Javier Cercas - La Velocidad De La Luz

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Ésta es la historia de una amistad, una amistad que empieza en 1987 cuando el narrador, un joven aspirante a novelista, viaja a una universidad del Medio Oeste estadounidense y conoce a Rodney Falk, su compañero de despacho, un ex combatiente de Vietnam huraño e inabordable, ferozmente lúcido y corroído en secreto por su pasado. Pero ésta es también la historia de una experiencia radical en el abismo indescifrable del mal y la culpa, que el propio narrador sólo logrará entender y asumir años más tarde, como en una fulguración, cuando conozca el éxito y lo que éste tiene de corrupción insidiosa. Para entonces la figura imprecisa de Rodney y su historia devastadora acabarán imponiéndosele con la fuerza de lo necesario, como un emblema de su propia historia, y acaso de la condición humana.

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– Cualquier cosa antes que ser traductor. -Nos reímos, o por lo menos me reí yo, pero mientras lo hacía recordé otra discusión, la que acerca de las páginas primeras de mi novela teníamos pendiente y, como una prolongación despreocupada de la broma anterior, pregunté-: ¿Tan malo te ha parecido lo que te di?

– Malo no -contestó Rodney-. Horroroso.

El comentario fue como una patada en el estómago. Reaccioné con rapidez: traté de explicarle que lo que había leído no era más que un borrador, traté de defender el planteamiento de la novela que anunciaba; en vano: Rodney se sacó del bolsillo del chaquetón las páginas de la novela, las desdobló y procedió a triturar su contenido. Lo hizo sin apasionamiento, como el forense que practica una autopsia, lo que todavía me dolió más; pero lo que más me dolió es que íntimamente yo sabía que mi amigo tenía razón. Hundido y furioso, con todo el rencor acumulado mientras Rodney hablaba, le pregunté si lo que según él debía hacer era dejar de escribir.

– Yo no he dicho eso -me corrigió, impertérrito-. Lo que debas o no debas hacer es cosa tuya. No hay ningún escritor que no haya empezado escribiendo basura como ésta o peor, porque para ser un escritor decente ni siquiera hace falta talento: basta con un poco de empeño. Además, el talento no se tiene, sino que se conquista.

– ¿Entonces por qué me preguntas si estoy seguro de que quiero ser escritor? -pregunté.

– Porque puedes acabar consiguiéndolo.

– ¿Y dónde está el problema?

– En que es un oficio muy cabrón.

– No más que el de traductor, supongo. No digamos que el de minero.

– No estés tan seguro -dijo con un gesto inseguro-. No sé, a lo mejor sólo debería ser escritor quien no puede ser otra cosa.

Me reí como si tratara de imitar la risa feroz de un kamikaze, o como si estuviera vengándome.

– Vamos, vamos, Rodney: a ver si ahora va a resultar que eres un jodido romántico. O un sentimental. O un cobarde. A mí no me da ningún miedo fracasar.

– Claro -dijo-. Porque no tienes ni idea de lo que es. Pero ¿quién ha hablado del fracaso? Yo hablaba del éxito.

– Acabáramos -dije-. Ahora entiendo. La catástrofe del éxito. Se trataba de eso. Pero eso no es una idea, hombre: es sólo un tópico.

– Puede ser -dijo, y a continuación, como si se estuviera riendo de mí o me estuviera reprendiendo pero no quisiera que yo sospechara ni una cosa ni la otra, añadió-: Pero las ideas no se convierten en tópicos porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque contienen una parte sustancial de verdad. Y cuando uno se aburre de la verdad y empieza a decir cosas originales tratando de hacerse el interesante, acaba no diciendo más que tonterías. En el mejor de los casos tonterías originales y hasta interesantes, pero tonterías.

No supe qué contestarle y di un trago de cerveza. Notando que el sarcasmo me aliviaba del ultraje de la decepción dije:

– Bueno, por lo menos después de lo que has leído reconocerás que estoy vacunado contra el éxito.

