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Javier Cercas: La Velocidad De La Luz

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Javier Cercas La Velocidad De La Luz

La Velocidad De La Luz: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es la historia de una amistad, una amistad que empieza en 1987 cuando el narrador, un joven aspirante a novelista, viaja a una universidad del Medio Oeste estadounidense y conoce a Rodney Falk, su compañero de despacho, un ex combatiente de Vietnam huraño e inabordable, ferozmente lúcido y corroído en secreto por su pasado. Pero ésta es también la historia de una experiencia radical en el abismo indescifrable del mal y la culpa, que el propio narrador sólo logrará entender y asumir años más tarde, como en una fulguración, cuando conozca el éxito y lo que éste tiene de corrupción insidiosa. Para entonces la figura imprecisa de Rodney y su historia devastadora acabarán imponiéndosele con la fuerza de lo necesario, como un emblema de su propia historia, y acaso de la condición humana.

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Antes he dicho que sólo bien avanzado el otoño comprendí que el interés de Rodney por la política no era meramente anecdótico, sino muy serio, aunque también un tanto disparatado o al menos -por decirlo de una forma convencional- poco convencional. En realidad no empecé a intuirlo hasta un domingo de principios de octubre en que un compañero del departamento llamado Rodrigo Ginés me invitó a comer a su casa, junto con otros compañeros del departamento, para hablar del número de Línea Plural que debía aparecer el siguiente semestre. Ginés, que había llegado a Urbana al mismo tiempo que yo y que acabaría siendo allí uno de mis mejores amigos, era chileno, era escritor, era violonchelista; también era profesor ayudante de español. Muchos años atrás había sido profesor en la Universidad Austral de Chile, pero a la caída de Salvador Allende la dictadura lo había expulsado y obligado a ganarse la vida con otros empleos, entre ellos el de violonchelista de la Orquesta Sinfónica Nacional. Tenía poco más o menos la misma edad de Rodney, mujer y dos hijos en Santiago y un aire melancólico de indio huérfano, con bigote y perilla, que no traicionaban su humor negro, su sociabilidad compulsiva ni su afición al vino y a la buena mesa. Aquel domingo acudieron a su casa, además de Felipe Vieri y Frank Solaún, los dos directores de la revista e incondicionales de Almodóvar, varios ayudantes del departamento, entre ellos Laura Burns y una austríaca llamada Gudrun con quien por entonces estaba saliendo nuestro anfitrión. Comimos un pollo con mole que cocinó Ginés, y durante la sobremesa discutimos largamente sobre el contenido de la revista. Hablamos de poemas, de relatos, de artículos, de la necesidad de contar con nuevos colaboradores, y cuando estábamos discutiendo este último punto yo saqué a colación el nombre de Rodney, con la sugerencia de que le pidiéramos algo para el próximo número; ya iba a cantar las excelencias intelectuales de mi amigo cuando noté que el resto de los comensales me miraba como si estuviera anunciándoles el inminente aterrizaje en Urbana de una nave espacial tripulada por enanitos con antenas. Me callé; hubo un silencio incómodo. Fue entonces cuando, como si hubiera sorprendido en sus manos el instrumento indicado para asegurar el éxito de la reunión, Ginés intervino para contar la historia. No puedo asegurar que sea cierta en todos sus detalles; a continuación me limito a contarla tal como él la contó. Al parecer, el martes de aquella misma semana, mientras más temprano que de costumbre se dirigía hacia su primera clase del día, mi amigo chileno había visto un Buick polvoriento deteniéndose a la brava en medio de Lincoln Avenue, al lado de un poste de la luz, justo en el cruce de Green Street. Ginés pensó que el coche se había averiado y siguió caminando hacia el cruce, pero admitió su error cuando a medida que se acercaba vio que el conductor se bajaba y que, en vez de ponerse a revisar el motor o a examinar el estado de los neumáticos, abría la puerta trasera, sacaba un cubo con una brocha y un cartel y pegaba el cartel en el poste de la luz. El conductor lucía un parche en el ojo derecho, y enseguida reconoció en él a Rodney. Según contó Ginés, hasta aquel día no había cruzado una sola palabra con él, y quizá por eso se quedó a unos metros del coche, viendo cómo Rodney acababa de pegar el cartel, confuso e intrigado, sin saber si llegarse hasta él o si echar a andar por Green y alejarse como si no hubiera visto nada, y aún estaba dudando cuando Rodney acabó de alisar el cartel sobre el poste, se dio la vuelta y le vio. Entonces a Ginés no le quedó más remedio que acercarse. Se acercó y, aunque sabía que Rodney no tenía ningún problema, le preguntó si tenía algún problema. Rodney le miró con su ojo destapado, sonrió de una forma esquinada y le aseguró que no; luego señaló el cartel recién pegado al poste. Como casi no entendía el inglés, Ginés no entendió nada de lo que había escrito allí, pero Rodney le informó de que el cartel convocaba a un paro general contra la General Electric en nombre del Partido Trotskista o de una facción del Partido Trotskista, Ginés no recordaba bien.

