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Javier Cercas: La Velocidad De La Luz

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Javier Cercas La Velocidad De La Luz

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Ésta es la historia de una amistad, una amistad que empieza en 1987 cuando el narrador, un joven aspirante a novelista, viaja a una universidad del Medio Oeste estadounidense y conoce a Rodney Falk, su compañero de despacho, un ex combatiente de Vietnam huraño e inabordable, ferozmente lúcido y corroído en secreto por su pasado. Pero ésta es también la historia de una experiencia radical en el abismo indescifrable del mal y la culpa, que el propio narrador sólo logrará entender y asumir años más tarde, como en una fulguración, cuando conozca el éxito y lo que éste tiene de corrupción insidiosa. Para entonces la figura imprecisa de Rodney y su historia devastadora acabarán imponiéndosele con la fuerza de lo necesario, como un emblema de su propia historia, y acaso de la condición humana.

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– Bueno -dijo por fin Marcos y, sabiendo que la decisión ya estaba tomada, apuró de un solo trago su vaso-. ¿Otra cerveza?

Así fue como, seis meses después de ese encuentro fortuito con Marcelo Cuartero, tras un viaje interminable en avión con escalas en Londres y Nueva York, fui a parar a Urbana como podía haber ido a parar a cualquier otro sitio. Recuerdo que en lo primero que pensé al llegar allí, mientras el autobús de la Greyhound que me traía de Chicago penetraba por una desierta sucesión de avenidas flanqueadas por casitas con porche, edificios de ladrillo rojizo y parterres meticulosos que reverberaban bajo el cielo candente de agosto, rué en la suerte tremenda que habían tenido Tony Curtís y Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco, y en que escribiría a Marcos para decirle que había hecho diez mil kilómetros en vano, porque Urbana -apenas un islote de ciento cincuenta mil almas flotando en medio de un mar de maizales que se extendía sin interrupción hasta los suburbios de Chicago- no era mucho más grande ni parecía menos provinciana que Gerona. Por supuesto, no le dije nada de eso: para no desilusionarle con mi desilusión, o para tratar de modificar un poco la verdad, lo que le dije fue que Marcelo Cuartero estaba equivocado y que Urbana era como Florida, o más bien como una mezcla en miniatura de Florida y Nueva York, una ciudad efervescente, soleada y cosmopolita donde prácticamente las novelas me saldrían solas. Pero, como por mucho que nos empeñemos las mentiras no alteran la verdad, no tardé en comprobar que mi primera impresión compungida de la ciudad era exacta, y por eso durante los primeros días que pasé en Urbana me dejé dominar por la tristeza, incapaz como era de emanciparme de la nostalgia de lo que había dejado atrás y de la certidumbre de que, antes que una ciudad, aquel horno sin alivio perdido en medio de ninguna parte era un cementerio en el que a no mucho tardar acabaría convertido en un fantasma o un zombi.

Fue el amigo de Marcelo Cuartero quien me ayudó a vadear esa depresión inicial. Se llamaba John Borgheson y resultó ser un inglés americanizado o un americano que no había sabido dejar de ser inglés (o todo lo contrario); quiero decir que, aunque su cultura y su educación eran americanas y la mayor parte de su vida y toda su carrera académica habían transcurrido en Estados Unidos, aún conservaba casi intacto su acento de Birmingham y no se había contagiado de los modales directos de los norteamericanos, de manera que a su modo seguía siendo un británico de la vieja escuela, o le gustaba imaginar que lo era: un hombre tímido, cortés y reticente, que pugnaba en vano por ocultar al humorista de vocación que llevaba dentro. Borgheson, que rondaba los cuarenta años y hablaba ese castellano un tanto arcaico y pedregoso que hablan a menudo quienes lo han leído mucho y lo han hablado poco, era la única persona que yo conocía en la ciudad, y a mi llegada tuvo la deferencia inusitada de acogerme en su casa; luego me ayudó a alquilar un apartamento cercano al campus y a instalarme en él, me mostró la universidad y me guió por el laberinto de su burocracia. Durante esos primeros días no pude evitar la impresión de que la amabilidad exagerada de Borgheson se debía a que, a causa de algún malentendido, me consideraba un alumno predilecto de Marcelo Cuartero, lo que no dejaba de parecerme irónico, sobre todo porque por entonces yo ya empezaba a tener fundadas sospechas de que si Cuartero no me había enviado a un lugar más remoto e inhóspito que Urbana era porque no conocía un lugar *más inhóspito y más remoto que Urbana. Borgheson también se apresuró a presentarme a algunos de mis futuros compañeros, discípulos suyos y profesores ayudantes como yo en el departamento de español, y una noche de sábado, pocos días después de mi llegada, organizó una cena con tres de ellos en el Courier Café, un pequeño restaurante situado en Race, muy cerca de Lmcoln Square.