– Tampoco estés tan seguro de eso -replicó Rodney-. A lo mejor nadie está vacunado contra el éxito; a lo mejor basta tener suficiente aguante con el fracaso para que te atrape el éxito. Y entonces ya no hay escapatoria. Se acabó. Finito. Kaputt. Ahí tienes a Scott, a Hemingway: los dos estaban enamorados del éxito, y a los dos los mató, y además mucho antes de que los enterraran. Sobre todo al pobre Scott, que era el más débil y el que más talento tenía y por eso el desastre le pilló antes y no tuvo tiempo de advertir que el éxito es letal, una desvergüenza, un desastre sin paliativos, una humillación para siempre. Le gustaba tanto que cuando le llegó ni siquiera se dio cuenta de que, aunque se engañase con protestas de orgullo y demostraciones de cinismo, en realidad no había hecho otra cosa más que buscarlo, y ahora que lo tenía entre las manos ya no le servía para nada ni podía hacer nada con él excepto dejar que le corrompiera. Y le corrompió. Le corrompió hasta el final. Ya sabes lo que decía Osear Wílde: «Hay dos tragedias en la vida. Una es no conseguir lo que se desea. La otra es conseguirlo». -Rodney se rió; yo no-. En fin, lo que quiero decir es que nadie muere por haber fracasado, pero es imposible sobrevivir con dignidad al éxito. Esto no lo dice nadie, ni siquiera Osear Wilde, porque es evidente o porque da mucha vergüenza decirlo, pero así es. De modo que, si te empeñas en ser escritor, aplaza todo lo que puedas el éxito.

Mientras escuchaba a Rodney me acordé inevitablemente de mi amigo Marcos y de nuestros sueños de triunfo y de las obras maestras con las que pensábamos vengarnos del mundo, y sobre todo me acordé de que una vez, algunos años atrás, Marcos me contó que un compañero insufrible de la Facultad de Bellas Artes le había dicho que la condición ideal de un artista es el fracaso, y que él le había contestado con una frase de un escritor francés, tal vez Jules Renard: «Sí, lo sé. Todos los grandes hombres primero fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente». También pensé que Rodney hablaba como si conociera lo que eran el éxito y el fracaso, cuando en realidad no conocía ni una cosa ni la otra (o no las conocía más que a través de los libros ni más que yo, que apenas las conocía), y que en realidad sus palabras sólo eran las palabras de un perdedor empapado de la hipócrita y empalagosa mitología del fracaso que gobernaba un país histéricamente obsesionado por el éxito. Pensé todo esto y a punto estuve de decirlo, pero no dije nada. Lo que hice, después de un silencio, fue burlarme de la jeremiada de Rodney.

– Si fracasas, porque fracasas, y si tienes éxito, porque tienes éxito -dije-. Menudo panorama.

Mi amigo ni siquiera sonrió.

– Un oficio muy jodido -dijo-, Pero no por eso. O no sólo por eso.

– ¿Te parece poco?

– Sí -dijo, y luego preguntó-: ¿Qué es un escritor?

– ¿Qué va a ser? -me impacienté-. Un tipo que es capaz de poner las palabras unas detrás de otras y que es capaz de hacerlo con gracia.

– Exacto -aprobó Rodney-. Pero también es un tipo que se plantea problemas complejísimos y que, en vez de resolverlos o tratar de resolverlos, como haría cualquier persona sensata, los vuelve más complejos todavía. Es decir: es un chiflado que mira la realidad, y a veces la ve.

– Todo el mundo ve la realidad -objeté-. Aunque no esté chiflado.

– Ahí es donde te equivocas -dijo Rodney-. Todo el mundo mira la realidad, pero poca gente la ve. El artista no es el que vuelve visible lo invisible: eso sí que es romanticismo, aunque no de la peor especie; el artista es el que vuelve visible lo que ya es visible y todo el mundo mira y nadie puede o nadie sabe o nadie quiere ver. Más bien nadie quiere ver. Es demasiado desagradable, a menudo es espantoso, y hay que tener los huevos muy bien puestos para verlo sin cerrar los ojos o sin echar a correr, porque quien lo ve se destruye o se vuelve loco. A menos, claro está, que tenga un escudo con que protegerse o que pueda hacer algo con lo que ve. -Rodney hizo una pausa y prosiguió-: Quiero decir que la gente normal padece o disfruta la realidad, pero no puede hacer nada con ella, mientras que el escritor sí puede, porque su oficio consiste en convertir la realidad en sentido, aunque ese sentido sea ilusorio; es decir, puede convertirla en belleza, y esa belleza o ese sentido son su escudo. Por eso digo que el escritor es un chiflado que tiene la obligación o el privilegio dudoso de ver la realidad, y por eso, cuando un escritor deja de escribir, acaba matándose, porque no ha sabido quitarse el vicio de ver la realidad pero ya no tiene un escudo con que protegerse de ella. Por eso se mató Hemingway. Y por eso cuando uno es escritor ya no puede dejar de serlo, a no ser que decida jugársela. Lo dicho: un oficio muy jodido.

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