– Contra la General Electric -repitió Ginés, interrumpiendo su relato-. ¡Chucha! ¡Yo ni siquiera sabía que en este país todavía quedaba un Partido Trotskista!

Ginés explicó que en aquel momento se quedó mirando a Rodney sin saber qué decir y que Rodney se quedó mirándole a él sin saber qué decir. Transcurrieron unos segundos eternos, durante los cuales, según dijo, tuvo sucesivamente ganas de reír y ganas de llorar, y luego, mientras el silencio se dilataba y él esperaba que Rodney dijera alguna cosa o que a él se le ocurriera alguna cosa que decir, increíblemente pasó por su cabeza la cara del general Pinochet, inmóvil y con la mirada invisible tras sus perpetuas gafas de sol, sentado en un palco del Teatro de la Escuela Militar de Santiago, mientras él y sus compañeros de la Orquesta Sinfónica tocaban el Adagio y allegro de Saint Saéns o el Rondó caprichoso de Dvorak, cualquiera de las dos piezas pero ninguna otra, y casi sin proponérselo trató de imaginar qué es lo que en una situación como aquélla hubiera pensado o le hubiera dicho a Rodney el general Pinochet, pensó en el presupuesto del Estado chileno que administraba Pinochet y pensó también, con una satisfacción que aún no conseguía entender del todo, que, comparado con el presidente de la General Electric, Pinochet era igual que el capataz de una fábrica de uralita cuyos obreros no superaran en número a los afiliados que en todo el territorio de la Unión tenía el Partido Trotskista (o la facción del Partido Trotskista) a la que pertenecía o apoyaba Rodney. Finalmente fue éste quien rompió el hechizo. «Bueno», dijo. «Yo ya he acabado. ¿Quieres que te lleve a la facultad?»

– Eso fue todo -concluyó Ginés con su tonito chileno, apurando un vaso de vino y abriendo de par en par los ojos y los brazos en un ademán de perplejidad-. Me llevó a la facultad y allí nos despedimos. Pero me pasé todo el día con una sensación extrañísima en el cuerpo, como si aquella mañana me hubiera colado por error en la representación de una obra dada en la que había acabado haciendo sin querer el papel de protagonista.

Conociendo a Ginés como con el tiempo llegué a conocerle, estoy seguro de que no refirió esta anécdota con el propósito de impedir que Rodney colaborara en la revista, pero el hecho es que ni en aquélla ni en ninguna otra de las reuniones de Línea Plural volvió a mencionarse el nombre de Rodney. Por lo demás, añadiré que en compañía de Rodney a mí también me acosó más de una vez la sospecha de estar representando por error un drama o una broma (a veces una broma desasosegante o incluso siniestra) que no pertenecía a ningún género o estética conocidos y que no significaba nada, pero que me atañía de forma tan íntima como si alguien la hubiese escrito ex profeso para mí. Otras veces la impresión era la contraria: la de que no era yo sino Rodney quien interpretaba una obra cuyo significado verdadero -que en ocasiones prometía revelar zonas de la personalidad de mi amigo impermeables al escrutinio casi involuntario al que le sometía en nuestras conversaciones en Treno's- acariciaba y estaba a punto de apresar y al final se me escapaba de las manos como un agua, igual que si la fachada transparente de Rodney no ocultase más que un fondo también transparente. No puedo omitir aquí un episodio ocurrido poco después de que empezáramos a ser amigos, porque a la luz de determinados hechos de los que tuve conocimiento mucho más tarde adquiere una resonancia ambigua pero elocuente.

