no entendió. Querían saber si podían usar ese baño los norteamericanos, y allí estaban pues en fila de a uno y Sevilla no tuvo más remedio que ponerse al final, después de todo también tenía necesidad de ir la baño. Pero las cosas no salieron como él esperaba. Él creyó que con ponerse al fin de la cola sería el último en entrar a su habitación, cierro la puerta y ya está. Se equivocó lamentablemente porque llegaron más excursionistas y se le colocaron detrás, de tal manera que no le quedó más remedio que entrar, orinar y no cagar, porque si te demorabas había bromas y protestas, y volver a salir. Permaneció en el corredor hasta que vino la encargada de la limpieza con las nuevas sábanas y lo encontró paradito ahí, cabizbajo hasta más no poder. ¿Qué ha ocurrió…? ¿Por qué deja usté que esto sucea, señor…? cada uno de esto jóvene tiene su habitació…No tiene el menó derecho de entró a la de usté…Mientras la mujer, con la mejor voluntad del mundo, armaba un lío a la andaluza, el último de la cola terminó de orinar y Sevilla pudo entrar a su habitación sin preguntarse siquiera cómo se había producido el mal entendido.

Y es que ya era demasiado tarde para todo y una sobrehumana fatiga se había apoderado de él. Trabajo, gran trabajo le costó levantarse de su sillón cuando llegó la hora de la cita para cenar. Y cuando regresó, no recordaba haber cenado en ninguna parte ni haber ido al baño dos veces ni haber soportado el flash de Achikawa incesantemente. Tampoco leyó el papelito que, con tanto cuidado, Achikawa había hecho traducir al castellano para entregárselo como explicación, como disculpa casi por su extraña y fatigante conducta. El propietario del restaurant había tenido la amabilidad de traducirle unas cuantas frases, y al llegar al hotel, él le había entregado el papelito a Sevilla, pero éste se limitó a ponerlo como una estampa entre las páginas de su misal y esa noche ni siquiera cambió sus sábanas. Se olvidó de hacerlo, o es que ya…La atracción de la ventana fue definitiva esta vez. Sevilla se instaló junto a la mesa del desayuno y ahí pasó toda la noche como si estuviera esperando algo. A medida que un cierto alivio lo invadía, fue convenciéndose de que en su sillón se descansaba mejor que en la cama. Podía por lo tanto dejar allí encima el inmenso crucifijo y los desmesurados puñales toledanos. Recordaba vagamente haberlos dejado bastante más pequeños cuando salió a cenar, en cambio ahora los mangos de los puñales reposaban sobre su almohada y las puntas sobresalían por los pies de la cama. La idea de que sería imposible transportarlos a Lima lo estuvo preocupando durante un rato, pero con el alivio y las horas esta idea fue disminuyendo hasta convertirse tan sólo en un problema de exceso de equipaje. Hacia el amanecer era un asunto que no lo concernía en absoluto.

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