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Javier Cercas: La Velocidad De La Luz

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Javier Cercas La Velocidad De La Luz

La Velocidad De La Luz: краткое содержание, описание и аннотация

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Ésta es la historia de una amistad, una amistad que empieza en 1987 cuando el narrador, un joven aspirante a novelista, viaja a una universidad del Medio Oeste estadounidense y conoce a Rodney Falk, su compañero de despacho, un ex combatiente de Vietnam huraño e inabordable, ferozmente lúcido y corroído en secreto por su pasado. Pero ésta es también la historia de una experiencia radical en el abismo indescifrable del mal y la culpa, que el propio narrador sólo logrará entender y asumir años más tarde, como en una fulguración, cuando conozca el éxito y lo que éste tiene de corrupción insidiosa. Para entonces la figura imprecisa de Rodney y su historia devastadora acabarán imponiéndosele con la fuerza de lo necesario, como un emblema de su propia historia, y acaso de la condición humana.

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Me gustaría creer que durante mis primeros días en Urbana este tipo de meteduras de pata no fue tan frecuente como me temo, pero no puedo asegurarlo; lo que sí puedo asegurar es que me habitué a mi nueva vida con mucha más rapidez de lo que auguraban. Es verdad que era una vida cómoda. Mi casa -un apartamento de dos habitaciones, con cocina y baño- se hallaba a cinco minutos a pie del Foreign Languages Building, el edificio que albergaba el departamento de español, en el 703 de West Oregon, entre Busey y Coler, en una zona de callecitas íntimas, estrechas y arboladas. Como me había prometido Marcelo Cuartero, ganaba dinero suficiente para vivir sin estrecheces y mis obligaciones como profesor de español y estudiante de doctorado me dejaban casi todas las tardes y todas las noches libres, además de unos fines de semana larguísimos que incluían los viernes, de manera que disponía de mucho tiempo para leer y escribir, y de una biblioteca inabarcable donde aprovisionarme de libros. Pronto la curiosidad por lo que tenía delante sustituyó a la nostalgia por lo que había dejado atrás. Asiduamente escribía a mi familia y mis amigos -sobre todo a Marcos-, pero ya no me sentía solo; de hecho, muy pronto descubrí que, si uno se lo proponía, nada era más fácil que hacer amigos en Urbana. Como todas las ciudades universitarias, aquélla era un lugar aséptico y falaz, un microclima humano huérfano de pobres y ancianos en el que cada año aterrizaba y del que cada año despegaba hacia el mundo real una población compuesta por jóvenes de paso procedentes de todo el planeta; sumado a la evidencia un tanto angustiante de que ni en la ciudad ni en vanos centenares de kilómetros a la redonda había más distracción que la de trabajar, esta circunstancia facilitaba sobremanera la vida social, y es un hecho que, en contraste con la quietud estudiosa del resto de la semana, desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la noche Urbana se convertía en un bullicioso hervidero de fiestas privadas que nadie parecía querer perderse y a las que todo el mundo parecía estar invitado. Pero a Rodney Falk no lo conocí en ninguna de aquellas fiestas particulares y multitudinarias, sino en el despacho que compartimos durante un semestre en la planta cuarta del Foreign Languages Building. Nunca sabré si me asignaron ese despacho por azar o porque nadie quería compartirlo con Rodney (me inclino antes por lo segundo que por lo primero), pero lo que sí sé es que, si no me lo hubiesen asignado, lo más probable es que Rodney y yo nunca hubiésemos trabado amistad y todo hubiese sido distinto y mi vida no sería como es y el recuerdo de Rodney se hubiera borrado de mi memoria como al cabo de los años se ha borrado el de casi toda la gente que conocí en Urbana. O quizá no tanto, quizá exagero. Al fin y al cabo es verdad que, sin que ni mucho menos se lo propusiera, Rodney no pasaba inadvertido en medio de la rigurosa uniformidad que imperaba en el departamento y que todo el mundo acataba sin rechistar, como si se tratase de una norma tácita pero palpable de profilaxis intelectual paradójicamente destinada a instigar la competencia entre los miembros de aquella comunidad orgullosa de su estricta observancia meritocrática. Rodney contravenía esa norma porque era bastante mayor que los demás ayudantes de español, casi ninguno de los cuales superábamos los treinta años, pero también porque jamás asistía a las reuniones, cócteles y encuentros convocados por el departamento, lo que todo el mundo achacaba, según comprobé enseguida, a su índole reservada y excéntrica, por no decir arisca, contribuyendo a aureolarle de una leyenda denigratoria que incluía el privilegio de haber obtenido su empleo de profesor de español gracias a su condición de veterano de la guerra de Vietnam. Recuerdo que en una recepción ofrecida por el departamento a los nuevos ayudantes, la víspera del día en que daban comienzo las clases, alguien comentó su ausencia consabida, lo que provocó de inmediato, entre el conciliábulo de colegas que me rodeaba, una catarata de conjeturas salvajes acerca de qué es lo que Rodney debía de enseñar a sus alumnos, porque nadie le había oído nunca hablar español.

– ¡Carajo! -zanjó entonces Laura Burns, que acababa de sumarse al corro-. A mí lo que me preocupa no es que Rodney no sepa una mierda de español, sino que cualquier día de éstos aparezca por aquí con un Ka-láshnikov y nos quite a todos de en medio.

