– Acaba de marcharse ahora mismo -contestó, señalando la puerta con un gesto ofendido-. Sin decirme nada de la obra. Sin despedirse. Decididamente, ese tipo está como una cabra, si es que no es un cabrón.
Me asomé a una ventana que daba a la calle y le vi. Estaba de pie en las escaleras del porche, alto, voluminoso, desamparado y vacilante, su perfil de ave rapaz recortándose apenas en la luz macilenta de las farolas mientras se subía las solapas del chaquetón de cuero y se ajustaba su gorro de piel y se quedaba muy quieto, mirando la oscuridad de la noche y los grandes copos de nieve que caían frente a él, cubriendo de un resplandor mate el jardín y la calzada. Por un segundo le recordé sentado en el banco y mirando a los niños que jugaban con el disco de plástico y pensé que estaba llorando, mejor dicho, tuve la seguridad de que estaba llorando, pero al segundo siguiente lo que pensé es que en realidad sólo estaba mirando la noche de forma muy rara, como si viera en ella cosas que yo no podía ver, como si estuviese mirando un insecto enorme o un espejo deformante, y después pensé que no, que en realidad miraba la noche como si caminara por un desfiladero junto a un abismo muy negro y no hubiera nadie que tuviera tanto vértigo y tanto miedo como él, y de repente, mientras pensaba eso, noté que todo el resentimiento que había incubado contra Rodney durante aquella semana se había evaporado, quién sabe si porque en aquel momento creí adivinar la causa de que nunca asistiera a las reuniones y fiestas de la facultad y de que, en cambio, hubiera asistido a aquélla.
Cogí mi abrigo, me despedí a toda prisa de Wong y salí en busca de Rodney. Le encontré cuando estaba abriendo la puerta de su coche; no pareció alegrarse especialmente de verme. Le pregunté adonde iba; me contestó que a casa. Pensé en Wong y dije:
– Por lo menos podías despedirte, ¿no?
No dijo nada; señaló su coche y preguntó:
– ¿Quieres que te lleve?
Le contesté que mi casa estaba a apenas quince minutos caminando y que prefería caminar; luego le pregunté si quería acompañarme un rato. Rodney se encogió de hombros, cerró la puerta del coche y echó a andar junto a mí, al principio sin decir nada y luego hablando con repentina animación, aunque no recuerdo de qué. Lo que sí recuerdo es que caminábamos por Race y que, a la altura del Silver Creek -un antiguo molino de ladrillo convertido en restaurante chic-, después de un silencio Rodney se detuvo jadeando.
– ¿De qué va? -preguntó de improviso.
De inmediato supe a qué se refería. Le miré: el gorro de piel y la solapa alzada del chaquetón casi le ocultaban la cara; en sus ojos no había rastro de lágrimas, pero me pareció que estaba sonriendo.
– ¿De qué va el qué? -dije.
– La novela -contestó.
– Ah, eso -dije con un gesto a la vez suficiente y despreocupado, como si la inexplicable displicencia de Rodney respecto a ese asunto no hubiese sido la causa de que yo suspendiera nuestros encuentros en Treno's-. Bueno, en realidad todavía no estoy muy seguro…
– Me gusta -me interrumpió Rodney.
– ¿Qué es lo que te gusta? -pregunté, atónito.
– Que aún no sepas de qué va la novela -contestó-. Si lo sabes de antemano, malo: sólo vas a decir lo que ya sabes, que es lo que sabemos todos. En cambio, si aún no sabes lo que quieres decir pero estás tan loco o tan desesperado o tienes el coraje suficiente para seguir escribiendo, a lo mejor acabas diciendo algo que ni siquiera tú sabías que sabías y que sólo tú puedes llegar a saber, y eso a lo mejor tiene algún interés. -Como de costumbre, no supe si Rodney hablaba en serio o en broma, pero en esta ocasión no entendí ni una sola de sus palabras. Rodney debió de notarlo, porque, echando a andar de nuevo, concluyó-: Lo que quiero decir es que quien siempre sabe adonde va nunca llega a ninguna parte, y que sólo se sabe lo que se quiere decir cuando ya se ha dicho.
