El camarero vino con la cuenta.
– Nada -mentí mientras pagaba, encogiéndome de hombros-. Darme una vuelta por aquí. Ver la ciudad.
– Es una buena idea -dijo Laura-. ¿Sabes? Tengo la impresión de que en los dos años que pasaste en Urbana no viste nada, no te enteraste de nada. La verdad, chico: parecía que llevases puestas unas orejeras de burro.
Laura se quedó un momento mirándome como si no hubiese acabado de hablar, como si dudara o como si fuera a disculparse por sus palabras, pero a continuación dejó su vaso en la barra, me pasó una mano por la mejilla, me besó en los labios, saliendo del beso sonrió suavemente, en voz baja repitió:
– De nada.
Quedé en silencio, perplejo. Laura recuperó el vaso y apuró su contenido de un trago.
– Tranquilo, chico -dijo entonces, volviendo a su tono de siempre-. No te voy a pedir que te acuestes conmigo, que ya estoy muy mayorcita para que un pendejo como tú me dé calabazas, pero por lo menos hazme el favor de quitarte esa cara de comemierda que se te ha puesto… Bueno, ¿nos vamos?
Laura me llevó en su coche hasta el Chancellor, y cuando paró a la puerta le propuse que tomáramos la última copa en el bar del hotel; apenas pronuncié esas palabras me acordé de Patricia, la mujer de Marcos, y me arrepentí de la propuesta: más que una insinuación parecía un patético intento de desagravio, una palmadita de consuelo en la espalda. Laura negó con la cabeza.
– Es mejor que no -dijo sonriendo apenas-. Es muy tarde y yo todavía tengo más de dos horas de viaje por delante.
Nos dimos un abrazo y, mientras lo hacíamos, por un instante sentí un alfilerazo de nostalgia anticipada, porque intuí que aquélla era la última vez que iba a ver a Laura, e intuí que ella también lo intuía.
– Me alegro mucho de haberte visto -dijo mi amiga cuando yo abría la puerta del coche-. Me alegro de que estés bien. Quién sabe: a lo mejor voy alguna vez por Barcelona, me gustaría conocer a tu mujer y a tu hijo.
Sin acabar de salir del coche la miré en los ojos y pensé en decirle: «Los dos están muertos, Laura. Los maté yo».
– Claro, Laura -fue lo que le dije, sin embargo-. Ven cuando quieras. Les encantará conocerte.
Luego cerré la puerta y entré en el hotel sin volverme para verla alejarse.
Al día siguiente desperté sin saber dónde estaba, pero esa sensación duró sólo unos segundos y, tras reconciliarme con el hecho asombroso de que me encontraba de vuelta en Urbana, mientras me duchaba decidí convertir en verdad la mentira que le había dicho a Laura en The Embassy y posponer hasta el mediodía mi visita a Rodney en Ratoul. Así que después de desayunar en el Chanceílor eché a andar en dirección al centro. Era domingo, las calles estaban casi desiertas y al principio todo me resultaba vagamente familiar, pero al cabo de unos minutos ya estaba perdido y no pude por menos de pensar que tal vez Laura tenía razón y yo había vivido durante dos años en Urbana con unas orejeras puestas, como un fantasma o un zombi deambulando por entre aquella población de fantasmas o zombis. Tuve que parar a un tipo que hacía footing con unos auriculares puestos para que me indicara el modo de llegar hasta el campus; obedeciendo sus indicaciones, al desembocar finalmente en Green Street me orienté. Fue así como, igual que si persiguiese la sombra del alegre y temible y arrogante kamikaze que yo había sido en Urbana, vi de nuevo el césped verdísimo del Quad, el Foreígn Languages Building, mi antigua casa del 703 de West Oregon, Treno's. Todo estaba más o menos como yo lo recordaba, excepto Treno's, convertido ahora en uno de esos cafés intercambiables que los esnobs americanos consideran muy europeos (de Roma) y los esnobs europeos consideran muy americanos (de Nueva York), pero que es imposible ver ni en Nueva York ni en Roma. Entré, pedí una cocacola en la barra y, mirando la mañana soleada a través de los ventanales que daban a Goodwin, me la bebí de un par de tragos. Luego pagué y salí.
