Javier Cercas - La Velocidad De La Luz

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Ésta es la historia de una amistad, una amistad que empieza en 1987 cuando el narrador, un joven aspirante a novelista, viaja a una universidad del Medio Oeste estadounidense y conoce a Rodney Falk, su compañero de despacho, un ex combatiente de Vietnam huraño e inabordable, ferozmente lúcido y corroído en secreto por su pasado. Pero ésta es también la historia de una experiencia radical en el abismo indescifrable del mal y la culpa, que el propio narrador sólo logrará entender y asumir años más tarde, como en una fulguración, cuando conozca el éxito y lo que éste tiene de corrupción insidiosa. Para entonces la figura imprecisa de Rodney y su historia devastadora acabarán imponiéndosele con la fuerza de lo necesario, como un emblema de su propia historia, y acaso de la condición humana.

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Borghesen llegó a la hora fijada y me llevó a la casa de una profesora de literatura que había insistido en organizar la fiesta. Se llamaba Elizabeth Bell y había llegado a Urbana casi al mismo tiempo que yo me marchaba de allí, así que sólo la recordaba vagamente; en cuanto a los demás invitados, en su mayoría profesores y ayudantes de español, no conocía a ninguno. Hasta que apareció Laura Burns, rubia, guapa y urgente, que me abrazó y me besó con estrépito, besó y abrazó con estrépito a Borgheson, con estrépito saludó a los demás invitados y de inmediato se adueñó de la conversación, al parecer dispuesta a cobrarnos con su protagonismo absoluto las dos horas y medía de coche que había empleado en venir desde Saint Louis. No era la primera vez que hacía ese viaje: durante la conversación telefónica que había mantenido con ella desde Charlottesville, Laura me contó que de vez en cuando iba a visitar a Borgheson, quien, según comprobé aquella noche, había dejado de tratarla como a una discípula sobresaliente para tratarla como a una hijastra díscola cuyas calaveradas se avergonzaba de considerar irresistiblemente graciosas. Durante la cena Laura no dejó ni un instante de hablar, aunque, pese a que estábamos sentados uno al lado del otro, no cruzó una palabra conmigo a solas o en un aparte; lo que hizo fue hablarles a los otros de mí, como si fuera una de esas esposas o madres que, igual que criaturas simbióticas, sólo parecen vivir en función de los logros de sus esposos o hijos. Primero habló del éxito de mi novela, sobre la que había escrito un artículo encomiástico en World Literature Today, y más tarde discutió con Borgheson, Elizabeth Bell y el mando de ésta -un lingüista español llamado Andrés Viñas- sobre los personajes reales que se ocultaban tras los personajes ficticios de El inquilíno, la novela que yo había escrito y ambientado en Urbana, y en algún momento contó que el jefe del departamento de aquella época se había sentido retratado en el jefe del departamento que aparecía en el libro y se las había arreglado para que desaparecieran todos los ejemplares que guardaba la biblioteca, pero me extrañó que ni Laura ni Borgheson ni Elizabeth Bell ni Viñas mencionaran a Olalde, el ficticio profesor español cuyo físico extravagante -y quizá no sólo su físico- estaba transparentemente inspirado en el físico de Rodney. Luego Laura pareció cansarse de hablar de mí y empezó a contar anécdotas y a burlarse a carcajadas de sus dos antiguos mandos y sobre todo de sí misma como mujer de sus dos antiguos maridos. Sólo después de la cena Laura cedió el monopolio de la conversación, que inevitablemente derivó entonces hacia un catálogo razonado de las diferencias que separaban la Urbana de quince años atrás y la Urbana actual, y luego hacia el recuento deshilacliado de las vidas tan dispares como azarosas que habían llevado en aquel tiempo los profesores y ayudantes con quienes yo había coincidido allí. Todo el mundo conocía alguna historia o algún retazo de historia, pero quien parecía mejor informado era Borgheson, al fin y al cabo el profesor más antiguo del departamento, así que cuando salimos a fumarnos un cigarrillo al jardín en compañía de Laura, de Viñas y de un ayudante le pregunté si sabía algo de Rodney.

– Carajo -dijo Laura-. Es verdad: el chiflado de Rodney.

Borgheson no se acordaba de él, pero Laura y yo le ayudamos a hacer memoria.

– Claro -recordó por fin-. Falk. Rodney Falk. El grandullón que había estado en Vietnam. Se me había olvidado por completo. Era de por aquí cerca, de Decatur o de un sitio así, ¿no? -No dije nada, y Borgheson prosiguió-: Claro que me acuerdo. Pero lo traté muy poco. ¿No me digas que erais amigos?