Aquella noche nos despedimos a la altura del Courier Café, muy cerca ya de mi casa, y a la semana siguiente reanudamos nuestros encuentros en Treno's. A partir de entonces hablamos a menudo de mi novela; de hecho, y aunque es seguro que hablábamos también de otras cosas, ésa es casi la única de la que recuerdo que hablábamos. Eran conversaciones un tanto peculiares, a menudo desorientadoras, en cierto sentido siempre estimulantes, pero sólo en cierto sentido. A Rodney, por ejemplo, no le interesaba discutir el argumento de mi libro, que era en cambio el punto que más me preocupaba a mí, sino quién desarrollaba el argumento. «Las historias no existen», me dijo una vez. «Lo que sí existe es quien las cuenta. Si sabes quién es, hay historia; si no sabes quién es, no hay historia.» «Entonces yo ya tengo la mía», le dije. Le expliqué que lo único que tenía claro en mi novela era precisamente la identidad del narrador: un tipo exactamente igual que yo que se hallaba exactamente en las mismas circunstancias que yo. «í Entonces el narrador eres tú mismo?», conjeturó Rodney. «Ni hablar», dije, contento de ser ahora yo quien conseguía confundirle. «Se parece en todo a mí, pero no soy yo.» Empachado del objetivismo de Flaubert y de Eliot, argumenté que el narrador de mi novela no podía ser yo porque en ese caso me hubiera visto obligado a hablar de mí mismo, lo que no sólo era una forma de exhibicionismo o impudicia, sino un error literario, porque la auténtica literatura nunca revelaba la personalidad del autor, sino que la ocultaba. «Es verdad», convino Rodney. «Pero hablar mucho de uno mismo es la mejor manera de ocultarse.» A Rodney tampoco parecía interesarle demasiado lo que yo estaba contando o me proponía contar en mi libro; lo que sí le interesaba era lo que no iba a contar. «En una novela lo que no se cuenta siempre es más relevante que lo que se cuenta», me dijo otra vez. «Quiero decir que los silencios son más elocuentes que las palabras, y que todo el arte del narrador consiste en saber callarse a tiempo: por eso en el fondo la mejor manera de contar una historia es no contarla.» Yo escuchaba a Rodney subyugado, casi como si fuese un alquimista y cada frase que pronunciaba el ingrediente necesario de una pócima infalible, pero es probable que estas discusiones sobre mi futura novela frustrada -que a la larga serían decisivas para mí y que, sin que ninguno de los dos hubiera podido preverlo, prácticamente iban a ser también las últimas que Rodney y yo íbamos a mantener- contribuyeran a corto plazo a despistarme, porque lo cierto es que casi cada semana variaba por entero la orientación de mi libro. Ya he dicho que por aquella época yo era muy joven y carecía de experiencia y de juicio, lo que vale tanto para la vida como para la literatura y explica que en aquellas conversaciones sobre literatura prestara una atención desmesurada a observaciones anodinas de Rodney y apenas reparara en otras que tarde o temprano -más temprano que tarde- acabarían por serme de mucha utilidad; puede que me equivoque, pero ahora tiendo a creer que, aunque sea una paradoja -o precisamente por serlo-, lo que me permitió sobrevivir sin padecer daños irreparables al alud de lucidez a menudo delirante de Rodney fue precisamente esa incapacidad para discriminar lo esencial de lo superfluo y lo sensato de lo insensato.
Por fin, una mañana de principios de diciembre le entregué a Rodney las primeras páginas de mi novela, y al otro día, cuando al llegar al despacho le pregunté si las había leído, me emplazó a hablar del asunto en Treno's, después de la clase de Rota. Yo estaba impaciente por conocer la opinión de Rodney, pero aquella tarde la clase fue tan extenuante que al llegar a Treno's se me había pasado la impaciencia o había olvidado la novela, y lo único que quería era tomarme una cerveza y olvidarme de Rota y del americano patibulario, quienes durante una hora inacabable me habían torturado obligándome a traducir del catalán al inglés y del inglés al catalán una discusión esperpéntica acerca de las similitudes que unían un poema de J.V. Foix y otro de Arnaut Daniel. Así que es natural que cuando, después de la segunda cerveza y sin previo aviso, Rodney me preguntó si estaba seguro de que quería ser escritor, yo le contestase:
Читать дальше