En la conserjería del Chancellor me indicaron una tienda de alquiler de coches que estaba abierta en domingo. Allí alquilé un Chrysler, me aseguré consultando con un empleado de que recordaba el camino y media hora más tarde, después de hacer la misma ruta que quince años atrás había hecho para ver al padre de Rodney (por Broadway y Cunningham Avenue y luego por la autopista del norte), llegaba a Rantoul. En cuanto entré en la ciudad reconocí el cruce entre Liberty Avenue y Century Boulevard, y también la gasolinera, que ahora se llamaba Casey's General Store y había sido remozada con modernos surtidores y ampliada con un supermercado-cafetería. Como no estaba seguro de acertar a localizar la casa de Rodney, detuve allí el coche, entré en la cafetería y le pregunté por Belle Avenue a una camarera gorda, de uniforme y cofia blancos, que me dio a gritos unas indicaciones confusas sin dejar de atender a sus clientes. Volví al coche, traté de seguir las indicaciones de la camarera y, justo cuando ya creía haberme perdido otra vez, vi las vías del tren y de golpe supe dónde estaba. Di marcha atrás, torcí a la derecha, pasé junto a la puerta cerrada del Bud's Bar y enseguida aparqué frente a la casa de Rodney. Su aspecto no era muy distinto del de hacía quince años, aunque su tamaño y su prestancia un poco caduca de vieja mansión de campo todavía contrastaba más que en mi recuerdo con la funcionalidad anodina de los edificios aledaños. Sin duda Rodney la había acondicionado para su familia, porque la fachada y el porche parecían recién blanqueados, y por eso me extrañó que, entre la pareja de arces que se erguía en el jardín delantero, ondeasen aún las barras y estrellas de la bandera americana en un pequeño mástil clavado en el césped. Me quedé un momento en el coche, con el corazón latiéndome en la garganta, tratando de asimilar el hecho de estar por fin allí, al final del viaje, a punto de volver a encontrarme con Rodney, y al cabo de unos segundos subí las escaleras del porche y llamé al timbre. Nadie contestó. Luego volví a llamar, con idéntico resultado. A pocos metros de la puerta, a la derecha, había una ventana que, según recordaba, daba al salón donde yo había estado conversando con el padre de Rodney, pero no pude atisbar el interior de la casa a través de ella, porque unas cortinas blancas lo impedían. Me di la vuelta: un todoterreno conducido por un anciano dobló la esquina, pasó lentamente frente a mí y se alejó hacia el centro de la ciudad. Bajé las escaleras del porche y, mientras encendía un cigarrillo en el jardín, pensé en llamar a la casa de algún vecino para preguntar por Rodney, pero descarté la idea cuando advertí que una mujer en bata me escudriñaba desde una ventana, al otro lado de la calle. Decidí dar un paseo. Caminé hacia las vías, más allá de las cuales la ciudad parecía desintegrarse en un desorden de baldíos, bosques minúsculos y campos cultivados, y luego en paralelo a ellas, desandando el camino que acababa de hacer en cochea y al llegar a la altura del Bud's Bar vi que acababan de abrirlo: la puerta continuaba cerrada, pero había una camioneta aparcada frente a ella y, pese al sol vertical de la mañana, anuncios luminosos de Miller Lite, de Budweiser, de Icehouse y de Ice Brewer brillaban tenuemente en las ventanas; encima de ellos había un gran letrero de apoyo a los soldados norteamericanos que combatían en el extranjero: «Pray for peace. Support our troops».
Entré. El local estaba vacío. Me senté en un taburete, frente a la barra, y esperé a que vinieran a atenderme. El Bud's Bar seguía siendo la desangelada cantina de pueblo que yo recordaba, con su leve olor de establo y sus billares y sus juke-box y sus pantallas de televisión por todas partes, y cuando vi aparecer por una puerta batiente a un tipo cachazudo, tocado con una gorra de los Red Socks, quise pensar que era el mismo camarero que quince años atrás me había indicado dónde se hallaba la casa de Rodney. El hombre hizo un comentario, que no entendí del todo (algo como que no hay que fiarse de la gente que empieza a beber antes de desayunar), y ya detrás de la barra, un poco deslumbrado por el resol que entraba a mi espalda por los ventanales, me preguntó qué quería tomar. Me fijé en su cara rocosa, sus ojos achinados, su nariz de boxeador y su pelo escaso y entreverado de ceniza sobresaliendo de la gorra sudada; no sin cierta sorpresa me dije que en efecto era el mismo hombre, dieciséis años más viejo. Le pedí una cerveza, me la sirvió, apoyó sus manos de matarife sobre la barra y antes de que yo pudiera interrogarle acerca de Rodney preguntó:
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