– Compartimos despacho durante un semestre -contesté, evasivo-. Luego él desapareció.

– Vamos, vamos -terció Laura, colgándoseme de un hombro-. Pero sí estaban ustedes todo el día conspirando en Treno's igual que si fueran de la CÍA. Siem pre me pregunté de qué hablaban tanto.

– De nada -dije yo-. De libros.

– ¿De libros? -dijo Laura.

– Era un tipo curioso -intervino Borgheson, dirigiéndose a Viñas y al ayudante, que seguían la conversación con aire de estar de veras interesados en ella-. Parecía un redneck, un palurdo, y desde luego nunca daba la impresión de tener la cabeza del todo en su sitio. Pero resulta que era un tipo cultísimo, leidísimo. O por lo menos eso era lo que decía de él Dan Bley-lock, que sí fue su amigo. ¿Te acuerdas de Bleylock?

– Pero ¿cómo quieres que no se acuerde? -contestó por mí Laura-, No sé tú, pero yo nunca me he encontrado con un tipo que sea capaz de hablar diecisiete lenguas amerindias. ¿Sabes, John? Siempre pensé que, si los marcianos llegan a la tierra, por lo menos tenemos una forma de asegurarnos de que son marcianos: les enviamos a Bleylock y, si él no los entiende, es que son marcianos.

Borgheson, Vmas y el ayudante se rieron.

– Se jubiló hace dos años -prosiguió Borgheson-. Ahora vive en Florida, de vez en cuando recibo un correo electrónico suyo… En cuanto a Falk, la verdad es que no he vuelto a oír ni una sola palabra de él.

La fiesta terminó hacia las nueve, pero Laura y yo fuimos a tomarnos una copa a solas antes de que ella emprendiera el camino de regreso a Saint Louis. Me llevó a The Embassy, un bar de forma alargada, pequeño y penumbroso, con las paredes y el suelo revestídos de madera, que se hallaba junto a Lincoln Square, y apenas nos sentamos a la barra, frente a un espejo que repetía la atmósfera sosegada del local, recordé que en aquel bar transcurría una escena de mí novela ambientada en Urbana. Mientras pedíamos las copas se lo dije a Laura.

– Claro -sonrió-. ¿Por qué crees que te he traído aquí?

Estuvimos charlando en The Embassy hasta muy tarde. Hablamos un poco de todo; también, como si estuviesen vivos, de mi mujer y de mi hijo muertos. Pero lo que sobre todo recuerdo de aquella conversación fue el final, quizá porque en aquel momento tuve por vez primera la intuición falaz de que el pasado no es un lugar estable sino cambiante, permanentemente alterado por el futuro, y de que por tanto nada de lo ya acontecido es irreversible. Ya habíamos pedido la cuenta cuando, no como quien hace balance de la noche sino como quien profiere un comentario al desgaire, Laura dijo que el éxito me había sentado bien.

– ¿Por qué iba a sentarme mal? -pregunté, y acto seguido dije de forma automática lo que desde hacía dos años decía cada vez que alguien incurría en el mismo error-: Los escritores de éxito dicen que la condición ideal de un escritor es el fracaso. Créeme: no les creas. No hay nada mejor que el éxito.

Y entonces, también como hacía siempre, cité la frase de un escritor francés, tal vez Jules Renard, con la que veinte años atrás Marcos Luna le había cerrado la boca a un compañero en la Facultad de Bellas Artes: «Sí, lo sé. Todos los grandes hombres fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente». Laura se rió.

– No hay duda -dijo-. Te ha sentado bien. Digas lo que digas, es raro. Ahí tienes a mi segundo marido. El jodido gringo se ha forrado haciendo lo que le gusta, pero no para de quejarse de la esclavitud del éxito, de que si esto y de que si lo otro y de que si lo de más allá. Bullshit. Por lo menos los que fracasamos no nos dedicamos a joderles la paciencia a los demás con nuestro fracaso.

Con deliberada ingenuidad pregunté:

– ¿Tú has fracasado?

Una sonrisa mordaz curvó sus labios.

– Claro que no -dijo en un tono equívoco, entre agresivo y tranquilizador-. Era sólo una forma de hablar, hombre. Ya todos sabemos que sólo fracasan los idiotas. Pero ahora dime una cosa: ¿cómo le llamas tú a haber tirado por la borda dos matrimonios, estar más sola que una perra, tener cuarenta años y ni siquiera haber hecho una carrera académica decente? -Hizo un silencio y, a la vista de que yo no contestaba, prosiguió sin acritud, como apaciguada por su propio sarcasmo-: En fin, vamos a dejarlo… ¿Qué vas a hacer mañana?

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