Aún no había olvidado este comentario, que fue acogido con una carcajada unánime, cuando al otro día conocí finalmente a Rodney. Aquella mañana, la primera del curso, llegué muy temprano al departamento, y al abrir la puerta del despacho lo primero que vi fue a Rodney sentado a su mesa, leyendo; lo segundo fue que alzaba la vista del libro, que me miraba, que sin mediar palabra se levantaba. Hubo un instante irracional de pánico provocado por el recuerdo del exabrupto de Laura Burns (que de golpe de]ó de parecerme un exabrupto y también de parecerme divertido) y por el tamaño de aquel hombrón con fama de desequilibrado que avanzaba hacia mí; pero no eché a correr: con aprensión estreché la mano que me alargaba, traté de sonreír.

– Me llamo Rodney Falk -dijo, mirándome a los o)os con desconcertante intensidad y haciendo un ruido que sonó como un taconazo marcial-. ¿Y tú?

Le dije mi nombre. Rodney me preguntó si era español. Le dije que sí.

– Nunca he estado en España -declaró-, Pero algún día me gustaría conocerla. ¿Has leído a Hemmgway?

Yo apenas había leído a Hemingway, o lo había leído de cualquier manera, y mi concepto del escritor norteamericano cabía en una instantánea lamentable protagonizada por un viejo acabado, chulesco y alcohólico, amigo de bailaoras y de toreros, que divulgaba en sus obras pasadas de moda una imagen de postal turística amasada con los estereotipos más rancios e insoportables de España.

– Sí -contesté, aliviado por aquel atisbo de conversación literaria y, como debí de ver otra magnífica oportunidad de dejar bien clara entre mis compañeros de facultad mi insobornable vocación cosmopolita, que ya había creído pregonar con mi comentario homófobo sobre el cine de Almodóvar, añadí-: Francamente, me parece una mierda.

La reacción de mi flamante compañero de despacho fue más expeditiva que la que noches atrás habían tenido Vieri y Solaún: sin un gesto de desaprobación o aquiescencia, como si yo hubiera desaparecido de pronto de su vista, Rodney dio media vuelta y me dejó con la palabra en la boca; luego volvió a sentarse, volvió a coger su libro, volvió a enfrascarse en él.

Aquella mañana no hubo más y, si descontamos la sorpresa o el pánico inicial y a Ernest Hemingway, el ritual de los días que siguieron vino a ser más o menos idéntico. A pesar de que yo siempre llegaba al despacho apenas abrían el Foreign Languages Building, Rodney siempre se me adelantaba y, después de un saludo de compromiso que en el caso de mi compañero era más bien un mugido, se nos iba la mañana yendo y viniendo de las aulas, y también sentado cada uno ante su escritorio, leyendo o preparando clases (Rodney sobre todo leyendo y yo sobre todo preparando clases), pero siempre encerrados a cal y canto en un mutismo que sólo traté tímidamente de romper en un par de ocasiones, hasta que comprendí que Rodney no tenía el mínimo interés en hablar conmigo. Fue en esos días cuando, espiándolo a hurtadillas desde mi escritorio o por los pasillos del departamento, empecé a familiarizarme con su presencia. A primera vista Rodney tenía el aspecto cándido, pasota y anacrónico de esos hippíes de los años sesenta que no habían querido o podido o sabido adaptarse al alegre cinismo de los ochenta, como si de grado o por fuerza hubiesen sido arrinconados en una cuneta para no perturbar el tráfico triunfante de la historia. Sin embargo, su indumentaria no desentonaba con el igualitarismo informal que reinaba en la universidad: siempre vestía zapatillas de deporte, téjanos gastados y holgadas camisas a cuadros, aunque en invierno -en el invierno polar de Urbana-cambiaba las zapatillas por unas botas militares y se abrigaba con gruesos jerséis de lana, un chaquetón de cuero y un gorro de piel. Era alto, corpulento, ligeramente desgarbado; caminaba con la vista siempre fija en el suelo y como a trompicones, escorado a la derecha, con un hombro más elevado que el otro, cosa que dotaba a su paso de una inestabilidad bamboleante de paquidermo a punto de desmoronarse. Tenía el pelo largo, espeso y rubicundo, y una cara recia y ancha, de piel levemente rojiza y facciones como esculpidas en el cráneo: la barbilla dura, los pómulos prominentes, la nariz escarpada y la boca burlona o despectiva, que al abrirse mostraba una doble hilera de dientes desiguales, de color casi ocre, bastante deteriorados. Padecía de fotofobia en uno de sus ojos, lo que le obligaba a protegerlo del contacto con el sol cegándolo con un parche de tela negra sujeto con una cinta a la cabeza, un pegote que le infundía un aire de ex combatiente no desmentido por su andar trompicado ni por su averiada figura. Sin duda a causa de esa lesión ocular sus ojos no parecían a simple vista del mismo color, aunque si uno se fijaba advertía que simplemente uno era de un marrón más claro, casi meloso, y el otro de un marrón más oscuro, casi negro. Por lo demás, también advertí enseguida que Rodney no tenía amigos en el departamento y que, salvo con Dan Gleylock -un viejo profesor de literatura germánica en cuyo despacho le vi alguna vez conversando con un café en la mano-, con el resto de los miembros de la facultad mantenía una relación que ni siquiera alcanzaba el rango de esa cordialidad superficial que la educación impone.

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