Por supuesto, me equivoqué. Una noche de principios de abril o finales de marzo, justo después de Spring Break -el equivalente norteamericano de las vacaciones de Semana Santa-, llamaron a mi casa. Recuerdo que estaba terminando de leer un cuento de Hemingway titulado «Un lugar limpio y bien iluminado» cuando sonó el teléfono; también recuerdo que lo cogí pensando en aquel cuento tristísimo y sobre todo en la oración tristísima que contenía -«Nada nuestro que estás en la nada, nada es tu nombre, tu reino nada, tú serás nada en la nada como en la nada»-: era el padre de Rodney. Aún no me había repuesto de la sorpresa cuando, después de confesarme que había conseguido mi número de teléfono en el departamento, empezó a disculparse por el modo en que me había tratado en mi visita a Rantoul. Lo interrumpí; le dije que no tenía por qué disculparse, le pregunté si sabía algo de Rodney. Me contestó que unos días atrás le había llamado desde algún lugar de Nuevo México, que habían hablado un rato y que se encontraba bien, aunque de momento no era probable que volviera a casa.
– Pero no le llamo por eso -aclaró enseguida-. Le llamo porque me gustaría hablar con usted. ¿Tendría unos minutos para mí?
– Claro -dije-. ¿De qué se trata?
El padre de Rodney pareció dudar un momento y luego dijo:
– La verdad es que preferiría hablarlo personalmente. Cara a cara. Si no tiene inconveniente.
Le dije que no tenía inconveniente.
– ¿Le importaría venir a mi casa? -preguntó.
– No -dije y, aunque pensaba ir de todos modos, porque para entonces ya había olvidado la sensación de zozobra que se apoderó de mí tras mi primera visita a Rantoul, añadí-: Pero al menos podría anunciarme de qué quiere hablar.
– No es nada importante -dijo-. Sólo me gustaría contarle una historia. Creo que puede interesarle. ¿Le parece bien el sábado por la tarde?
Han transcurrido ya dieciséis años desde aquella tarde de primavera que pasé en Rantoul, pero, quizá porque durante todo este tiempo he sabido que tarde o temprano tendría que contarla, que no podría dejar de contarla, todavía recuerdo con exactitud la historia que a lo largo de aquellas horas me contó el padre de Rodney. Guardo un recuerdo mucho más impreciso, en cambio, de las circunstancias que las rodearon.
Llegué a Rantoul poco después del mediodía y encontré sin dificultad la casa. En cuanto llamé al timbre, el padre de Rodney me abrió y me hizo pasar al salón, una estancia amplia, acogedora y bien iluminada, con una chimenea y un sofá de cuero y dos sillones de Ore]as en un extremo, y en el otro, junto a la ventana que daba a Belle Avenue, una mesa de roble rodeada de sillas, con las paredes forradas hasta el techo de libros perfectamente alineados y el suelo cubierto por gruesas alfombras de colores vinosos que silenciaban los pasos. La verdad es que, después de nuestra inesperada conversación telefónica, yo casi había previsto que desde el principio el padre de Rodney haría gala de una cordialidad que no auguraba nuestro primer encuentro, pero lo que de ningún modo podía haber previsto es que el hombre menoscabado e intimidante que, en bata y zapatillas, me había despachado sin muchas contemplaciones apenas unos meses atrás me recibiera ahora vestido con una elegante sobriedad más propia de un maduro patricio de Boston que de un médico rural jubilado del Medio Oeste, convertido en apariencia en uno de esos falsos ancianos que pugnan por exhibir, bajo la certidumbre ingrata de sus muchos años, la vitalidad y la prestancia de quien no se ha resignado aún a gozar tan sólo de las migajas de la vejez. Sin embargo, a medida que fue desgranando la historia que yo había ido a escuchar, esa fachada mentirosa empezó a desmoronarse y a mostrar desperfectos, manchas de humedad y grietas sin fondo, y hacia la mitad de su relato el padre de Rodney ya había dejado de hablar con la energía exuberante del inicio -cuando lo hacía como poseído por una urgencia largamente aplazada, o más bien como si en el hecho de hablar y de que yo le escuchara le fuese la vida, mirándome con insistencia a los ojos igual que si buscase en ellos