Recuerdo la cena muy bien, entre otras razones porque mucho me temo que algunas de las cosas que allí ocurrieron dan el tono exacto de lo que debieron de ser mis primeras semanas en Urbana. Los tres colegas que asistieron a ella tenían más o menos mi misma edad; eran dos hombres y una mujer. Los dos hombres dirigían una revista semestral titulada Línea Plural: uno era un venezolano llamado Felipe Vieri, un tipo muy leído, irónico, un poco altivo, que vestía con una pulcritud no exenta de amaneramiento; el otro se llamaba Frank Solaún y era un norteamericano de origen cubano, fornido y entusiasta, de sonrisa radiante y pelo alisado con gomina. En cuanto a la mujer, su nombre era Laura Burns y, según supe más tarde por el propio Borgheson, pertenecía a una opulenta y aristocrática familia de San Juan de Puerto Rico (su padre era propietario del primer periódico del país), pero lo que en ella más me llamó la atención aquella noche, aparte de su físico inequívoco de gringa -alta, sólida, rubia, muy pálida de piel-, fue su intimidante propensión al sarcasmo, a duras penas refrenada por el respeto que le inspiraba la presencia de Borgheson. Éste, por lo demás, impuso su jerarquía con suavidad a lo largo de la cena, encauzando sin esfuerzo la conversación hacia temas que pudieran ser de mi interés o de los que, según imaginaba o deseaba él, yo pudiera no sentirme excluido. Así que hablamos de mi viaje, de Urbana, de la universidad, del departamento; también hablamos de escritores y cineastas españoles, y pronto advertí que Borgheson y sus discípulos estaban más al día que yo de lo que ocurría en España, porque yo no había leído los libros ni había visto las películas de muchos de los cineastas y escritores que ellos mencionaban. Dudo que este hecho me humillara, porque por aquella época mí resentimiento de escritor inédito, ninguneado y prácticamente ágrafo me autorizaba a considerar pura cochambre todo cuanto se hacía en España -y arte puro todo cuanto no se hacía allí-, pero no descarto que explique en parte lo que ocurrió a la altura de los cafés. Para entonces Vieri y Solaún llevaban ya un rato hablando con devoción irrestricta del eme de Pedro Almodóvar; siempre solícito, Borgheson aprovechó una pausa de aquel dúo entusiasta para preguntarme qué opinión me merecían las películas del director manchego. Como a todo el mundo, creo que por entonces a mí también me gustaban las películas de Almodóvar, pero en aquel momento debí de sentir una necesidad inaplazable de hacerme el interesante o de dejar bien clara mi vocación cosmopolita marcando distancias con aquellas historias de monjas drogadictas, travestís castizos y asesinas de toreros, así que contesté:

– Francamente, me parecen una mariconada.

Una carcajada salvaje de Laura Burns saludó el dictamen, y la satisfacción que me produjo esa acogida de escándalo me impidió advertir el silencio glacial de los demás comensales, que Borgheson se apresuró a romper con un comentario de urgencia. La cena concluyó poco después sin más incidentes y, al salir del Courier Café, Vieri y Solaún propusieron tomar una copa. Borgheson y Laura Burns declinaron la propuesta; yo la acepté.

Mis nuevos amigos me llevaron a una discoteca llamada Chester Street, que se hallaba apropiadamente en Chester Street, junto a la estación del tren. Era un local enorme y oblongo, de paredes desnudas, con una barra a la derecha y frente a ella una pista de baile acribillada de luces estroboscópicas que a esa hora ya estaba atestada de gente. Apenas entramos, a Solaún le faltó tiempo para perderse entre la muchedumbre convulsa que inundaba la pista; por nuestra parte, Vieri y yo nos abrimos paso hasta la barra para pedir cubalibres y, mientras esperábamos que nos los sirvieran, empecé a hacerle a Vieri un comentario entre burlón y perplejo a cuenta del hecho de que en la discoteca sólo se veían hombres, pero antes de que pudiera terminar de hacerlo un muchacho me abordó y me dijo algo que no entendí o no acabé de entender. Inclinándome hacia él, le pedí que lo repitiera; lo repitió: me preguntaba si me apetecía que bailáramos juntos. A punto estuve de pedirle que lo repitiera otra vez, pero en lugar de hacer eso le miré: era muy]oven, muy rubio, parecía muy alegre, sonreía; le di las gracias y le dije que no quería bailar. El muchacho se encogió de hombros y, sin más explicaciones, se fue. Ya iba a contarle a Vieri lo que acababa de ocurrir cuando me abordó un tipo alto y fuerte, con bigote y botas camperas, y me hizo la misma o parecida pregunta que el muchacho; incrédulo, le di la misma o parecida respuesta, y sin siquiera volver a mirarme el tipo se rió silenciosamente y también se fue. Justo en aquel momento Vieri me alargó mi cubalibre, pero no le dije nada y ya ni siquiera tuve que leer la sorna resabiada y un poco vengativa que había en sus ojos para sentirme como Jack Lemmon y Tony Curtis llegando a Florida vestidos de coristas y para entender el silencio estupefacto que siguió a mí veredicto sobre las películas de Almodóvar. Mucho tiempo después Vieri me contó que, cuando a la mañana siguiente de aquella noche triunfal Frank Solaún le dijo a Laura Burns que me habían llevado a una fiesta gay en Chester Street, el grito de Laura resonó como un anatema por los pasillos del departamento: «¡Pero si es tan español que debe de tener el cerebro en forma de botijo, con pitorro y todo!».

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