Algunos viernes por la tarde yo iba a nadar a una piscina cubierta perteneciente a la universidad que se hallaba a unos veinte minutos de mi casa. Nadaba una hora u hora y media, a veces incluso dos, me metía un rato en la sauna, me duchaba y volvía a casa exhausto y feliz y con la sensación de haber eliminado toda la materia superflua acumulada durante la semana. Uno de esos viernes, justo al salir de la piscina, me encontré a Rodney. Estaba al otro lado de la calle, sentado en un banco de piedra, frente a una gran extensión de césped sin árboles de la que sólo le separaba una verja de alambre trenzado, con los brazos cruzados y el parche en el ojo y las piernas también cruzadas, como si estuviera apurando ociosamente el último sol del atardecer. Verlo allí me extrañó y me alegró: me extrañó porque yo sabía que Rodney no tenía clases los viernes por la tarde y además creía saber que mi amigo no permanecía en Urbana más que el tiempo estrictamente indispensable y, salvo los dos días de nuestra tertulia de Treno's, regresaba a Rantoul en cuanto terminaba con sus obligaciones académicas; me alegró porque nada apetece tanto después de hacer ejercicio como beber una cerveza y fumar un cigarrillo y conversar un rato. Pero, al seguir acercándome a Rodney y rebasar el extremo de un seto que vedaba la visión completa del césped, advertí que mi amigo no estaba tomando el sol, sino contemplando a un grupo de niños que jugaba frente a él. Eran cuatro y tenían ocho o nueve años, tal vez diez, vestían vaqueros y camisetas y gorras y jugaban a lanzarse y recoger un disco de plástico que iba y venía entre ellos planeando y girando sobre sí mismo como un platillo volante; imaginé que sus padres no andarían lejos, pero desde donde me hallaba, en la acera de enfrente, no podía distinguirlos. Y entonces, cuando ya iba a cruzar la calle para saludar a Rodney, me detuve. No sé con seguridad por qué lo hice, pero yo creo que fue porque noté algo raro en mi amigo, algo que me pareció disuasorio o quizá amenazante, una rigidez como congelada en su postura, una tensión dolorosa, casi insoportable, en el modo en que estaba sentado y miraba jugar a los niños. Yo me encontraba a unos veinte o treinta metros de él, de modo que no le veía con claridad la cara, o sólo se la veía de perfil. Inmóvil, recuerdo que pensé: tiene tantas ganas de reír que no puede reír. Luego pensé: no, está llorando y seguirá llorando y no va a dejar de llorar, si es que alguna vez deja de llorar, hasta que los niños se marchen. Luego pensé: no, tiene tantas ganas de llorar que no puede llorar. Luego pensé: no, tiene miedo, un miedo afilado como una hoja de afeitar, un miedo que corta y sangra y hiede y que yo no puedo entender. Luego pensé: no, está loco, completamente loco, tan loco que es capaz de engañarnos y fingir que está cuerdo. Aún estaba pensando lo anterior cuando uno de los niños lanzó con demasiada fuerza el disco, que sobrevoló la valla y fue a posarse con suavidad a unos metros de Rodney. MÍ amigo no se movió, como si no hubiera reparado en el disco (lo que por supuesto era imposible), el niño se acercó a la valla, lo señaló y le dijo algo a Rodney, quien finalmente se levantó del banco, recogió el disco y, en vez de devolvérselo a sus propietarios, volvió a la valla y se puso en cuclillas para estar a la altura del niño, quien después de alguna vacilación se acercó a él. Ahora los dos estaban frente a frente, mirándose a través de los rombos de alambre de la valla; o mejor dicho: Rodney miraba al niño y el niño miraba alternativamente a Rodney y al suelo. Durante uno o dos minutos, en el curso de los cuales los otros niños permanecieron a distancia, pendientes de su compañero pero sin decidirse a acercarse a él, Rodney y el niño hablaron; o mejor dicho: fue sólo Rodney quien habló. El niño hacía otras cosas: asentía, sonreía, negaba con la cabeza, volvía a asentir; en un determinado momento, después de mirar a los ojos a Rodney, la actitud del niño cambió: pareció incrédulo o asustado o incluso (por un instante fugaz) presa del pánico, pareció querer alejarse de la valla, pero Rodney lo retuvo aterrándole de la muñeca y díciéndole algo que sin duda aspiraba a ser tranquilizador; entonces el niño inició un forcejeo y tuve la impresión de que estaba a punto de gritar o de echarse a llorar, Rodney no lo soltó, siguió hablándole de una forma confidencial y casi perentoria, vehemente, y entonces, en un segundo, yo también tuve miedo, pensé que podía ocurrir algo, no sabía exactamente qué, me pregunté si debía intervenir, dar un grito y pedirle a Rodney que soltara al niño y lo dejase marchar. Al segundo siguiente me tranquilicé: de repente el niño pareció calmarse, volvió a asentir, volvió a sonreír, primero tímidamente y después de forma abierta, momento en el cual Rodney le soltó y el niño dijo vanas palabras seguidas, que no entendí aunque podía ver su boca e intenté leerle los labios. Acto seguido Rodney se incorporó sin prisa y lanzó por encima de la valla el disco, que planeó y fue a caer lejos de donde aguardaban los amigos del niño, quien para mi sorpresa no regresó de inmediato con ellos, sino que permaneció todavía un rato frente a la valla, indeciso, hablando tranquilamente con Rodney, y sólo se apartó de allí después de que sus amigos le gritaran varias veces que debían marcharse. Rodney vio cómo los niños se alejaban por el césped, corriendo, y, en vez de darse la vuelta y marcharse él también, volvió a sentarse en el banco, volvió a cruzar las piernas, volvió a cruzar los brazos y a quedarse inmóvil allí, frente al poniente, y yo no me atreví a acercarme a él y fingir que no había visto nada y proponerle una cerveza y un poco de conversación, y no sólo porque no hubiese entendido la escena y me hubiese incomodado o perturbado, sino también porque de pronto tuve la seguridad de que en aquel momento mi amigo deseaba ante todo estar a solas, de que no iba a moverse de aquel banco en mucho tiempo, de que iba a dejar que la luz huyera y cayera la noche y llegara el amanecer sin hacer nada salvo tal vez llorar o reírse en silencio, nada que no fuera mirar aquella extensión de césped como un enorme hangar vacío del que poco a poco se adueñaba la oscuridad y en el que probablemente él veía danzar (pero esto no lo supe o lo imaginé sino mucho más tarde) unas sombras indescifrables que sólo para él tenían algún sentido, aunque fuera un sentido espantoso.

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