una imposible confirmación a su relato-, porque para aquel momento ya no vibraba en sus palabras m el mas mínimo ímpetu vital, sino tan sólo la memoria ponzoñosa e inflexible de un hombre carcomido por los remordimientos y devastado por la desdicha, y la luz de ceniza que entraba por la ventana envolviendo el salón en sombras le había borrado del rostro toda huella de su juventud remota, dejando apenas un anticipo de calavera. Recuerdo que en algún momento empecé a escuchar un repiqueteo de lluvia sobre el tejado del porche, un repiqueteo que casi enseguida se trocó en un alborozado chaparrón de primavera que nos obligó a encender una lámpara de pie porque para entonces ya era casi de noche y llevábamos muchas horas sentados frente a frente, hundidos en los dos sillones de orejas, él hablando y yo escuchando, con el cenicero rebosante de colillas y en la mesa una cafetera y dos tazas de café vacías y un montón de cartas manoseadas que llevaban matasellos del ejército norteamericano, cartas procedentes de Saigón y de Danang y de Xuan Loc y de Quang Nai, de lugares diversos de la península de Batagan, cartas que abarcaban un periodo de más de dos años y llevaban la firma de sus dos hijos, de Rodney y también de Bob, pero sobre todo de Rodney. Eran muy numerosas, y estaban ordenadas cronológicamente y guardadas en tres portafolios de cartón negro con cierre de goma, cada uno de los cuales llevaba pegada una etiqueta donde se leían, escritos a mano, el nombre de Rodney y el de Bob, la palabra Vietnam y la fecha de la primera y la última carta contenidas en él. El padre de Rodney parecía sabérselas de memoria, o por lo menos haberlas leído decenas de veces, y durante aquella tarde me leyó algunos fragmentos. El hecho no me sorprendió; lo que sí me sorprendió -lo que me dejó literalmente boquiabierto- fue que al final de mi visita me obligara a quedarme con ellas. «Yo ya no las quiero para nada», me dijo antes de despedirnos, entregándome los tres portafolios. «Por favor, quédeselas usted y haga con ellas lo que le parezca.» Era a todas luces un ruego absurdo, pero precisamente porque era absurdo no pude o no supe negarme a él . O quizá, después de todo, no era tan absurdo. Lo cierto es que durante estos dieciséis años no he dejado de intentar explicármelo: he pensado que me confió las cartas de sus hijos porque era consciente de que no le quedaba mucho tiempo de vida y no deseaba que fueran a parar a manos de alguien que desconociera su significado y pudiera acabar deshaciéndose de ellas sin más; he pensado que me confió las cartas porque hacerlo equivalía a un intento simbólico y sin esperanza de emanciparse para siempre de la historia de desastre que encerraban y de la que al traspasármelas me hacía depositario o incluso responsable, o porque al hacerlo quería obligarme a compartir con él el fardo de su culpa. He pensado todas esas cosas y también muchas otras, pero por supuesto aún no sé con certeza por qué me confió esas cartas y ya no lo sabré nunca; quizá ni él mismo lo supiera. Da igual: el hecho es que me las confió y que ahora las tengo ante mí, mientras escribo. Durante estos dieciséis años las he leído muchas veces. Las de Bob son escasas y concisas, distraídamente amables, como si la guerra absorbiera por entero su energía y su inteligencia y convirtiera en banal o ilusorio cuanto era ajeno a ella; las de Rodney, en cambio, son frecuentes y caudalosas, y en su hechura se advierte una evolución que es sin duda un espejo de la evolución que experimentó el propio Rodney durante los años que pasó en Vietnam: al principio cuidadosas y matizadas, atentas a no permitir que la realidad se transparente en ellas más que a través de una sofisticada retórica de la reticencia, hecha de silencios, alusiones, metáforas y sobrentendidos, y al final torrenciales y desaforadas, a menudo lindantes con el delirio, igual que si el torbellino incontenible de la guerra hubiera roto un dique de contención por cuyas grietas se hubiese desbordado una avalancha insensata de clarividencia.
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